Política global para una economía globalizada
El ciudadano medio en países como EE UU, Francia o India sabe poco de lo que hacen organizaciones como la OMC
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la mitad de esta década, la globalización económica ha progresado implacablemente a través del comercio expandido, la proliferación de los flujos de capital, una comunicación más rápida (y más barata) y, en menor medida, la migración humana. Sin embargo, aun cuando estas conexiones se han profundizado y multiplicado, la economía global ha seguido siendo, esencialmente, una colección de economías nacionales, cada una de ellas integrada en la política nacional. Esto ahora está cambiando.
En los países democráticos que han dado luz al capitalismo de mercado que domina el mundo hoy, los ladrillos de la economía —tributación, gasto público y marcos regulatorios— son implementados por los Parlamentos e interpretados por el sistema legal. Esto les otorga legitimidad, a ellos y a las actividades económicas que facilitan.
Pero se está produciendo un cambio: los mercados globales ya son más importantes que los mercados nacionales para los países pequeños y medianos, y la misma situación está por producirse en las economías grandes. En menos de 10 años, será el gran mercado mundial, en lugar de los mercados nacionales, el que asigne el capital, la financiación y la mano de obra calificada. Muchas empresas serán verdaderamente multinacionales, con oficinas centrales situadas en un lugar (probablemente donde las responsabilidades fiscales se puedan minimizar), mientras que la producción y las ventas se realizan esencialmente en otra parte, y los gerentes y trabajadores provienen de todo el mundo.
El surgimiento de un capitalismo verdaderamente global de estas características —un proceso que, sin duda, está lejos de haber terminado— significa que los mercados ya no estarán integrados en la política o los sistemas regulatorios de diversas naciones Estado. Si han de producir resultados deseables, tendrán que estar integrados más profundamente en las instituciones globales, y regulados por ellas de manera más efectiva.
Por supuesto, las instituciones económicas internacionales —desde el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial hasta los organismos económicos de las Naciones Unidas y la Organización Mundial de Comercio— ya existen y han servido durante mucho tiempo como plataformas para que los Estados miembros adopten reglas compartidas. El FMI y la OMC, en particular, han adquirido cierta autoridad regulatoria real en política macroeconómica y comercial, respectivamente.
Las políticas domésticas eran esencialmente sesgadas a la hora de establecer y sustentar estas instituciones internacionales. Si bien los Tesoros, los bancos centrales y los ministerios de Comercio — especialmente en los países avanzados— han actuado políticamente, lo han hecho con muy poco debate público. Incluso hoy, el ciudadano medio en Estados Unidos, Francia o India sabe poco sobre lo que realmente hace la OMC.
En otras palabras, el surgimiento de un mercado global no está integrado en ningún proceso político que confiera legitimidad. En consecuencia, se considera que las instituciones multilaterales son elitistas, lo que las convierte en un blanco político. Esto nos recuerda el “déficit democrático” de la Unión Europea, que ha alimentado la resistencia a una mayor integración.
En verdad, la resistencia al capitalismo global también es generalizada y creciente. En particular, el presidente norteamericano Donald Trump apoya una suerte de neonacionalismo “en solitario”. Lejos de profundizar las estructuras multilaterales, quiere desmantelarlas, expulsando al mercado global de las instituciones regulatorias en las que está integrado sólo débilmente. Tanto en el ámbito nacional como internacional, Trump cree que cuanta menos regulación, mejor.
La UE, mientras tanto, persigue la línea opuesta. A pesar de los desafíos internos que enfrenta, sigue intentando regular los mercados más allá de las fronteras nacionales. Sólo este año, la Comisión Europea ha impuesto más de 5.000 millones de euros (5.800 millones de dólares) en multas a Alphabet Inc., la sociedad matriz de Google, y a Qualcomm por violar restricciones antitrust. Y con su Registro General de Protección de Datos, la UE ha querido ajustar las restricciones sobre el uso, la divulgación y el control de los datos personales.
Como la UE tiene un mercado tan importante, esas acciones tienen un impacto de amplio alcance. Pero cuando se trata de fijar estándares verdaderamente internacionales, la UE obviamente se queda corta. Esto se ha vuelto aún más cierto con figuras como Trump, que trabajan activamente contra sus esfuerzos y apoyan la desregulación en un momento en el que el nivel de interconexión económica global exige justamente lo contrario.
Permitir que importantes empresas multinacionales, que ya están recogiendo inmensas ganancias y desplazando a jugadores menores de industrias completas, eviten pagar demasiados impuestos hace un daño de amplio alcance, sobre todo al exacerbar la desigualdad y debilitar los presupuestos públicos. Pero esas firmas pueden ser reguladas de manera efectiva sólo a través de la cooperación multilateral. Del mismo modo, la única manera de hacer algún progreso a la hora de combatir los efectos del cambio climático es que todos los países trabajen juntos.
Las realidades de la economía global de hoy exigen que logremos que las instituciones multilaterales funcionen. Eso significa no sólo aumentar el peso de las instituciones existentes —aquí, la reforma es un prerrequisito—, sino también establecer nuevas instituciones, como una Autoridad de Competencia Global. Nada de esto será posible sin un verdadero debate político global.
Por supuesto, el surgimiento de una política global tiene potenciales implicaciones de amplio alcance para las ideas tradicionales sobre democracia, por no mencionar la soberanía nacional. Al mismo tiempo, sin embargo, permitir que el mercado global funcione sin una regulación adaptada, implementada por instituciones internacionales legítimas y efectivas, implicaría abandonar la esencia de la democracia.
El reto por delante ha sido presentado por el economista de Harvard Dani Rodrik como un triple problema: cuando se trata de la democracia, la soberanía nacional y la globalización, podemos tener dos, pero nunca las tres. Rodrik está a favor de menos globalización y más democracia. Los nacionalistas como Trump prefieren fortalecer el Estado nación, en maneras que podrían debilitar tanto la democracia como la globalización, por lo menos en el más largo plazo.
En el medio plazo, sin embargo, una mayor globalización parece inevitable, lo que significa que es el Estado nación, y la política nacional, el que debe restringirse. Una manera de darle legitimidad a la nueva política global sería garantizar que esté arraigada en el ámbito local. Esto requerirá que los líderes políticos locales adopten un discurso que explique de qué manera los problemas globales afectan a sus votantes. El cambio climático es un ejemplo exitoso de esta forma de política global localizada.
Sean cuales fueren los acuerdos institucionales que se elijan, garantizar que una nueva política global fortalezca, en lugar de minar, la democracia es un desafío político central del siglo XXI. Ya no podemos darnos el lujo de eludirlo.
Kemal Dervish es exministro de Asuntos Económicos de Turquía y exadministrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Caroline Conroy es analista de investigación en la Brookings Institution. © Project Syndicate, 2018.
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