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Tecnología
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La inteligencia artificial, ¿el avión en el cerebro?

El impacto macroeconómico de esta tecnología puede ser importante, acelerando la capacidad innovadora de la sociedad

Inteligencia Artificial
Tomas Ondarra Galarza
Ángel Ubide

Decía Steve Jobs que los ordenadores eran las bicicletas de la mente, ya que servían para multiplicar su capacidad. ¿Sera la inteligencia artificial (IA) el avión del cerebro? ¿O tan solo una distracción? ¿Cuál será su impacto sobre el crecimiento económico, la inflación, o la desigualdad? ¿Sera similar al de los ordenadores y la internet? ¿O esta vez será diferente?

La capacidad mostrada por la IA en los últimos años sugiere que, sí, es posible que esta vez sea diferente. El programa AlphaGo fue capaz de ganar al campeón mundial de Go, un juego tan complejo que su número potencial de posiciones es 10 y 170 ceros, más que la suma de todos los átomos del universo. El programa ChatGPT ha sido capaz de aprobar los exámenes de ingreso en las escuelas de medicina o en el cuerpo de abogados de EE UU. El programa DALL-E es capaz de generar imágenes realistas de alta resolución a partir de una simple descripción textual.

Hasta ahora, la tecnología se usaba para automatizar actividades repetitivas. Piensen, por ejemplo, que la palabra “computadora” viene de los “computadores humanos”, las personas, en su mayoría mujeres, que computaban los cálculos necesarios armadas con papel y lápiz o calculadoras sencillas. La virtud del ordenador fue su capacidad de automatizar un volumen cada vez mayor de cálculos, reemplazando tareas cada vez más complejas. Pero los ordenadores tenían una limitación: había que instalar la infraestructura necesaria, y necesitaban humanos que supieran escribir programas específicos para enseñarles a realizar tareas concretas.

Con el aumento de la capacidad de proceso de los microprocesadores se dio un paso adelante: las primeras versiones de la IA basadas en el aprendizaje profundo (deep learning) y las redes neuronales —programas informáticos que simulan, de manera aproximada, la manera de aprender del cerebro humano— crearon programas que aprendían solos, pero todavía necesitaban supervisión humana y bases de datos específicas, estructuradas, y etiquetadas. Por ejemplo, si se entrenaba una red neuronal con radiografías de pacientes con cáncer, a base de repetición y prueba y error el programa “aprendía” a identificar dichas radiografías. Estas versiones iniciales de IA estaban limitadas por la disponibilidad de datos y la necesidad de estructurarlos.

Las versiones más recientes de IA representan un salto cualitativo y usan modelos fundacionales basados en la AI generativa, entre los cuales destacan los grandes modelos de lenguaje (LLMs). La técnica es similar, el aprendizaje profundo con redes neuronales, pero es cualitativamente diferente ya que aprenden solos al ser capaces de procesar el lenguaje humano —que, por definición, es una base de datos que no necesita ser etiquetada— y se pueden aplicar a una gran cantidad de tareas, aumentando de manera casi ilimitada su potencia y versatilidad. Son modelos de redes neuronales con billones de parámetros, con un nivel de complejidad que se aproxima cada vez más al cerebro humano, entrenados con bases de datos que capturan una buena parte del saber universal.

La evolución de estos modelos ha sido rapidísima. Su capacidad de proceso se ha doblado cada seis meses, cuatro veces más rápido que la famosa predicción de Gordon Moore, el cofundador de Intel, de que el número de componentes de los circuitos integrados de los microprocesadores se duplicaría cada dos años. Esto permite una intensidad de aprendizaje difícil de imaginar: un día de entrenamiento de uno de estos algoritmos es equivalente a 150 años de entrenamiento de videojuegos de un humano.

Además de su capacidad, la IA se diferencia de manera cualitativa de los ordenadores en dos aspectos. El primero, son programas que se pueden descargar e instalar rápidamente, no maquinas que requieren costosa y compleja infraestructura complementaria. Esto ha hecho que su difusión este siendo rapidísima: cuando se lanzó, ChatGPT fue la aplicación que más rápidamente llego a los 100 millones de usuarios.

La segunda ventaja es que estas aplicaciones no necesitan programaciones sofisticadas. A los LLMs se les pregunta con lenguaje humano y responden de igual manera. Por ejemplo, a ChatGPT se le puede pedir: “Escribe un artículo de 1.200 palabras en castellano sobre el impacto macroeconómico de la inteligencia artificial con el estilo de Ángel Ubide en EL PAÍS”. Por ahora no les voy a decir si lo que están leyendo lo ha escrito ChatGPT o lo he escrito yo.

La manera de funcionamiento de estas aplicaciones es “sencilla”: son modelos probabilísticos que predicen que letra, palabra, pixel o imagen viene a continuación de la anterior. En cada momento, modelos como ChatGPT, o las aplicaciones de conducción autónoma, tratan de decidir cuál es la “continuación más razonable” del último texto o imagen que han generando, basándose en el modelo de comprensión del mundo que ha creado la base de datos con la cual han sido entrenados. Toda actividad que sea susceptible de convertirse en un problema de predicción entra en el ámbito de la IA.

Estas nuevas generaciones de IA son, por tanto, revolucionarias: no automatizan labores repetitivas, sino labores creativas. Es la democratización de la inteligencia. De repente, cualquiera puede escribir con el estilo y el vocabulario de los premios Nobel, escribir programas informáticos como los virtuosos, diseñar imágenes como los genios artísticos. Entre los verbos más repetidos en las patentes de IA se encuentran reconocer, predecir, detectar, identificar, o generar —todas ellos tareas creativas—. Con la IA se puede elevar el nivel de ejecución de estas tareas a las mejores prácticas, beneficiando a todos los trabajadores y reduciendo las disparidades con los expertos. Piense, por ejemplo, que gracias a los navegadores han caído las barreras a la entrada de la profesión de taxista. Y ahora extiendan este ejemplo a todas las actividades que se les ocurran. Por supuesto, estos modelos no son perfectos, y a veces dan respuestas incorrectas o inexistentes (los modelos “alucinan”, en la jerga de IA). En parte, porque los modelos han sido entrenados en lo que tienen que hacer, no en lo que no tienen que hacer, una de las asignaturas pendientes de esta tecnología.

El impacto macroeconómico puede ser importante. La evidencia empírica sobre el efecto de estas nuevas generaciones de AI es que reduce el tiempo de ejecución de tareas y aumenta su calidad, aumentando la productividad por hora trabajada. Además, puede acelerar la capacidad innovadora de la sociedad —descubriendo relaciones y patrones de comportamiento en los datos nunca imaginados— y, si se combina con los avances en la robótica, la mejora de la productividad y del crecimiento potencial puede ser exponencial, aumentando el tipo de interés neutral y reduciendo la inflación. Por otro lado, habrá que replantearse modelos de organización del trabajo, de aprendizaje, y de educación, y las políticas de distribución de la renta. Y como toda transformación tecnológica, esta no estará exenta de riesgos. La disputa por el uso y la propiedad de los datos, el uso potencialmente malicioso de los algoritmos, el impacto ecológico de su alta intensidad computacional, los sesgos de las bases de datos, todo ello requerirá una regulación que encauce este proceso por el camino correcto.

Es posible que esto lo hubiera escrito ChatGPT mientras yo estaba en la playa. Pero no, no ha sido así. Quizás la próxima vez.

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