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Columna
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Prioridades en la agenda política

Una estrategia de reducción de la desigualdad debería incluir el refuerzo de los servicios públicos

tomas ondarra

Una declaración generalizada entre los integrantes del nuevo Gobierno ha sido la necesidad de dar prioridad a la reducción de la desigualdad. Tal como exponíamos en una tribuna anterior publicada en este suplemento, cualquier acción global destinada a rebajar el problema pasa, como condición necesaria, por el refuerzo de las políticas redistributivas. Además de acciones más a largo plazo tanto en los mercados donde se forman las rentas primarias como las destinadas a impulsar un ascensor social que sube cada vez más lentamente, la magnitud del problema exige la introducción de importantes reformas en el sistema de prestaciones e impuestos.

A partir del necesario redimensionamiento de la mayoría de las prestaciones, como ha señalado la Comisión Europea o el Fondo Monetario Internacional, lo más urgente es avanzar en tres direcciones: la definición de un modelo redistributivo ajustado a las necesidades sociales y las condiciones económicas de nuestro país, la identificación de prioridades en el diseño de ese nuevo modelo y el desarrollo de estrategias que concilien los objetivos de redistribución con la capacidad real de financiación de esas políticas.

Probablemente, la más compleja de esas tareas es la primera. La capacidad redistributiva del sistema se concentra, básicamente, en las pensiones de jubilación, en el lado de los gastos, y en el impuesto sobre la renta, en el de los ingresos. Esta doble característica, propia de los Estados de bienestar mediterráneos, contrasta con la realidad de otros países europeos, con políticas familiares e inversiones en educación y sanidad pública generalmente mayores. La sostenibilidad de nuestro sistema resulta, además, compleja tanto por la inercia demográfica como por la deriva de la imposición personal sobre la renta en los países de la OCDE.

A estas restricciones se unen los problemas de articulación de ese sistema, que limitan su eficacia en la reducción de la desigualdad. Resulta necesaria la definición de un nuevo modelo redistributivo, con la puesta en marcha de objetivos transversales en los distintos programas de ingresos y gastos y la revisión de las diferentes figuras para mejorar su capacidad redistributiva.

Una primera clave sería el refuerzo del efecto de las prestaciones con mayor impacto sobre la desigualdad. Las pensiones, que están pensadas como un instrumento de redistribución del consumo en el ciclo vital y de redistribución intergeneracional, resultan ser el componente del sistema con un mayor efecto redistributivo. Este dato debería tenerse muy en cuenta en el debate sobre su sostenibilidad financiera, dado que cualquier cambio podría afectar al núcleo de la redistribución. En el caso de las prestaciones por desempleo, aunque su efecto redistributivo creció durante la crisis se ha ido moderando en el largo plazo, debido, fundamentalmente, a la caída de la tasa de cobertura y a la ganancia de peso de la modalidad de subsidio, con menor intensidad protectora que la de seguro.

Por otro lado, dos déficits claros en el panorama actual son la escasa contribución de las prestaciones de garantía de ingresos y las familiares. No existe una última red de protección económica que cubra de forma homogénea a los diferentes colectivos y territorios, pues los recursos obtenidos son muy diferentes según el tipo de prestación al que se accede. De igual forma, en claro contraste con lo que sucede en otros países europeos, las prestaciones familiares tienen un efecto muy pequeño sobre la distribución de la renta. La protección de estos hogares se ha concentrado, básicamente, en el tratamiento de la familia que hace el IRPF, sin efecto sobre los hogares con menores y rentas más bajas.

Como en la mayoría de países europeos, el efecto de los impuestos es significativamente inferior al de las prestaciones monetarias. Esto no significa que no tengan un papel importante en la reducción de la desigualdad. Tal como consagra la Constitución, necesitamos un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad. Actualmente, la redistribución se limita casi exclusivamente al IRPF. Tal capacidad ha ido disminuyendo en el tiempo por la reducción de los tipos marginales y el aplanamiento de las tarifas. Existen también elementos que limitan ese efecto, como el carácter regresivo de algunas deducciones y reducciones, el diferente tratamiento de las rentas del trabajo y capital y el también desigual acceso al fraude, según niveles y fuentes de renta.

España, además, no es una excepción en la tendencia a que la imposición indirecta gane cada vez más peso en los ingresos públicos. El IVA es un impuesto regresivo y las últimas reformas reforzaron ese carácter, a lo que se añaden importantes niveles de elusión y evasión. Existe también evidencia de efectos regresivos en las cotizaciones sociales, lo que no sucede en otros países, mientras que los impuestos sobre la riqueza contribuyen poco a la redistribución y están muy limitados por los bajos niveles de cumplimiento fiscal, algunas minoraciones y desigualdades territoriales.

Son amplios, por tanto, los márgenes de mejora del sistema de prestaciones e impuestos desde el objetivo de la equidad. Una estrategia global de reducción de la desigualdad debería incluir, además, el refuerzo de los servicios públicos y la reparación de los daños causados por los recortes de la crisis. Aunque el gasto sanitario tiene un efecto claramente redistributivo, esos recortes hicieron que disminuyera su progresividad en algunas funciones. Asistimos, además, a un mayor uso de determinados servicios por los hogares de mayor renta y al efecto negativo de los copagos.

Finalmente, según los estudios disponibles, el efecto global del gasto educativo es redistributivo, aunque menor que el de la sanidad. No todo este gasto es progresivo, como ocurre con el destinado a los centros concertados, la educación universitaria o el sistema de becas y ayudas. Hay que añadir que algunos problemas relevantes de la educación están muy conectados a desigualdades de renta, como el abandono escolar prematuro.

Siendo conscientes de las restricciones que imponen las reglas de equilibrio presupuestario y de las reacciones y conflictividad política que pueden implicar las reformas, pensar que las carencias apuntadas pueden resolverse en un breve plazo es poco realista. Poner las bases, sin embargo, para el progresivo acercamiento a la media europea en los indicadores de desigualdad no sólo es posible sino imprescindible para evitar poner en riesgo nuestra cohesión social, la calidad de la democracia e, incluso, la fortaleza del crecimiento económico.

Luis Ayala es profesor de Economía en la UNED.

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