Y en Estados Unidos, de repente, llegó Trump
De los avanzados, el país fue el que más rápido se recuperó económicamente, pero las inequidades han pesado
Las imágenes de ejecutivos bancarios abandonando, con sus pertenencias en un caja de cartón, la sede de Lehman Brothers era de septiembre de 2008. La crisis, sin embargo, había empezado un año atrás, con el estallido de las hipotecas basura (las subprime) el verano anterior. Y en diciembre de 2007, Estados Unidos entró en su recesión más larga desde la Segunda Guerra Mundial: 18 meses de decrecimiento que se merendaron 4,3 puntos porcentuales del producto interior bruto en términos reales (sin contar el efecto de los precios). La tasa de desempleo se duplicó, del 5% al 10% en octubre de 2009, lo que supone un drama nacional en un país con escasa red de apoyo social.
La primera potencia mundial empezó a sacar la cabeza del hoyo a mediados de 2009, con los primeros datos de crecimiento, más o menos sostenidos, y en mayo de 2014 ya se había recuperado el nivel de empleo previo a la crisis. Se habían creado hasta 12 millones de puestos de trabajo. EE UU fue la gran economía que antes y con más fuerza salió de la crisis, por obra y gracia, en buena parte, de unos estímulos monetarios sin precedentes por parte de la Reserva Federal.
Y en 2015, con seis años ininterrumpidos de crecimiento y el mercado laboral rozando ya el pleno empleo, apareció el trumpismo: la fiebre por un magnate inmobiliario metido a político y erigido en la voz del obrero estadounidense, que anunció su plan de llegar a la Casa Blanca a lomos de un discurso hostil con la inmigración y la globalización y defensor del recorte de impuestos. En noviembre de 2016, con la Bolsa ya disparada de nuevo, Donald Trump fue elegido presidente de EE UU.
Hay un relato más o menos consensuado sobre la idea de que la crisis y las heridas económicas crearon a Donald Trump. En una entrevista con CNN el pasado mayo, Steve Bannon, el exestratega de Donald Trump y famoso agitador de la ultraderecha en EE UU, coincidía que el origen de la victoria del presidente republicano en 2016 se encontraba en el crash de 2008. "La implosión de esos mercados de capitales nunca se ha solventado de veras", decía Bannon, quien en el pasado trabajó como banquero de Goldman Sachs. "El detonador de entonces, que acabaría provocando la revolución Trump, es la misma que está ocurriendo aquí en Italia".
Y en un artículo reciente en The New Yorker, George Packer, autor de El desmoronamiento, un libro que críticamente aborda las tres últimas décadas de desregulación de la economía en EE UU, también explicaba que, en medio de la zozobra, la izquierda culpó a los bancos y las multinacionales y la derecha a los inmigrantes y los burócratas de Washington.
Que el enfado por la desigualdad dieron alas a esa suerte de nacionalpopulismo que caracteriza a buena parte del discurso trumpista constituye un razonamiento demasiado lógico como para no dejarse seducir por él, pero las cifras y las fechas muestran una realidad más compleja, no solo por las fechas (el auge del trumpismo coincidió con la reactivación más sólida) sino por más elementos. En las elecciones presidenciales de noviembre de 2016, a Trump lo votaron los republicanos de toda la vida fieles a su partido (ocho de cada 10). Mientras, los colectivos más pobres y castigados por la crisis no votaron por Trump, sino por el Partido Demócrata.
El fenómeno trumpista como tal merece más estudio en su fase previa, las primarias, en el cómo de entre más de una docena de aspirantes conservadores quien se erigió en candidato del partido de Lincoln fue el neoyorquino, un magnate del ladrillo nacido ya millonario. Y la relación entre crisis y apoyo a Trump no resulta para nada evidente. Su primera gran victoria tuvo lugar en New Hampshire, el estado con entonces menos paro y tan solo un 3% de latinos (la media del país es del 17%) y uno de sus mayores éxitos corresponde a Massachusetts, uno de los trozos de tierra más ricos del continente americano.
