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Columna
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La eurozona, encallada

¿Si los Gobiernos europeos no se fían entre ellos, por qué se van a fiar los inversores privados?

Ángel Ubide
Rafael Ricoy

En La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith afirma que el capitalismo funciona mejor en sociedades con altos niveles de confianza. Cuando la confianza social disminuye, el coste del capital aumenta. La unión monetaria nació en un contexto de desconfianza entre sus miembros, y por eso se crearon reglas tan complejas – si no te fías de tus socios, quieres documentar todo hasta el último detalle. El entramado de reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) – su famoso Vademecum, que detalla la aplicación de las mismas, tiene ¡220 páginas! – es el resultado de contemplar todas las posibles contingencias fiscales.

El éxito de una unión monetaria depende de la solidaridad entre sus miembros. La hipótesis de solidaridad se mantuvo hasta dos momentos críticos que cambiaron el signo de la historia: cuando, en 2008, se decidió no mutualizar, sino tan solo coordinar, la resolución de la crisis bancaria europea – el principio de “cada uno lo suyo”; y cuando, en 2010, se acordó en Deauville que la restructuración de las deudas soberanas serian parte del arsenal de medidas a utilizar para gestionar la crisis.

Esas dos decisiones hirieron profundamente el concepto de “unión” monetaria. Revelaron que la solidaridad era muy limitada, en forma de ayuda condicional de última instancia, profundizando el déficit de confianza entre sus miembros. La deriva deflacionista de ahorrar y generar superávits por cuenta corriente como mecanismo de autoprotección es la consecuencia lógica de esta herida.

Una década después, la eurozona esta encallada. Las reformas propuestas no han sanado este déficit de solidaridad. Se han enfocado en el legado de la crisis - con una estrategia asimétrica basada en fomentar la supervisión europea de los problemas pero cargando el coste de la resolución a los países miembros y minimizando el riesgo compartido, con el principio rector de que la eurozona solo actuara en última instancia. Ha habido comportamientos ventajistas, como la férrea oposición de Holanda a la distribución de riesgos a la vez que defiende a capa y espada su sistema de ventajas fiscales. Esta dinámica, junto, por supuesto, a la actitud del gobierno italiano de echarle todas las culpas a Europa y evitar asumir responsabilidades, ha avivado el fuego de la desconfianza.

También ha aumentado la divergencia económica, mucho mayor que al inicio del euro. En 1998, el ratio deuda/PIB de Alemania era unos 20 puntos superior al de la media de España, Francia e Italia; hoy es de unos 40 puntos. La distancia en desempleo era de 2 puntos; hoy es de casi 10. A su vez, y perversamente, la inflación ha convergido: Alemania, con la tasa de desempleo más baja de los últimos 30 años, y España, con un desempleo muy superior a su tasa natural, tienen la misma inflación, lo cual complica sobremanera la estrategia de política monetaria.

La eurozona ha malgastado una década mirando por el retrovisor, enfrascada en estériles debates sobre reducción de riesgos como excusa mal disimulada para no aumentar la solidaridad. Y ahora, de repente, se enfrenta a una guerra comercial siendo excesivamente dependiente de la demanda exterior, a unas sanciones estadounidenses a terceros países que ponen en evidencia la fragilidad del euro como moneda internacional, y a la cruda realidad de que China y EEUU van muy por delante en la carrera tecnológica. La reacción ha sido casi de pánico, con propuestas equivocadas de relajación de las reglas de competencia europeas para imitar la política industrial china de creación de grandes “campeones nacionales” empresariales. No olvidemos que la desaceleración económica china es debida, precisamente, a la defensa a ultranza de sus grandes empresas estatales, mucho menos productivas que el sector privado. Una política industrial eficaz requiere estricta simetría, de apoyo a las empresas productivas y, mucho más importante, de rápida desinversión de las empresas improductivas. El tamaño empresarial, por sí solo, no va aumentar la competitividad de la eurozona.

Para desencallar, la eurozona necesita un profundo cambio de actitud: dejar de pensar en maximizar el ahorro, reforzar la disciplina nacional, y crear mecanismos de restructuración de la deuda; y empezar a pensar en aumentar el crecimiento, la solidaridad fiscal entre individuos, regiones, y países, y la confianza mutua. ¿Si los gobiernos europeos no se fían entre ellos, porque se van a fiar los inversores privados? Solo así podrá ser una unión monetaria sostenible a largo plazo, con peso político para defender el orden financiero internacional y oponerse al retorno a la diplomacia económica de los años 1980 que propone EEUU. Eso implica desarrollar la imprescindible unión fiscal, fundamental para completar la unión bancaria y sin la cual el euro nunca será una verdadera moneda de reserva, y corregir su tremendo déficit de inversión, adaptando el PEC para permitir la financiación con deuda de la inversión pública. La inacción pone en riesgo el futuro del euro. España debe liderar el cambio político en esta dirección.

@angelubide

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