Estas prácticas necesitan pasaporte
Las universidades ofrecen a sus alumnos, a veces de forma obligatoria, proyectos en el tercer mundo para transformarles
Las universidades y escuelas de negocios quieren formar profesionales globales. Y eso quiere decir trabajar en Manhattan y Hong Kong, pero también arreglárselas en contextos con una economía precaria y donde a veces no hay Internet. La mejor forma de entrenar a ese futuro profesional es montarlo en un avión y ponerlo a trabajar en un proyecto que se desarrolle en el tercer mundo con comunidades locales. La experiencia, que en algunos posgrados es obligatoria, se convierte en una pieza única en su carrera. Cada uno aprende cosas diferentes, pero todos tienen que adaptarse y trabajar codo con codo junto a profesionales que se mueven con códigos distintos a los suyos, pero que son los que funcionan allí.
En la Universidad Europea de Madrid han creado la Universidad para el Desarrollo (UpD) para fomentar que sus estudiantes puedan poner en práctica los conocimientos adquiridos en un contexto muy diferente y generando un impacto social positivo. Sus proyectos se desarrollan durante los meses de verano y suelen durar 21 días. Han pasado ya 187 estudiantes por esta universidad que tiene proyectos, entre otros países, en Nicaragua, Guatemala, Honduras, Kenia y Madagascar.
ESADE dispone del Servicio Universitario para el Desarrollo (SUD) para los grados, másteres y MBA. Su director, Jaume Maranges, explica que su objetivo es “ofrecer a los estudiantes experiencias transformadoras donde puedan aplicar lo que han aprendido en sus estudios”. “A veces hablamos de realizar un plan de negocio para iniciar un proyecto o de elaborar un sistema de costos para farmacias sociales a fin de que puedan ajustar más sus precios y tengan mayor poder de negociación con sus proveedores”, agrega.
Para Maranges, entre las ventajas de participar en estos proyectos está “vivir en primera persona la importancia de crear lazos de cordialidad para avanzar en lo profesional”. “Son experiencias de inmersión donde los que participan aceptan un alto grado de responsabilidad en un entorno laboral y culturalmente desconcertante”.
Los cuatro estudiantes que nos cuentan sus historias coinciden en que ha habido un antes y un después, y que un trozo de ese nuevo país los acompaña en su práctica profesional de cada día.
Objetivo: mejorar una escuela en Kenia
Andrea Torres. Doble grado en Arte y Fundamentos de Arquitectura de la U. Europea.
Proyecto: tres semanas recogiendo datos para ampliar un orfanato.
“Creo que no habría sido la misma profesional si no hubiera pasado estos meses en Kenia. He tenido que hablar con profesionales de la construcción en Molo (Kenia) para averiguar los precios de los materiales, los métodos de construcción, etcétera. Esto ya no era una simulación sino una situación real en otro país con otros medios y otro idioma, y allí hemos aplicado lo que hemos aprendido a lo largo de la carrera, cosas conocidas pero que tenemos que varían en función de los medios disponibles.
Me sorprendió mucho el nivel de educación que tienen los niños en el colegio de la región de Kenia donde estuvimos. Saben un montón de cultura general y aprenden todo en lengua kiswahili y en inglés. Algunos hablaban algo de español y todos se sabían la canción de La Macarena, y unos pocos Sarandonga.
Siempre recordaré algo que ocurrió en los primeros días que llegamos. La primera semana estuvimos en el colegio viendo cómo era, cómo funcionaba. Mientras los niños estaban en sus respectivas clases, no queríamos distraerles, y entonces vimos a un señor que pintaba las puertas de las clases y nos ofrecimos a ayudarle, accedió y nos pusimos a pintar. Éramos cinco y nos dividimos en dos grupos para agilizar el proceso e ir más rápido. Mientras pintábamos, los niños salían y entraban. Nosotras para distraernos nos pusimos a cantar algunas canciones. Algunos niños se acercaron y al cabo de un rato nos dimos la vuelta y vimos cuatro niños mirándonos. Seguimos pintando, y cuando nos volvimos a dar la vuelta ya había cientos de niños alrededor. Algunos sonreían, otros se quedaban mirando y, cuando cantamos La Macarena, se pusieron a bailar hasta que sonó la campana y volvieron a clases”.
