Trump y la aristocracia del fraude
El gobierno de los defraudadores de impuestos, por los defraudadores de impuestos, para los defraudadores de impuestos
Resulta que puedo haber cometido una injusticia con Donald Trump. Verán, siempre he tenido mis dudas cuando afirma que es un gran negociador. Pero lo que acabamos de descubrir es que sus dotes para la negociación se desarrollaron pronto. De hecho, era tan increíble que ya a muy temprana edad ganaba 200.000 dólares anuales, en dólares actualizados.
Más concretamente, eso es lo que ganaba a los 3 años. A los 8, ya era millonario. Por supuesto, el dinero venía de su padre, que pasó décadas evadiendo los impuestos que legalmente debía pagar por el dinero donado a sus hijos.
El popular reportaje de The New York Times sobre la historia de fraude de la familia Trump hace referencia realmente a dos tipos de fraudulencia distintos pero relacionados.
Por un lado, la familia se embarcó en un fraude fiscal a enorme escala, empleando una gran variedad de técnicas de lavado de dinero para evitar pagar lo que debía. Por otro lado, la historia que Donald Trump cuenta sobre su vida –el retrato que pinta de un empresario hecho a sí mismo que llegó a multimillonario partiendo de unas raíces humildes– siempre ha sido mentira: no solo heredó su fortuna y recibió de su padre el equivalente a 400 millones de dólares, sino que Fred Trump le echaba un cable cuando los negocios le salían mal.
De estas revelaciones se deduce que a los seguidores de Trump que imaginan haber encontrado un adalid sin pelos en la lengua que drenará la ciénaga y utilizará su agudeza empresarial para devolver a Estados Unidos su grandeza, les han engañado, y a lo grande.
Pero el cuento del dinero de Trump es parte de una historia más larga. Incluso los que no están satisfechos con hasta qué punto vivimos una era de desigualdad en aumento y concentración de riqueza en lo más alto, han tendido a creer que las grandes fortunas se han obtenido, en la mayoría de los casos, de manera más o menos honrada. Solo ahora hemos empezado a prestar atención a la enorme corrupción y a la ilegalidad que sostienen nuestro avance hacia la oligarquía.
Intuyo que, hasta hace poco, la mayoría de los economistas, incluidos los expertos en temas fiscales, habrían aceptado que la elusión de impuestos de las empresas y de los ricos –que es legal– era un gran problema, pero que la evasión de impuestos –esconder dinero del fisco– no estaba tan extendida. Resultaba evidente que algunos ricos estaban aprovechando lagunas legales, aunque moralmente dudosas, del código tributario, pero la opinión imperante era que el fraude descarado a las autoridades tributarias y en consecuencia a la ciudadanía no estaba tan extendido en los países avanzados.
Pero esta opinión siempre ha descansado sobre cimientos poco sólidos. Después de todo, la evasión de impuestos no aparece, casi por definición, en las estadísticas oficiales, y los superricos no tienen la costumbre de ir pregonando lo bien que se les da evadir impuestos. Para hacernos una idea real de cuánto fraude se produce, o bien hay que hacer lo que hizo The New York Times –investigar exhaustivamente las finanzas de una familia concreta– o bien confiar en golpes de suerte que hagan aflorar lo que antes estaba oculto.
Hace dos años, nos llegó un enorme golpe de suerte en forma de Papeles de Panamá, un tesoro de datos filtrados de una empresa panameña especializada en ayudar a la gente a ocultar su riqueza en paraísos fiscales, y una filtración menor de HSBC. Si bien los detalles desagradables revelados por estas filtraciones llegaron a los titulares de inmediato, su verdadera importancia solo ha quedado clara con el trabajo de Gabriel Zucman y sus colaboradores de Berkeley, en cooperación con las autoridades fiscales escandinavas.
Cruzando información de los Papeles de Panamá y otras filtraciones con los datos fiscales nacionales, estos investigadores descubrieron que la evasión de impuestos directa está muy generalizada en las altas esferas. Los verdaderamente ricos acaban pagando un tipo fiscal efectivo mucho menor que los meramente ricos, no debido a las lagunas de las leyes tributarias, sino porque incumplen la ley. Los investigadores detectaron que los contribuyentes más ricos pagan de media un 25% menos de lo que deben, y cómo no, muchos individuos pagan todavía menos. Es una cifra muy elevada. Si los ricos de Estados Unidos evaden dinero en la misma escala (algo que casi con toda seguridad hacen), es probable que le cuesten al Estado aproximadamente tanto como el programa de cupones alimenticios. Y también usan la evasión fiscal para blindar su privilegio y legárselo a sus herederos, que es la verdadera historia de Trump.
La pregunta evidente es qué hacen nuestros representantes electos respecto a esta epidemia de fraude. Pues bien, los republicanos del Congreso llevan años con el caso: han ido retirándole sistemáticamente financiación al Servicio de Rentas Internas, lo que ha debilitado su capacidad para investigar el fraude fiscal. No solo estamos gobernados por defraudadores fiscales; tenemos un gobierno de defraudadores fiscales para defraudadores fiscales.
Por tanto, lo que estamos aprendiendo es que la historia de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad es aún peor de lo que creíamos. Y no es solo que el presidente de Estados Unidos sea, como dijo David Cay Johnston, un periodista experto en temas fiscales, un “vampiro financiero” que engaña a los contribuyentes de la misma manera que engaña prácticamente a cualquiera que trate con él.
Más allá de eso, nuestra tendencia a la oligarquía –el gobierno de unos pocos– cada vez se parece más a una kakistocracia: el gobierno de los peores, o al menos de los que menos escrúpulos tienen. La corrupción no es sutil; por el contrario, es más cruda de lo que casi cualquiera hubiera podido imaginar. También es profunda, y ha infectado nuestra política, literalmente, hasta sus niveles más altos.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times Company, 2018
Traducción de News Clips.
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