Un piquete en General Motors: relato del declive industrial estadounidense
Los trabajadores del gigante de la automoción secundan en Estados Unidos la huelga más larga en medio siglo en un pulso por conservar un modelo de empleo amenazado
Muchos coches tocan las bocinas al pasar por delante de la planta como muestra de apoyo. Vehículos policiales, de emergencias, particulares. Los trabajadores de General Motors, uno de los grandes iconos de la industria americana, comenzaron el pasado 16 de septiembre la huelga más larga de esta compañía en medio siglo, en un país poco dado a parar fábricas, por la negociación de un nuevo convenio colectivo que se ha convertido en algo más, en una suerte de batalla final por un modelo de empleo cada vez más amenazado Estados Unidos. Los piquetes organizados por turnos de cuatro horas se mantienen a las puertas de 34 centros por todo el país ininterrumpidamente desde entonces. Los termos de café caliente, los donuts y los saludos de los conductores no han menguado, pero el ánimo de los trabajadores, sí.
Carla Ducket, cercana a la jubilación y empleada de la casa desde los 18 años, es la memoria viva de cada pelea entre trabajadores y empresa. Por recordar, recuerda hasta la huelga de 1970, que duró 67 días, y fue secundada por su padre, Arnold Monhollen, uno de esos inmigrantes del sur, concretamente de Kentucky, que llegaron a Detroit con el boom industrial y entró en la General Motors. “Yo era pequeña, y recuerdo que acabamos alimentándonos con vales de comida [para familias necesitas], pero aguantamos y hubo acuerdo”, explica.
Es viernes, 9 la de la mañana a las puertas de la planta Hamtramck de Detroit, una de las cinco que la compañía puso en el corredor de la muerte en noviembre de 2018, cuando anunció una reestructuración de casi 14.300 empleados. Una docena de trabajadores marcha arriba y abajo con pancartas pero poco espíritu, ateridos por el viento frío de primeros de octubre. La factoría, abierta en 1981, al inicio de la era Reagan, sigue activa con un solo turno para producir -eso sí- dos coches imponentes, el Cadillac CT6 y Chevrolet Impala, pero su futuro es incierto a partir de enero. O peor que incierto, porque forma parte de las conversaciones entre empresa y sindicato.
No hay negociación sin rehenes. Cada día de paro, según distintos analistas, la compañía pierde unos 100 millones de dólares. Mientras, los trabajadores han dejado de cobrar y subsisten con una paga de 250 dólares semanales, procedente de un fondo solidario del UAW, el gran sindicato del motor. General Motors alega que necesita contener los costes laborales globales –entre salarios y cobertura médica, entre otros beneficios-, ahora por encima del nivel de sus competidores, mientras que los trabajadores reclaman un freno a la doble escala salarial que sufren los nuevos empleados y más inversiones que garanticen el futuro de las plantas.
“Es duro ver que la gente joven no tiene las mismas cosas que nosotros: una casa, un coche, formar una familia. Los nuevos empleados están viviendo en casas de su padres, y no se pueden permitirse comprar los vehículos que producimos aquí”, clama Duckett. Los recién contratados de General Motors cobran entre 15 y 17 dólares por hora, frente a los 30 del resto, y no logran la equiparación salarial antes de los ocho años, si es que llegan, porque muchos de esos puestos son temporales. El sindicato reclama que la equiparación no tarde más de dos o tres años.
Para la trabajadora, lo que se juega estos días es mucho más que un conflicto laboral entre una empresa y 49.000 empleados. “Somos las clases medias, los que consumimos, si no pagan lo suficiente, ¿quién va a comprar los coches que fabrican”, plantea. Nacida en Detroit, ha sido testigo de la decadencia de la gran capital industrial de americana y sus suburbios de trabajadores de formación media, para los que entrar en la General Motors o en Ford era el pasaporte a la seguridad. Entonces, General Motors tenía una cuota de mercado del 50%, pero hoy no llega al 20%, empuje de los coches asiáticos mediante.