Economía familiar a base de café en México
Miquel Àngel Palacios i Moliner, en el centro de la foto con gafas, graduado de ESADE.
Proyecto: cuatro meses para aprender cómo funciona una empresa social.
“Inconscientemente, la visión de los locales hacia nosotros es la siguiente: ‘Aquí tenemos otro licenciado de fuera que me va a decir lo que tengo que hacer y no sabe nada de nosotros’. Y no les falta razón. Hay que ser muy consciente del punto de partida, de dónde estamos y hacia dónde vamos, pero sobre todo porqué lo hacemos. Y su porqué suele ser muy distinto al nuestro. La sociedad Tseltal vive de su milpa, un trozo de tierra en el que cultivan maíz, frijol y chiles, su dieta básica. Una mala cosecha de la milpa significa que una familia no come. El café o la miel que producimos en el proyecto no son una alternativa sino un complemento para generar ingresos que les permitan ir al médico o comprar maíz si la cosecha no ha sido buena, y éste es el camino que Yomol A’tel (grupo de empresas de economía solidaria) hace junto a los productores y familias tseltales. El objetivo no es convertir las montañas de Chiapas en grandes productoras de café, sino en integrar este cultivo en el beneficio social de las familias indígenas.
Me sorprendió la profesionalización. Seguramente, cuando pensamos en café producido en origen por indígenas pensamos en un producto de baja calidad, hecho con métodos rudimentarios y con mala presencia. La realidad del café que produce Yomol A’tel es totalmente distinta. Todo el proceso de transformación se realiza en una moderna planta que sigue los estándares de calidad más altos, y muestra de ello es que el café se exporta a Estados Unidos, Japón y España. Una propuesta de valor basada en la calidad. Y créanme; ése café es mejor que cualquier Nespresso o Starbucks…
El proyecto nació en una aldea remota de Chiapas, pero el desarrollo económico actual ha acentuado las desigualdades en las grandes metrópolis (México DF es un gran ejemplo de ello) y allí quien peor lo pasa ya no son solo los productores de café, sino el precariado que trabaja en la ciudad. Las cafeterías ofrecen trabajo de calidad a gente que el mercado laboral excluye, además de escoger proveedores cercanos cuya sensibilidad con el proyecto les permita tejer una red de solidaridad.
En un futuro me imagino en Barcelona una cafetería Capeltic en la que el café vendrá de Chiapas, pero el pan lo realizará un colectivo de mujeres maltratadas de la ciudad, el queso lo fabricarán exconvictos que buscan una segunda oportunidad y los tomates habrán sido recolectados por disminuidos psíquicos en el vallès oriental. Una red global que solucione los problemas locales creando una alternativa real. Y probablemente, cuando éste modelo triunfe, nadie sabrá que hay detrás del bocadillo y el café, pero lo comprarán por su competitividad en el precio, pero sobre todo por su calidad. Si algo he aprendido es que la solidaridad vende y la calidad fideliza y nos hace repetir. Y el cambio social que tenemos entre manos es una carrera de fondo. No son 100 metros lisos.
Estas prácticas han reafirmado mi objetivo: llevar un trozo de Chiapas a mi día a día, y que en cada decisión que tome no piense únicamente en los números, sino en las personas que involucran”.
Sorpresa en las chabolas de El Salvador
Mae Batista Zazurca, con camiseta gris, graduada por ESADE.
Proyecto: tres meses de desarrollo y consultoría en una comunidad salvadoreña.
