Purépero, la capital mexicana del sueño americano
Dólares, casas estilo californiano, familias divididas por la frontera y camisas con las barras y las estrellas: Así es la vida en un pueblo que vive de las remesas
"Yo vivo en Estados Unidos, pero nací aquí y soy parte de México, you know?", cuenta René García, con un pequeño dejo de spanglish al terminar cada frase. García ha viajado desde Florida hasta Michoacán, en el oeste de México, para festejar el Día del Presidente, el pasado 20 de febrero. Y no es que sienta mucha simpatía por Donald Trump, pero no pudo encontrar un mejor pretexto para honrar sus raíces. Hace más de 40 años, sus padres se fueron para perseguir el sueño americano, al igual que los casi cuatro millones de michoacanos que lo dejaron todo para buscarse la vida e irse a trabajar al field o en la construcción.
Es lunes y las colas en uno de los bancos de Purépero parecen interminables. Dicen que es el día típico para cobrar las remesas. Los envíos de dinero de Estados Unidos a México batieron todos los récords en 2017: 28.870 millones de dólares. No hay Estado mexicano al que lleguen más billetes verdes que Michoacán y no hay otro municipio michoacano que reciba más remesas per cápita que Purépero: más de 2.400 dólares al año.
Los dólares no son el único saldo de la migración. Las cuentas del éxodo son claras. La población de Purépero, que roza los 15.000 habitantes, no ha crecido desde 1990 e, incluso, había más pobladores en 1980 de los que hay ahora. Los bebés siguen llegando al pueblo, pero cada vez son más los que se van y no vuelven. Amelia Cedeño llevaba 20 años sin ver a su hijo desde que se fue "al otro lado". Enrique Moreno, 18 años. Elisa Ochoa, 14 años. Volver es casi imposible si no te dan los papeles y caro para los que sí los tienen. "Fue como un sueño, nunca había ido a Estados Unidos, solo lo conocía en las películas", dice emocionado Moreno, que visitó en diciembre a sus tres hijos gracias al programa Palomas mensajeras, que da visas a los mayores de 60 años para reunificarse con sus familiares.
"Sentí que se me salía el corazón", admite Cedeño, sin poder contener las lágrimas: "Lloré y lloré, mientras lo abrazaba". "Tengo dos nietas güeritas y de ojos azules, espero que pueda conocerlas algún día", comenta Ochoa, que lleva orgullosa un par de zapatillas deportivas con el logo de Nike de color rosa fosforescente. "Me las regaló mi hijo", comenta con una sonrisa de oreja a oreja, que oculta la nostalgia de los que se quedan.
Purépero está a más de 1.000 kilómetros de la frontera, pero Estados Unidos se siente muy cerca. Las matrículas de las trocasrecuerdan tiempos de bonanza en el field. Las agencias de viajes ofrecen vuelos a los 50 Estados de la Unión Americana. Las casas de cambio esperan pacientes la llegada de los billetes verdes. Los más jóvenes recorren el pueblo vestidos de raperos y haciendo estallar los estéreos de sus autos con hip hop. Los más exitosos quieren demostrar la bonanza con casas inspiradas en las zonas residenciales de California, con pórticos, garajes y palmeras en la entrada: un fenómeno que ya se ha extendido por todo Michoacán, explica Omar Silva, un joven arquitecto al que le acaban de comisionar una casa. Muchas de las nuevas viviendas se llenan de polvo, a la espera del verano y el invierno, cuando vendrán los que tienen mayores capacidades económicas.
Las remesas son un salvavidas en un municipio en el que más de la mitad de la población subsiste con menos de dos salarios mínimos, poco más de cuatro dólares al día. Cedeño, Ochoa y Moreno reciben entre 100 y 200 dólares al mes, que se van en comida, ropa, pagar el agua, la luz y el gas. No alcanza para mucho más. La migración es tanto una bendición como una fatalidad, una tradición asentada que se remonta a la década de 1940 y al programa Bracero, que nutría los campos estadounidenses con mano de obra barata de México. "Se fue mi papá, mi esposo, mis hijos… todos se van para estar bien", relata Ochoa, de 74 años.
"Se crea un círculo vicioso en el que se va una persona para mantener a su familia hasta que regresa con la esperanza de que uno de sus hijos los mantenga", apunta Teodoro Aguilar, especialista de la Universidad Nacional Autónoma de México. La violencia del narcotráfico, que ha hundido a Michoacán en la última década, aún no ha ganado terreno a las necesidades económicas como el principal factor de la emigración. "Para el Gobierno mexicano es una doble dependencia: necesita las divisas para la estabilidad macroeconómica y la migración se vuelve una válvula de escape para resarcir la pobreza", agrega Aguilar.
Los rumores de una vida exitosa se esparcen como pólvora entre los conocidos y de generación en generación. "Llega la gente, ves los carros y la ropa de los demás y piensas: 'Vamos para allá a ver si es cierto", explica Jesús Flores, de 38 años, que cruzó a Estados Unidos cuatro veces, la primera a los 16. "Cuando estás allá, te das cuenta de que ese sueño americano no es tan fácil", admite. Flores luce su gorra de los Yankees de Nueva York mientras despacha en su puesto de comida callejera, el Walker taco, un homenaje móvil a sus andanzas por Arizona y California, el destino predilecto de los purepenses. Hace más de 15 años de sus aventuras como obrero y campesino, de cuando era tan joven que no le querían dar trabajo. Ahora, él y su hermano están en trámites para irse otra vez. "La mitad de mi familia sigue allá", cuenta.
"El sueño americano es estar allá y vivir bien, en vez de trabajar aquí y ganar poco", señala Mario Valencia, de 24 años. Todos los fines de semana en Purépero, cuenta Valencia, los muchachos se reúnen en la plaza principal para buscar novia o reunirse con sus parejas. Las mujeres caminan hacia la izquierda y los hombres, hacia la derecha. A veces, cuando son las fiestas patronales, vienen chicas que nacieron fuera. "Mira, ahí va una muchacha muy bonita y tiene papeles", relata Valencia: "Se le avientan para ser novios, casarse y en un futuro vivir en Estados Unidos". Valencia, sin embargo, es de los pocos que no quiere irse. "Este pueblo es muy tranquilo y eres muy libre, eso no lo tienes allá y la libertad no tiene precio", explica.
Jesús Saucedo, de 56 años, también tiene sentimientos encontrados. Hace nueve años fue deportado por consumir drogas y agredir a un policía. Nunca se sintió cómodo hablando inglés y la rivalidad con los chicanos lo arrastró al mundo de las pandillas de Los Ángeles y, eventualmente, a la cárcel de uno y otro lado de la frontera. Sus tatuajes chocan con los sombreros y los vestidos tradicionales que se ven en el pueblo. Hoy vive de los alquileres de las casas de sus hermanas en México y del dinero que le mandan. "Sube el dólar y sube el precio de las cosas, baja el dólar y las cosas se quedan igual, lo único que no cambia son los sueldos y los que más sufren son los más pobres", se queja Saucedo, que ha batallado para conseguir empleo desde que se accidentó, perdió un pie y quedó atado a una silla de ruedas motorizada.
El sueño americano ha hecho de Purépero —llamado por los pobladores originarios como "el lugar de los que vienen de visita"— un limbo. Los que están ahí se quieren ir y los que están lejos buscan regresar. "Quiero estar con ellos allá y quiero estar aquí donde está toda mi vida, pero ¿cómo le hace uno?", confiesa Elisa Ochoa, antes de dejar escapar un suspiro.
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