El conflicto también relata el declive del antaño todopoderoso sindicato UAW. En 1950, la unión de trabajadores firmó un convenio colectivo con General Motors que marcó el patrón para los fabricantes de la época, motor de la clase media estadounidense. El llamado Tratado de Detroit otorgaba pensiones para los trabajadores, fijaba incrementos salariares anuales y mejoraba cobertura médica. Es la época en la miles de familias del sur, muchas afroamericanas, se mudaban al norte en busca de prosperar. Muestra de aquel poderío, fue el sindicato el que se encargó de pagar la fianza de la activista Rosa Parks, en 1955, cuando fue arrestada en el inicio del movimiento contra la segregación racial en los autobuses de Alabama.
La sindicalización en Estados Unidos ha caído desde su apogeo en el 55, cuando el 30% de los empleados pertenecían a alguna agrupación, al 11%, que baja al 7% en el caso de las empresas privadas, según datos citados por The Economist. Los trabajadores han ido perdiendo progresivamente poder de negociación, ya que la concentración del sector ha limitado sus opciones de marcharse a una empresa rival y la deslocalización fabril les ha puesto a competir con mano de obra mucho más barata, en China o en México.
Simon Dandu maldice entre dientes cuando le se menciona la diferencia de costes entre los Estados de Michigan y Guanajuato (México), donde la paga por hora ronda los 4,50 dólares, según Reuters. “El presidente ejecutivo de Toyota gana dos millones de dólares al año, y la nuestra [Mary Barra], 20 millones… No son sinceros con el tema del dinero, nos quieren competitivos, pero solo por nuestra parte, no por la suya”, protesta. Empleado de la planta durante 19 años, recuerda el rescate público de la compañía en 2009, cuando el Gobierno inyectó 50.000 millones de dólares, y los recortes asumidos por la plantilla. El año pasado ganó 8.000 millones de dólares. “Les hemos ayudado, les hemos ayudado a desarrollar la tecnología, y ahora, con eso conseguido, se van a producir los coches a México, de acuerdo, ¿pero vienen a vendérnoslos aquí?”, protesta.
Según datos de la publicación especializada Automotive News, en los ocho primeros meses del año GM produjo 600.000 vehículos en México, el 80% de los cuales se vendieron en Estados Unidos. Pero General Motors teme unos costes que son superiores también dentro de Estados Unidos: con el sueldo puro y beneficios adicionales, el coste de un trabajador con antigüedad asciende a los 63 dólares por hora, frente a los 50 de otros competidores sin sindicatos.
Pocas crisis contienen tanta dinamita política como esta: Donald Trump llegó a la presidencia agitando, entre otras batallas, la de la crisis del cinturón industrial y la fuga de actividad a otros países. Ha criticado públicamente a GM por decisiones de cierre, pero su política económica general ha resultado de corte conservador, con importantes medidas de desregulación y el mayor recorte de impuestos de la historia para empresas. En este conflicto, el presidente republicano se ha limitado a pedir a las partes que lleguen a un acuerdo: ponerse del lado sindical resultaría antinatura, apoyar a la empresa a la que tanto ha reprochado la deslocalización, un imposible.
Las plantas señaladas por la compañía hace casi un año ya han empezado a sufrir la hemorragia. La de Lordstown, en Ohio, dejó de producir el Chevrolet Cruce en marzo, las de Baltimore (Maryland) y Warren (Michigan) ya han cesado la actividad y a la de citada de Detroit, la de Simon y Carla, le queda un año de vida. “La disposición final de esas instalaciones se determinará en el marco de las actuales negociaciones con el UAW”, responde General Motors a través de un correo electrónico. De los 2.800 trabajadores afectados, asegura, 2.400 se han recolocado en otras plantas. La quinta factoría afectada por el ajuste se encuentra en Ontario (Canadá).
La compañía puede perder hasta 1.500 millones de dólares con este conflicto, según cálculos de Credit Suisse. El viernes, ante el bloqueo con el sindicato, dio un paso infrecuente y se dirigió directamente a los trabajadores para defender su última oferta, que aumenta las inversiones prometidas en Estados Unidos de 7.000 a 9.000 millones de dólares plantea mejorar salarios con pagas extra y mantener la cobertura sanitaria. “La huelga ha sido muy dura para usted, sus familias, sus comunidades, nuestros proveedores y nuestros vendedores”, apeló Gerald Johnson, vicepresidente, en una carta a la plantilla. “Es crucial que volvamos a fabricar”, enfatiza en la misiva, recogida por Bloomberg. El nuevo Tratado de Detroit sigue en el alero.
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