Recorrido por el otoño del malestar
Los desequilibrios económicos y el estrés de la pandemia fomentan la conflictividad
Yolanda San Blas, dos hijos y un nieto, trabaja en la limpieza de un hospital. Hace año y medio llegó a pensar que alguno de los aplausos que sonaban desde ventanas y balcones también era para ella. Ahora está en huelga para cobrar el salario mínimo. San Blas es una de tantas personas inmersas en el malestar de este otoño, reflejado en la proliferación de conflictos laborales y en, si eso existe, el humor colectivo. La profesora Laura Guillén, especialista en recursos humanos, dice que la cuestión va más allá de la inflación y de otros desequilibrios económicos: “La pandemia es un factor indiscutible”.
Cádiz ha vivido unos días de fuego por la huelga metalúrgica. Para diciembre se anuncian protestas en la agricultura y el transporte. Hay unos cuantos datos objetivos: la inflación (5,4% en octubre) es la más elevada en 30 años y erosiona los salarios; la electricidad está más cara que nunca; las previsiones de crecimiento se han rebajado a la mitad; el confinamiento y la pandemia en general dejaron en suspenso la renovación de muchos convenios. Y luego está lo subjetivo. La pandemia y sus efectos. El temor a las nuevas variantes del virus mantiene la incertidumbre en la economía, y eso se suma al estrés acumulado desde marzo de 2020.
Laura Guillén, doctora en Administración de Empresas, psicóloga y profesora de gestión de recursos humanos en Esade, dice que la pandemia ha fomentado un estrés individual y colectivo. Y que ese estrés puede expresarse por dos vías: la rabia y el desencanto. “Es normal que un fenómeno como la pandemia nos induzca a replantearnos el futuro con actitudes defensivas y negativas”, explica, “reflejadas en irritabilidad, ansiedad y disminución de la empatía”. Guillén dice que eso afecta por igual a los directivos y los trabajadores. Y cita un estudio estadounidense para extrapolar un cálculo: “El 40% de los jefes españoles podrían comportarse de forma abusiva y la pandemia habría agudizado esa disfunción”.
Vale mucho más la mierda que la leche”Tomás Ayuso, ganadero
El ganadero Tomás Ayuso, propietario de una pequeña explotación en Velilla de San Antonio (Madrid), no tiene jefes ni empleados y no cree haber tenido problema alguno por la pandemia. Sin embargo, dice estar “jodido”. En menos de un año, el gasóleo agrícola ha pasado de 46 céntimos por litro a 84 céntimos. En menos de un año, las semillas de forraje han pasado de 300 euros por tonelada a 660 euros. Él cría vacuno para carne de calidad, un centenar de animales que gozan de espacios libres y buenos tratos, pero cree que el mejor dato sobre el desbarajuste lo ofrece el sector lácteo: “Vale mucho más la mierda que la leche”. Dicho en términos más técnicos, una tonelada de abono se paga a 600 euros, mientras una tonelada de leche se paga (al productor) a 320.
Ayuso, licenciado en ingeniería, creó su negocio en 2009. Antes trabajó como jefe de compras de una cadena de supermercados, al otro extremo de la cadena, y sabe cómo funciona el asunto: “En promedio, el 70% de lo que paga el consumidor corresponde a intermediarios y vendedores finales”. Ahora experimenta en persona ese desequilibrio cuando lleva un animal al matadero y pide que le reserven un costillar para consumo personal: vende a cuatro euros el kilo y un rato después recompra la carne (ya con certificado sanitario) a casi 11 euros.
El ganadero ignora si se concretarán las protestas agrarias en diciembre; por ahora, lo que percibe es “resignación”. “La vieja resignación del campesinado español”, ironiza. Pero también la resignación tiene un límite. Este mes ha puesto 2.500 euros de su bolsillo para mantener en marcha la explotación, es decir, ha pagado por trabajar. Eso solo puede durar mientras duran los ahorros.
Para Yolanda San Blas, a diferencia de Tomás Ayuso, la pandemia sí es un factor relevante. Como empleada de la limpieza en un hospital, fue una de las “trabajadoras esenciales” que se mantuvieron en su puesto durante el confinamiento. Un puesto con especial riesgo de contagio y con unos horarios, los que mantiene en la actualidad, poco envidiables: seis horas y media diarias durante 12 días consecutivos, dos días de descanso y vuelta a empezar. Del principio de la pandemia recuerda el miedo, el agotamiento y la carencia de elementos de protección. Creyó que alguno de aquellos aplausos de aquellos días, tan lejanos, era también para ella. “No, no debían de ser”, comenta, “la gente olvida”.
Los 8.000 empleados de la limpieza en edificios públicos y locales de Castellón, mayormente mujeres, iniciaron una huelga el pasado lunes. Reclaman un nuevo convenio para sustituir al vigente, de 2019, y un salario digno. Es decir, reclaman cobrar el salario mínimo y que se agreguen a él los diversos pluses, como antigüedad y desplazamientos. Sumándolo todo, Yolanda San Blas, que lleva una vida limpiando y trabaja en el hospital provincial desde 2009, cobra 12.600 euros anuales. Las dos patronales del sector, que por el momento han declinado negociar con los huelguistas (hay una reunión prevista para el lunes), argumentan que lo que piden los trabajadores supondría un aumento del 12% y resulta inasumible.
“Las empresas siguen cobrando sus contratos públicos y ahora, además, se ahorran el salario de las limpiadoras en huelga; es normal que no tengan prisa por negociar”, explica Jordi Riera, dirigente de Comisiones Obreras en Castellón.
Sin relevo generacional
Si uno busca ejemplos del malestar de este otoño, los encuentra fácilmente. Los dos periodistas que acudieron a la explotación ganadera de Tomás Ayuso se acercaron después a una gasolinera cercana, para conversar con camioneros. El primero que encontraron no estaba contento: acababan de robarle los palets, las plataformas de madera que se utilizan para cargar y descargar. “Cada uno cuesta 15 euros y los ladrones los revenden a cinco”. “Ojo”, precisa el camionero, “yo a quien más culpo es a quienes compran esos artículos robados”.
El camionero, a quien llamaremos así porque prefiere no dar su nombre (“bastantes problemas tengo”), es de Guadix y va y viene desde Granada hasta Suecia. Hace 28 años, cuando empezó, ganaba mucho más que ahora. Por entonces era posible ingresar hasta 700.000 pesetas mensuales, más de 4.000 euros al cambio actual. Hoy cobra 2.200 euros y de ahí tiene que restar lo que gasta en comida durante los viajes. ¿Por qué esa caída salarial? “Porque es imposible competir con un camionero búlgaro”. “Luego nos extrañamos”, agrega, “de que no haya relevo generacional y falten camioneros”.
El camionero de Guadix, al que se acerca otro de Lugo para mostrarse de acuerdo, dice que las protestas anunciadas por los empresarios del transporte, grandes, medianos y autónomos, son cosa bastante ajena. “Ellos quieren subvenciones al gasóleo porque el combustible se ha puesto por las nubes, que no se apliquen viñetas de peaje y alguna cosa que nos afecta también a nosotros, como acabar con eso de que el conductor tenga que ocuparse también de cargar y descargar”, explica. “Lo que nosotros queremos son jornadas laborales normales y fines de semana libres”.
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