Desprotegidos, sin empleo y lejos de casa en plena pandemia
La OCDE alerta de la vulnerabilidad de los migrantes, más afectados ante el deterioro del mercado laboral
Los tres móviles sobre la mesa de un restaurante de kebabs en la plaza de Lavapiés (Madrid) no paran de vibrar. Son de Manik Manik (Bangladés, 36 años), quien recibe llamadas y mensajes a todas horas del día de personas migrantes que le solicitan ayuda para asistencia médica, realizar trámites o para consejos legales. Desde que se quedó sin trabajo, el pasado julio, el voluntariado es su nueva ocupación. No cobra nada pero le permite distraerse de la ansiedad por la falta de empleo y los gastos fijos, como el alquiler de 450 euros, a los que tiene que hacer frente sin ningún ingreso. Manik es uno de los 250.000 migrantes en España que perdieron su trabajo cuando llegó la pandemia, según las estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Cuando llegó a España hace ocho años, Manik recibió la misma ayuda que ahora ofrece como voluntario en la Red Interlavapiés. Después de tres años en situación irregular, encontró trabajo como cocinero profesional. Cuenta que le pagaban bien pero gran parte de sus ahorros los enviaba a su familia en Bangladés. Su hermano, estudiante de Ingeniería, y su madre dependen de él. Con la pandemia todo se vino abajo y ahora Manik piensa en cómo sobrevivir. Sus ahorros y los préstamos de sus amigos, que hasta ahora le han permitido tirar adelante, han terminado. “Aguantaré como pueda con la tarjeta de crédito”, confiesa.
Un informe publicado en octubre por la OCDE pinta un panorama gris para la comunidad migrante, muy castigada por la covid en los 37 países de la organización. Entre abril de 2019 y junio de 2020, el crecimiento de la tasa de paro en España fue de 0,5 puntos porcentuales entre los nacidos en el país, mientras que para los migrantes alcanzó 4,7 puntos. La brecha entre ambos datos es la segunda mayor de la OCDE, por detrás de Noruega. Esta diferencia se refleja también en la Encuesta de Población Activa del tercer trimestre. El desempleo subió entre los españoles en 276.100 personas y entre los extranjeros en 78.900. La tasa de paro entre los primeros es del 14,77%; para los segundos, del 25,65%.
Para muchos migrantes, España representaba un destino donde mejorar su calidad de vida, pero la pandemia destrozó sus expectativas. Cuando Lisa Fernanda Rivera, de 34 años, voló desde Colombia en 2017 soñaba con ser empresaria. Su idea era montar un negocio de indumentaria para las Fallas en Valencia. Mientras tanto, comenzó a trabajar en una pastelería gracias al programa de inserción laboral de Cruz Roja. Sin embargo, la pandemia obligó a cancelar las celebraciones en marzo e inició una crisis en la que Rivera fue despedida, a pesar de su contrato a tiempo indefinido. “Ahora vivimos renunciando a todo”, comenta. Recibe cada mes 430 euros del subsidio por desempleo que, sumado al sueldo de su marido, deja a su familia en vilo cada final de mes.
Antes de buscar un nuevo trabajo, Rivera necesita regularizar su situación, ya que su documentación ha caducado. “Ninguna empresa me va a contratar porque prefieren a quien tiene todo en regla”. Cada día busca citas en la página web de Extranjería, pero nunca lo consigue debido a la saturación del sistema. Tiene derecho a 18 meses de subsidio pero, con los documentos vencidos, no sabe hasta cuándo lo recibirá y al no tener el NIE vigente cree que el banco podría cerrar su cuenta en cualquier momento.
Más obstáculos para encontrar trabajo
La OCDE destaca en su informe de octubre que el colectivo migrante es el más vulnerable en el mercado laboral, en parte porque los empleadores consideran que la contratación de un extranjero supone “una carga administrativa adicional”. Esa situación se ha agravado con la recesión económica, cuando los reclutadores tienden “a omitir selectivamente a los inmigrantes”. A la pérdida de empleo se suma la falta de redes de apoyo que, de acuerdo con la organización, son esenciales cuando las condiciones del mercado laboral empeoran.
El Gobierno lanzó durante el primer estado de alarma algunas medidas extraordinarias para proteger a colectivos vulnerables, incluidos los extranjeros. El Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones aprobó unas instrucciones para simplificar algunos trámites de residencia o trabajo. Entre estas se encuentran la prórroga de permisos vencidos y la reducción de las exigencias económicas.
Otra de las políticas del Ejecutivo fue el Ingreso Mínimo Vital (IMV), aprobado en junio aunque con retrasos en su tramitación. El mismo Ministerio reconoció que, hasta octubre, de los 975.599 expedientes válidos quedaban pendientes de tramitar casi la mitad. Juan Iglesias, profesor en el Instituto Universitario de Estudios en Migraciones de la Universidad de Comillas, incide en la importancia de esta medida: “Es la típica política de cohesión social que ayuda a que las familias no caigan en la exclusión”, asegura.
Parche insuficiente
El investigador, autor del informe Un arraigo sobre el alambre, observa sin embargo el IMV como un parche para un agujero mucho más grande. En su opinión hace falta un plan más ambicioso. “Hay que dejar de pensar en la política de integración como si fuera solo para migrantes”, sentencia.
Fátima Maazouzi, de 49 años, vive en un pequeño estudio en el centro de Málaga. Esta empleada del hogar llegó a España en 2004 y forma parte de los 700.000 marroquíes —la nacionalidad extranjera más numerosa— que viven en el país. Con la llegada de la pandemia y el teletrabajo, sus empleadores se hicieron cargo de las tareas domésticas y dejaron a Maazouzi sin ningún ingreso. Tampoco ha podido cobrar el paro porque en el Sistema Especial para Empleados de Hogar no se cotiza el desempleo. Mientras espera obtener el IMV, que tramitó el 15 de junio con la ayuda de la Asociación Marroquí para la Integración de los Inmigrantes, vive con lo básico. Cuenta que todas las mañanas solía desayunar una tostada de tomate y un zumo de naranja, pero ahora se conforma solo con un pan con aceite. Una cesta del banco de alimentos, que llega dos veces al mes, se ha vuelto su forma de sobrevivir.
Para Manik Manik, esa es una frontera infranqueable: “Me da vergüenza; prefiero morir de hambre”, asegura el bangladesí. Pendiente todo el día para apoyar a los migrantes que no hablan español y necesitan obtener asistencia médica, Manik asegura que en sus tres móviles —”uno para hablar con el paciente, el otro con el médico y el último con la familia”— atendió hasta 80 llamadas diarias en el periodo más duro de la crisis sanitaria. La jornada se entrelaza con sus propias aspiraciones: por la mañana toma clases teóricas para conducir y al mediodía busca trabajo en varias plataformas en línea. La crisis ha puesto en entredicho sus planes pero no piensa regresar a Bangladés más que para visitar a su familia, a la que lleva más de ocho años sin ver.
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