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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La cláusula guillotina

Un tratado UE-Reino Unido flexible exige una gobernanza rígida, con posibles retorsiones

Xavier Vidal-Folch
Un partidario del Brexit en Londres.
Un partidario del Brexit en Londres.Daniel Leal-Olivas (AFP)

La guillotina se emplea en Bruselas para dos usos, siempre definitivos, como es lo propio de esa cuchilla.

Uno es la fecha-guillotina: no da plazo adicional, ninguna prórroga, ni trucos como el de parar el reloj, contra lo que es costumbre. Para el pos-Brexit hay una fecha así, el 31 de diciembre. Pero ya se barruntan periodos de semi-transición encubiertos, si no se llega a pactar a tiempo: ambas cosas, pacto y plazo, nada fáciles.

Otro es la cláusula-guillotina de un documento: la que se aplica sin matices, a pelo, en vena. El que viene al caso: el probable, pero no seguro, tratado comercial bilateral UE-Reino Unido.

Los tratados comerciales suelen ser documentos prolijos y tasados. Especifican cada producto, cada variante y cada estándar que deben cumplir: industrial, de seguridad, sanitario, laboral, medioambiental, fiscal...

A mayor concreción, obligaciones más evidentes, automáticas, rígidas. Y por tanto menor necesidad de un mecanismo potente de gobernanza o arbitraje para dirimir en casos de litigio. El sistema de alineamiento dinámico de requisitos de la legislación británica con la comunitaria para el futuro era la opción preferible (para todos) y preferida (por los europeos), por inequívoco.

Aseguraría sin sombras un terreno de juego común —level playing field— y, por tanto, una competencia leal y honesta, sin opciones de ventajismo a lo Singapur. Y además, por automático, no requería una gobernanza potente.

Theresa May lo entendía. Boris Johnson lo rechaza. Así que, en vez de un alineamiento estrecho, se pactan unos principios comunes que cada cual desarrolla autónomamente. Y como eso puede dejar intersticios a desencuentros, trampas y confusiones, se acuerda una gobernanza fuerte.

Porque si se es flexible en la materia, se es inflexible en cómo gestionarla (y al revés). Más aún cuando media la desconfianza, no se olvide que la UE trata con un actor como Johnson, capaz de revertir unilateralmente un pacto fraguado por él mismo, el Acuerdo de Retirada, que ya se ha visto obligado a restablecer.

Así que lo ahora proyectado incluye un mecanismo poderoso: si una parte detecta que la otra viola lo acordado en estándares, podrá legalmente aplicarle retorsiones en cualquiera otra materia. Y en un plazo muy breve. Hasta que se produzca el arbitraje.

Es un instrumento similar al modo de aplicación de los aranceles en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Si otro socio te los impone por la brava, tú se los replicas por igual cuantía en otros artículos. Hasta que decide el panel de jueces de la OMC (que Donald Trump paralizó).

Sin una garantía de ese tipo, un pacto comercial bilateral para el futuro es inviable. Así que sería —si es potente—, un second best. Pues un Brexit sin acuerdo sería fatal para el Reino Unido (caída del PIB entre el 4% y el 9,5%, según distintos estudios), pero malo para la UE (de 0,5 a 1,5 puntos).

Y para España. Erosionaría su PIB en un 0,71%, estima el Banco de España. Aunque sería peor para Holanda, Dinamarca, Bélgica y República Checa, según el FMI.

Y es que los británicos absorben un buen pico de la oferta turística, que equivale al 2,5% del PIB español, y de la exportación hortofrutícola, al 1,5%. Son dos (grandes) botones de muestra de lo que se expondría en una ruptura salvaje. Si la cuchilla popularizada por el doctor Joseph-Ignace Guillotin la evita, bendita sea.

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