En realidad, Obama salió escogido cuando caso se cumplía un año de la recesión y esta terminó a los seis meses de su llegada a la Casa Blanca, aunque la recuperación que vino después resultó tan lenta y desequilibrada que también creó una interminable nómina de damnificados.Para Shana K. Gadarian, profesora de Políticas de la Universidad Maxwell, en Siracusa (Nueva York) "el fenómeno Trump parece más ligado a la presidencia de Obama, a cambios demográficos que vienen de largo, y que han producido una respuesta racial y étnica, y luego a la crisis económica".
Gadarian, autora junto su colega Bethany Albertson de Anxious Politics: Democratic Citizenship in a Threatening World (Política ansiosa: ciudadanía democrática en un mundo amenazante), un libro publicado en pleno auge de Trump, apunta que se trata de dos asuntos ligados entre sí. "Hay gente que no ha triunfado en la vida tanto como quería y a la que la crisis les ha perjudicado. Pero, además, hay otras personas que les están pasando por delante y que además vienen de colectivos que no tenían poder en el pasado: afroamericanos o latinos y toda esa gente a la que Trump está culpando de quitar las cosas a los estadounidenses blancos", explica.
No tanto en la crisis, sino más bien en la lenta y desigual recuperación, y por encima de esta, en el estancamiento de décadas del poder adquisitivo de la clase media, junto con esos cambios demográficos de los que hablaba Gadarian, resulta una explicación más completa del éxito de Trump.
Si el empleo empezó a recuperarse a mediados de 2009, en los sueldos se puede hablar de una década perdida. En 2017 por fin los salarios de todas las escalas mejoran y se situaron ya por encima de los niveles en los que se encontraban en 2007, antes del desastre, según informe del Economic Policy Institute (EPI) publicado el pasado marzo, pero el crecimiento sigue siendo lento y muy desigual. Los siete deciles de trabajadores peor pagados han visto incrementos salariales medios de entre el 0,1% y el 0,5% o desde 2000, cuando en los dos percentiles mejor situados los aumentos se duplican, hasta el 1%. La productividad no sirve para explicarlo. Según los cálculos del EPI, si los sueldos de todos los trabajadores hubieran evolucionado en línea con la productividad (como lo hicieron en las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial) un sueldo actual de 41.000 dólares anuales se situaría en torno a los 61.000.
Y, aun así, también el menor crecimiento de la productividad y otros problemas estructurales provocan que la mayor economía del mundo no se expanda a los ritmos de antaño. La tasa de participación laboral (parecido a la tasa de actividad, es decir, el porcentaje de población mayor de 16 años que trabaja o busca trabajo) lleva anclada en el entorno del 62,9% desde 2014, frente al 66,2% de 2008 o el 63,7% de 2013.
La Bolsa se halla en máximos históricos, con todo, y EE UU en pleno empleo. La potente rebaja fiscal de Trump –la mayor en tres décadas- y las promesas de desregulación —entre otras, la de la reforma financiera Dodd-Frank para evitar los riesgos sistémicos de la banca— han estimulado las expectativas, pero hay otros riesgos latentes. El déficit público de EE UU, del 1,1% del PIB en 2007 (161.000 millones de dólares) ha escalado a un 4,2% calculado para este año (la friolera de 804.000 millones de dólares) y en 2022 se estima en el 5,1%, un nivel que solo se ha superado cinco veces desde 1946. De estas, cuatro corresponden precisamente a estos años posteriores a la debacle financiera. En la misma, la deuda pública se ha disparado desde 2008, del 65% al 105%. Y la Reserva Federal acumula activos por dos billones de dólares, frente a los 869.000 millones de verano de 2007. La próxima crisis nos encuentra con un volumen de deuda desorbitado.