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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Liberación

El expresidente de Estados Unidos encarnó una política lisa y llanamente de supremacismo blanco

ilustración negocios
Tomás Ondarra

Mientras celebramos el habernos liberado del desgobierno de Donald Trump, no debemos olvidar que su presidencia encarnó la política lisa y llana del supremacismo blanco estadounidense. En sus expresiones, Trump se mostró como un gobernador segregacionista sureño de los años sesenta y, tras perder la elección de 2020, como un senador secesionista en vísperas de la guerra civil. Para que la victoria sobre la política destructiva de Trump se sostenga, hay que superar el racismo que lo llevó al poder. Es el desafío urgente al que se enfrentan no sólo Estados Unidos, sino también muchas sociedades multi­étnicas en todo el mundo.

Trump le vendió a un subconjunto de los votantes estadounidenses (blancos, mayores, menos educados, suroccidentales, habitantes de las periferias urbanas y del campo, cristianos evangélicos) la idea de que podían recuperar el pasado racista de Estados Unidos. Ese grupo de votantes (algo así como el 20% o 25% de los estadounidenses adultos) fue la principal base de apoyo de Trump en la elección de 2016 y le bastó para adueñarse del Partido Republicano y luego conseguir una apretada victoria en el Colegio Electoral (tras perder el voto popular por tres millones).

Victoria que también fue posible gracias a otras peculiaridades de la política estadounidense. Si en Estados Unidos votara una proporción alta de la población (como en países donde la inscripción en el padrón es automática y se alienta a votar o es obligatorio), Trump no hubiera tenido ninguna posibilidad de ganar en 2016. Pero persisten en la política estadounidense viejas barreras contra el voto de afroamericanos, pobres y jóvenes, cuyo propósito es mantener la supremacía política y económica de sectores blancos adinerados (en resumen: su propósito es permitir la elección de tipos como Trump).

La política vulgar de Trump fue prueba de la persistencia de su atractivo racista para evangélicos blancos de más edad y para algunos votantes más jóvenes, como los que el 6 de enero asaltaron el Capitolio y amenazaron con linchar al vicepresidente Mike Pence por no impedir la certificación de la victoria de Joe Biden en el Colegio Electoral. Muy pocos analistas prestaron atención a la continuidad entre la nostalgia racista de Trump y la política similar de Ronald Reagan, que usó una consigna casi idéntica (“Hagamos a Estados Unidos grande otra vez”) con el mismo propósito.

Pero la política racista no es un problema exclusivo de Estados Unidos, aunque le afecta en modo particular desde sus orígenes como sociedad esclavista. El estilo político de Trump tiene análogos en otros países multiétnicos donde el racismo también configura las estructuras de poder.

Pensemos en el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, otro político manipulador, que se aferró al poder denigrando a los israelíes árabes y negando hasta la justicia más elemental al pueblo palestino. Los evangélicos blancos estadounidenses tienen un profundo parentesco con la derecha israelí; Trump y Netanyahu compartieron las mismas políticas excluyentes.

Pensemos en el brasileño Jair Bolsonaro, apodado el Trump del trópico. Aquí también la conexión con Trump no es sólo cuestión de estilo y temperamento. Los grupos evangélicos blancos en Estados Unidos vieron en Bolsonaro a uno de los suyos y trabajaron asiduamente para ayudarle a ganar. Ahora Bolsonaro gobierna atacando a la cultura afrobrasileña y a las poblaciones indígenas de Brasil.

Pensemos también en la estrecha relación de Trump con el presidente ruso Vladímir Putin. Algunos dicen que este posee kompromat (materiales comprometedores) sobre Trump. Otros ven intereses financieros compartidos. Pero otra parte de la historia es una obvia afinidad política. Un ingrediente importante del éxito de Putin ha sido recalcar a los rusos étnicos la idea de que son los verdaderos líderes de la sociedad multiétnica de Rusia. La adopción política putinista de la religión ortodoxa rusa es análoga a la que hizo el expresidente de Estados Unidos de la religión evangélica blanca.

Otro admirador declarado de Trump es el primer ministro indio Narendra Modi; los dos se deshicieron en elogios mutuos durante la visita que hizo Trump a la India en 2020. La base de apoyo de Modi incluye a nacionalistas hinduistas de extrema derecha que predican el odio contra la minoría musulmana de la India. La ocupación militar del Estado mayoritariamente musulmán de Cachemira en 2019 ordenada por el Gobierno de Modi concitó poca atención internacional, pero es un claro ejemplo de la búsqueda de rédito político interno mediante la represión violenta de una etnia.

Por desgracia, el chauvinismo étnico puede hallarse en casi cualquier sociedad multiétnica. No es accidente que Trump haya elogiado la represión china de la población uigur de la provincia de Xinjiang, mayoritariamente musulmana. Y su Gobierno se ha mantenido básicamente en silencio frente a la violenta expulsión de la población musulmana rohinyá en Myanmar.

Si hay una constante en la política racista en todo el mundo es esta persecución casi universal de poblaciones nativas. En todo el mundo, los pueblos indígenas han sido despojados de sus tierras, forzados a la servidumbre, asesinados brutalmente y arrojados a la pobreza por colonos recién llegados. Pero esta desposesión nunca fue suficiente para los conquistadores. Además de infligir daño e incluso genocidio, los conquistadores también echaron la culpa de sus problemas a los pueblos indígenas, acusándolos de ser perezosos, indignos de confianza y peligrosos, mientras proseguía el robo de sus tierras.

Pero también hay buenas noticias. La derrota de Trump y el rechazo mayoritario de la opinión pública estadounidense a los insurrectos del Capitolio nos enseñan que podemos superar nuestros peores instintos, temores y prejuicios. Los racistas blancos en Estados Unidos están perdiendo el poder, y lo saben. Los tiempos realmente están cambiando. El pueblo estadounidense votó contra la continuidad de Trump. El día antes de la insurrección, los votantes de Georgia eligieron como senadores a un afroamericano y a un judío, los primeros en la historia del Estado, que ganaron a dos candidatos trumpistas en ejercicio.

De modo que la partida de Trump es una oportunidad para empezar de nuevo, no sólo en la profundamente herida sociedad estadounidense, sino en las sociedades multiétnicas divididas en todo el mundo. No hay excusas para gobernar usando el odio racial y el chauvinismo étnico. En la era pos‑Trump, todos los Gobiernos deben expulsar a los predicadores del odio.

El mundo también debe aprender de la historia para seguir adelante. En 1948, a la sombra de las atrocidades de la II Guerra Mundial, todos los Estados miembros de la nueva Organización de las Naciones Unidas aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este documento magnífico se basa en el principio de la dignidad humana universal, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

La Declaración Universal debe ser nuestro norte. Su 75º aniversario en 2023 ya está cerca, y tenemos los medios para decirles no a los odiadores, a los demagogos, a los divisores. Trump pidió a sus seguidores que prescindieran de usar mascarilla y dejó a Estados Unidos en ruinas, con 400.000 muertos por la covid‑19. Ahora nosotros hemos prescindido de Trump, y podemos ocuparnos de la tarea de poner fin a la pandemia y curar a nuestras sociedades profundamente divididas.

Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Gestión y Política Sanitaria y director del Centro de Desarrollo Sostenible en la Universidad de Columbia. © Project Syndicate 1995-2021. Traducción de Esteban Flamini.

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