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OPINIÓN
Columna
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El hombre que atendía todas las llamadas

Arango, expresidente del patronato del Museo del Prado, ejerció como facilitador tanto en el mundo de los negocios como en el de la cultura de este país

Plácido Arango, en noviembre de 2011 en Madrid.
Plácido Arango, en noviembre de 2011 en Madrid.CORDON PRESS
Juan Cruz

Una noche de 1991, Mahrukh Tarapor, directora adjunta del Metropolitan Museum de Nueva York, buscaba ayuda para sortear las trabas que la burocracia española ponía a la exposición sobre los descubrimientos que organizaba en la Alhambra de Granada. No había nadie, ni en el Gobierno, ni en Telefónica, ni en el BBV, las entidades que debían cuidar de que ella llevara a feliz término aquel proyecto inmenso. Apareció entonces, como de milagro, Plácido Arango, el hombre que respondía todas las llamadas, sobre todo las llamadas de socorro.

El teléfono sonaba en los pasillos de sus oficinas, hasta que pasó por allí este español de México y de Asturias, descolgó y halló llorosa a una de las más poderosas agentes del mundo artístico de la época. Tarapor se sentía desamparada en España. En un instante, este hombre la puso en el camino de resolver un embrollo que podía haber truncado uno de las más importantes contribuciones a aquel intento por hacer eternas las celebraciones del quinto centenario del viaje de Colón.

Tarapor pensó que la influencia de este hombre era la de un mago. Como ocurrió tantas veces, Arango se quitó de encima el mérito. “Pasaba por allí, siempre agarro el teléfono cuando suena”. Siempre pasó así, hizo cosas grandiosas, a favor de su país de origen, México, y del país de su raíz, España, como si solo pasara por allí. Era un facilitador, juntaba a la gente y los dejaba hacer, hasta que se ponían de acuerdo, y eso hacía en el ámbito cultural, en el empresarial y en el lado político de la vida con la que lidió.

Era solemne solo porque caminaba despacio, pero a todo lo que hacía, lo grande y lo menudo, le daba la dimensión propia de un hombre que quería que brillaran las instituciones a las que dedicó energía y recursos (la Fundación Príncipe de Asturias, que presidió, el Patronato del Museo del Prado, que estuvo a sus órdenes). No podía evitar que su nombre apareciera, pero si por él hubiera sido habría trabajado en todas esas cosas como si su huella fuera la de un seudónimo. Como si pasara por allí.

También en momentos mucho más graves, que tienen que ver con la difícil historia democrática de este país, cuando lo requirieron desde las más altas instancias, o desde las zonas amenazadas del elenco amplio de sus amigos, resolvió conflictos con sigilo, sin darle importancia a su nivel de influencia personal. Se movía siempre cerca de donde él fuera necesario, y aparecía, como aquella vez con Mahrukh Tarapor, como si estuviera resolviendo una llamada de socorro.

A esa disponibilidad le ayudó su carácter. Era un hombre pausado. La prisa la llevaba por dentro, para gestionar, para hacer que otros gestionaran con rigor su propia prisa, y de ese modo llevó a cabo encargos que iban a ser prolongados compromisos. Al frente de la Fundación Príncipe de Asturias era, como esas veces en que atendía las llamadas, el hombre que siempre estaba disponible, para ayudar a que parecieran fáciles los embrollos de aquel emprendimiento que tenía tanto de diplomático como de creación de un ánimo cultural que llevara por el mundo la idea de que la España de la Transición ya había adquirido una veteranía culturalmente fiable. Su otra ocupación principal, la presidencia del Patronato del Museo del Prado, a la que accedió en 2007, halló en él no solo a un coleccionista amante del arte clásico y del contemporáneo, sino a un gestor tranquilo que, con la prudencia que fue también su divisa como empresario, afirmó a esta pinacoteca como un tesoro mundial del que debían sentirse orgullosos los españoles.

El pueblo de origen de su familia, Asturias, se benefició altamente de la generosidad con la que dispuso de su colección privada (El Greco, Zurbarán, Ribera, Murillo, Miró, Gris, Dalí, Tàpies, Barceló), que en 2006 viajó al Museo de Bellas Artes regional como una explicación de su gusto y de sus pasiones. A Ángeles García le dijo en EL PAÍS (27 de julio de 2007, cuando fue elegido presidente del Prado) que su primer cuadro había sido de un creador mexicano (que ya no tenía consigo). El México de las artes y de las letras (Carlos Fuentes, uno de sus grandes amigos, fue su huésped en Madrid) formó parte de su corazón de mexicano. Arango nació en Tampico, México, en 1931, y de allí se trajo a España la raíz que completaba su biografía asturmexicana, a la que siempre rindió tributo.

Le regaló a sus buenos amigos las letras de las rancheras como si les estuviera dando el otro ritmo de su corazón. La escultora Cristina Iglesias fue durante años su compañera. Es raro decir que Plácido ha muerto. Su paso por esta vida fue como un homenaje al sosiego y al auxilio, y la noticia de su muerte se siente ahora como un temporal.

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