Ni escrito en piedra, ni escrito en agua
Hay una hoja de ruta ambiciosa, pero necesaria que debe llevarnos al éxito en la lucha contra el cambio climático
Una de las últimas decisiones del Gobierno actual, antes de entrar en funciones, fue aprobar el denominado Marco Estratégico de Energía y Clima. Se trata de un paquete de iniciativas, formado por el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima, el Anteproyecto de Ley de Cambio Climático y la Estrategia de Transición Justa, cuyo objetivo final es conseguir la plena descarbonización de la economía española en el año 2050, en línea con las decisiones adoptadas en el Acuerdo de París de 2015 que ha sido suscrito por 184 países, entre ellos España, y la Unión Europea.
Sin duda, puede haber quienes consideren que conviene poner un poco en sordina la relevancia de este paquete de iniciativas, por cuanto que su aprobación material dependerá, en su caso, del Gobierno que surja de las próximas elecciones generales del 28 de abril; y su ejecución, de los distintos gobernantes que se sucedan hasta el año 2030. Sin embargo, creo que hay algunas razones de peso para no minimizar su relevancia e importancia.
La primera es que se pueden discutir los objetivos cuantitativos contenidos en esos tres documentos, pero no su orientación. En efecto, los tres se hallan en línea con un amplio consenso internacional que apunta a que el desarrollo de las energías renovables, la movilidad eléctrica, la eficiencia energética y la electrificación de la demanda final de energía son algunos de los ejes que resultan ineludibles para alcanzar la plena descarbonización de la economía.
Por supuesto, es posible debatir acerca del mayor o menor peso que hay que dar a unos ejes u otros, del calendario de las iniciativas que hay que poner en práctica para desarrollarlos, de las medidas de acompañamiento que deben implementarse o, incluso, de las cifras e hitos concretos que han de ir siendo alcanzados. Sin embargo, no parece ya oportuno cuestionarse el diseño general de esa estrategia.
Creo razonable considerar que, como mucho, lo que puede diferenciar muy legítimamente a unos partidos políticos y otros en materia de descarbonización y lucha contra el cambio climático, al menos a tenor de sus programas y declaraciones, es cómo cumplir los compromisos derivados del Acuerdo de París. Pero no si hay o no que cumplirlos. Y no hay otra vía para cumplirlos, insisto, que no sea la aplicación de los ejes esenciales que se hallan incluidos en ese paquete de iniciativas.
Por añadidura, hay otro motivo para dar la relevancia que merece a uno, al menos, de esos tres documentos. Me refiero al Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030. Este Plan ha sido ya entregado a la Comisión Europea, respondiendo así a una obligación con las instituciones comunitarias que tienen que acatar todos los Estados miembro de la Unión Europea. Por consiguiente, este Plan ya compromete a España en el cumplimiento de los importantes objetivos que en él se exponen.
He dicho “importantes”, pero debería decir satisfactoriamente ambiciosos. Basten, para justificar esta opinión, algunos datos. Los principales objetivos de la Unión Europea en materia de lucha contra el cambio climático para el año 2030 implicarían para España una reducción del 1% en las emisiones de CO2 respecto de 1990, una penetración del 32% de las energías renovables en el consumo final de energía y una reducción del consumo de energía primaria en un 32,5%, respecto de un escenario tendencial, mediante medidas de eficiencia energética.
Pues bien, los porcentajes que asigna nuestro Plan a cada uno de esos objetivos son un 21%, un 42% y un 40%, respectivamente; es decir, que son 20, 10 y 7,5 puntos porcentuales más elevados. Ocioso es recordar que, hasta ahora, España no ha conseguido nunca mejores cifras que la Unión Europea en este tipo de retos.
¿Quiero sugerir con esta reflexión que se trata de objetivos inalcanzables? En absoluto. Es verdad que algunos expertos en economía conductual advierten contra el riesgo de caer en lo que denominan un “sesgo de planificación”, que viene a ser, en palabras llanas, la tendencia a hacer planes cuyos objetivos responden más a un exceso de optimismo, que a una evaluación correcta de las posibilidades reales. Sin embargo, también es cierto que la aproximación a unos objetivos deseados, aunque estos no se consigan de manera total, suele ser tanto más beneficiosa cuanto más ambiciosos, dentro de unos límites razonables, sean esos objetivos. Dicho de otro modo: si nos planteamos conseguir diez, a lo mejor nos quedamos en ocho; pero si nos planteamos solo ocho, a lo peor nos quedamos en seis.
Así pues, al decir “ambiciosos”, no quiero decir “imposibles” ni mucho menos “erróneos”. He dicho, con toda intención, “satisfactoriamente ambiciosos”, pues lo que quiero subrayar es que el desafío del cambio climático es de unas proporciones tremendas que exigen empezar a aplicar medidas prácticas de gran alcance con toda urgencia, si bien su implementación deberá hacerse con la flexibilidad imprescindible para efectuar en él las adaptaciones que vaya exigiendo la mayor o menor consecución de los avances deseados.
Por este último motivo, he subrayado en alguna una ocasión que no debemos considerar que el Plan está escrito en piedra. Las medidas diseñadas en este momento para alcanzar los objetivos deseados tendrían que desarrollarse con pleno acierto y con una sintonía temporal casi perfecta durante nada menos que doce años para tener éxito. Así pues, el sentido común aconseja que la realización del Plan sea monitorizada de manera permanente a fin de hacer en cada caso los ajustes que sean necesarios si se desvía o no se aproxima a los hitos que se han fijado.
No obstante, creo que, igual que no debe estar escrito en piedra, el Plan tampoco debe estar escrito en agua. El motivo es obvio: con él, disponemos en estos momentos de una hoja de ruta ambiciosa, sí, pero necesaria y razonable, que puede y debe conducirnos no solo al éxito en la lucha contra el cambio climático, sino a impulsar, a través de este ingente esfuerzo y de manera decisiva, el crecimiento y la competitividad de nuestra economía.
José Bogas es consejero delegado de Endesa
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