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Gobierno dividido en Estados Unidos: continuidades y cambios tras las elecciones

Algunos síntomas sugieren que el sistema de partidos estadounidense está entrando en una fase de transformación que puede dar lugar a un nuevo escenario político

El presidente estadounidense, Donald Trump. / TÉLAM
El presidente estadounidense, Donald Trump. / TÉLAM

El bipartidismo de Estados Unidos es uno de los más antiguos del mundo. El Partido Demócrata se fue formando gradualmente desde 1828 y el Partido Republicano de manera más súbita desde 1856, obteniendo su primera victoria nacional en 1860. Desde entonces, han sido los dos partidos dominantes, repartiéndose la inmensa mayoría de los votos a todos los niveles, local, estatal y federal. Pero detrás de esta aparente continuidad, se esconde una historia de cambios profundos en la composición ideológica, social y regional de los partidos hasta el punto de que es común entre politólogos presentar la historia del país como una sucesión de distintos ‘sistemas de partidos’ en la que los nombres se mantienen, pero su significado va cambiando.

Estas clasificaciones de distintos periodos históricos son siempre motivo de controversia, pero, mal que bien, hay algunos casos que llegan a generar consenso. Solo el tiempo lo dirá, pero hay algunos síntomas que sugieren que el sistema de partidos estadounidense está entrando en una fase de transformación que puede dar lugar a un nuevo escenario en el que, una vez más, sin cambiar los nombres, sí cambie lo que ambos representan.

La trayectoria que llevó a Trump de ser visto como el pre candidato hazmerreír de la contienda por la nominación republicana a no solamente obtener la candidatura oficial, sino luego a ganar la presidencia, ha sido tan insólita que hace fácil olvidar algunos puntos. En primer lugar, a pesar de que los medios han dedicado decenas, si no centenares, de artículos y reportajes sobre votantes de clase trabajadora que le apoyaron, con la implicación de que estos votantes deberían ser ‘naturalmente’ demócratas, el número de tales defecciones no parece ser muy grande. En las elecciones de hace dos años, Trump ganó la presidencia gracias a que obtuvo unos márgenes ínfimos pero inesperados en Wisconsin, Pensilvania y Michigan, especialmente en zonas industriales en decadencia.

Se trataba, en realidad, de un número muy pequeño de votos ‘anómalos’, entre 200 mil y 300 mil en total dentro de un electorado de más de 120 millones. Ayer, el Partido Demócrata volvió a ganar allí, lo cual indica que, más que un trasvase permanente de votos, lo del 2016 puede haber sido un accidente. En segundo lugar, al igual que hace dos años, el Partido Demócrata ha obtenido más votos que el Partido Republicano. En este caso incluso aumentó la diferencia, llegando a un margen de casi el 7%.

De modo que si bien es verdad que Trump ha redefinido al Partido Republicano, dicha redefinición ha sido más el producto de una lucha interna dentro del partido que de una inusitada capacidad para atraer nuevos sectores. Hace dos años se hablaba de la oportunidad de Trump de crear un nuevo conservatismo que apelara a los trabajadores blancos sobre la base de una plataforma económica populista. Dos años después dicha plataforma no aparece. Excepto en materia de comercio exterior, donde aún no se sabe muy bien qué va a pasar y parece haber más ruido que nueces, la política económica de Trump sigue los lineamientos clásicos de la derecha estadounidense de rebajas de impuestos sesgadas hacia las grandes fortunas y recortes al Estado del bienestar.

Si bien Trump no ha buscado atraer nuevos sectores al partido, sí ha dejado muy claro tanto con sus actos como con su retórica que solo le interesa gobernar para sus bases más radicalizadas

Pero, si bien Trump no ha buscado atraer nuevos sectores al partido, sí ha dejado muy claro tanto con sus actos como con su retórica que solo le interesa gobernar para sus bases más radicalizadas; esa misma táctica ha llevado a que sectores que habían estado larvados dentro del Partido Republicano, ocupando una posición subordinada, ahora se hayan convertido en dominantes. Desde hacía ya varios años estas facciones habían ido adquiriendo protagonismo, como lo demostraron con el efímero pero estridente Tea Party, que lideró buena parte de la oposición a Obama. Ahora son las que lideran el partido. Así, las elecciones de ayer dejan a un Partido Republicano más cercano a Trump, con una delegación en el Congreso mucho más conservadora, más nativista y revanchista que hace dos años.

Pero más pequeña. Las pérdidas en escaños no fueron tan abismales como lo sugeriría la brecha en votos debido a varias razones estructurales del electorado estadounidense. Los votos del Partido Demócrata están concentrados en zonas urbanas a las que la ley electoral desfavorece. Además, el Partido Republicano ha sido capaz en los últimos años, usando sus mayorías estatales, de dibujar un mapa de distritos electorales que le favorece en muchas zonas y de poner trabas al acceso al voto entre sectores negros e hispanos. (Estados Unidos es, entre las democracias industrializadas, una de las que más difícil se lo pone a sus ciudadanos a la hora de votar).

Aunque dichas pérdidas de escaños no hayan sido espectaculares, sí han dejado a Estados Unidos nuevamente en una situación que ya es familiar: el gobierno dividido. Son más bien pocos los periodos en los que un solo partido controla todas las instancias del gobierno federal. El Gobierno dividido ya prácticamente parece algo rutinario en Estados Unidos, algo que puede desesperar a algunos cuantos radicales de ambos partidos pero que no perturba la marcha de la política. Pero, a pesar de ser en apariencia algo ya usual, en este caso el gobierno dividido puede ser el anuncio de grandes turbulencias.

Las transformaciones dentro del Partido Republicano son reflejo de transformaciones en la sociedad. Las bases tradicionales de dicho partido, blancos, protestantes, cada vez de más edad, rurales o de ciudades pequeñas, relativamente prósperos o acostumbrados a cierta estabilidad económica, son cada vez una proporción menor de la sociedad americana. El Partido Republicano lleva ya varios años aprovechando los aspectos de la constitución que más inflan la representación de dichos sectores para acumular un poder que le permita resistir ante los cambios que se ven venir desde hace ya un tiempo. Su retórica, que en esta campaña llegó a niveles de incitación racista sin precedentes, indica que está preparándose para una batalla decisiva.

Y, al parecer, con las nuevas mayorías del Partido Demócrata en la Cámara, ya la línea de dicha batalla ha llegado al Capitolio.

* Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid

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