“Creo que El Salvador llegó para quedarse, y ha sido sin duda una de las piezas más importantes en mi desarrollo personal y profesional. El Salvador me ha enseñado a abrir los ojos y las orejas antes que la boca. Así cuando broten palabras, éstas tendrán mucho más sentido, humildad e impacto. Palabras que sirvan para conectar personas, ideas y valores, y no para marcar un egocéntrico y absurdo discurso unidireccional. El Salvador también me ha enseñado que el mundo se cambia poco a poco, con pasos pequeñitos que son sólidos, pasos que se toman conjuntamente, camino que se comparte y que tiene subidas y bajadas”.
“En los primeros días, me sorprendió ver entre chabolas, pobreza y animales, una gran cantidad de televisiones, equipos de música y teléfonos. Vivían en la pobreza, el baño era una letrina, la ducha un par de cazos de agua fría, comían lo mismo en todas las comidas del día (pan duro, pollo y arroz con frijoles)… La paradójica simbiosis de la pobreza y la gran antena. ¿Cómo podían comprar esas tecnologías sin tener un baño? Con el tiempo y largas conversaciones comprendí que quien no tienen esperanzas de salir de la pobreza se resigna al pan duro pero aspira a disfrutar del mismo ocio del primer mundo.
Aquella chica que llegó a El Salvador, creyó que cambiaría este mundo. Aún con todo lo estudiado y advertido a priori del viaje, una llega allí con actitud paternalista: ‘esto está mal hecho y hay que cambiarlo’ y no sólo cambiarlo, sino cambiarlo de inmediato. Esta ansia por enseñar lo que está bien y funciona en el mundo desarrollado a los pobrecitos que viven en la sombra no tiene nada de real, es más bien ingenuidad. Mejoraría la experiencia si hubiera sido capaz de reducir al mínimo el tiempo de shock, el tiempo de ‘aquí hay que cambiarlo todo’ y entrar en el tiempo de observar, entender haciendo preguntas y, por encima de todo, con humildad. Porque el tiempo de real escucha y empatía, de sentir la vida en los pies de otro, ese es el tiempo más valioso”.
El deporte rompe barreras en Nicaragua
Eva Pilar Carro, tercera por la derecha. Doble grado en Derecho y Relaciones Internacionales de la Universidad Europea.
Proyecto: un mes para mejorar la inclusión social de la comunidad.
“Creo que lo más importante que aprendí, no sólo en Nicaragua sino durante todo el proceso de preparación previo, fue que el hecho de viajar allí con la intención de llevar a cabo un proyecto y hacer que esa comunidad viva mejor es solo un parche. Lo que debemos hacer es crear un proyecto que contemple formar a los lugareños para que lleguen a ser autosuficientes.
Son muchas las competencias personales y profesionales que se fomentan con este tipo de experiencias, consigues afianzar valores que ya creías superados como la igualdad. La mayoría de la gente cree en ella pero no termina de experimentarla. Convivir con personas con rutinas completamente diferentes a las tuyas te hace entender que lo único que nos hace diferentes es el lugar donde hemos nacido. También se aprende a respetar lo diferente. Es inevitable llegar a otro lugar con ideas preconcebidas; sin embargo, hablando con la gente eres capaz de comprenderles e incluso de cuestionarte a ti misma.
Creo que lo que más me ha sorprendido es, por un lado y aunque sea un tópico, la felicidad de aquella gente o, mejor dicho, las pocas necesidades que tienen. En la mayoría de las ocasiones ellos no tratan de buscar una solución a un problema sino que intentan cambiar en la medida de lo posible sus circunstancias para que ni siquiera exista ese problema. Por otro lado, me llamaron la atención su hospitalidad y la elevada desigualdad de género que existe entre los miembros de la comunidad.
En la casa donde vivía habitaba una gran familia, solo contando a los nietos eran 19 y Lupita, una de las primas, iba en silla de ruedas. Lo que me asombró fue que ni una sola de las mil veces que jugamos se excluyó a Lupita. Daba igual que jugáramos al escondite, al fútbol, a saltar a la comba o a dibujar, los demás siempre contaban con ella. En España, por desgracia, creo que simplemente se le diría a la persona con movilidad reducida que no puede jugar”.
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