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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las viviendas sin cocina ya están entre nosotros

La Universidad de Harvard ha premiado un proyecto de la arquitecta barcelonesa Anna Puigjaner

La Universidad de Harvard ha concedido recientemente un premio dotado con 100.000 dólares a un proyecto de investigación sobre viviendas colectivas “sin cocina” presentado por la arquitecta barcelonesa Anna Puigjaner.

Este campo de estudio no es para nada residual, ya que se circunscribe dentro del debate sobre los modelos de vida post industriales en el que académicos, arquitectos, urbanistas y sociólogos viven inmersos, y repercutirá muy pronto en nuestros hábitos de comportamiento. La propuesta se vincula directamente con la externalización de un servicio de cocina/catering en particular y del trabajo doméstico en general. Servicio remunerado que lógicamente sería sufragado por los usuarios de las viviendas y generaría empleos.

Harvard, que no da puntada sin hilo, se asegura una excelente base de datos mediante un barrido de edificaciones sin cocina privada en países previamente seleccionados, lo que le será útil en futuras investigaciones sobre sociología urbana.

El uso que se pueda dar por todo el planeta a ese estudio en asentamientos para colectivos humanos vulnerables, ubicaciones geográficas comprometidas y situaciones sociales problemáticas está fuera de duda. En países en vías de desarrollo las cooperativas vecinales y las agrupaciones de mujeres llevan practicando muchos años la gestión colectiva de sus necesidades básicas, desde cocinar en grupo a arreglar las viviendas, desde comprar entre todos a administrar un puesto sanitario para la comunidad. Cualquier propuesta arquitectónica o avance constructivo en la tecnología básica les es muy bienvenido.

Pero nosotros debemos preguntarnos ¿quién viviría en una casa sin cocina en Occidente? Y aún más, ¿lo haría suficiente gente como para que se convirtiese en un producto inmobiliario demandado? Lógicamente las viviendas “de lujo” incluso las “de clase media-alta” no prescindirán de sus cocinas.

En el caso de las viviendas sociales se suma otro componente fundamental: En Europa la mayor parte son de alquiler. No así en España, aunque va avanzando. En cualquier caso -y este dato es clave- la misma vivienda debe tener la capacidad de ser “vivida” a lo largo del tiempo por personas muy diferentes. Tan cómodo debe poder sentirse quien quiera transformarla interiormente tirando tabiques como a quien le vale como está, no se plantea innovaciones tipológicas de ningún tipo y tampoco tiene recursos económicos para meterse en obras. Lo seguro es que ni uno ni otro pueden permitirse comer fuera la mayor parte de los días.

Ningún político, además, se permitiría la frivolidad de alterar la estructura económica y modificar las pautas de comportamiento a los segmentos más vulnerables de la población en aras de una pretendida redistribución salarial a favor de cocineros profesionales que cobrarían por hacer el trabajo que hoy hacen gratis las personas en sus casas. Recordemos que la vivienda social tiene una normativa técnica y habitacional que para aplicarse ha de ser aprobada políticamente. Incluso afectaría a la propia Constitución en el famoso artículo sobre “el derecho de todos los españoles a una vivienda digna y adecuada”. Podríamos preguntarnos si ese tipo de viviendas serían “adecuadas”. Nada de ello está en contradicción con que los edificios dispongan de guarderías y lavanderías comunes, espacios de coworking, servicios subcontratados de limpieza, etc.

Por consiguiente es en el mercado de gama alta donde debe encuadrarse esta propuesta. En él la pasión por el consumo da un aspecto propio al fenómeno que está reconfigurando los centros de las grandes ciudades de Occidente, empezando por las norteamericanas: Los “Emptynesters”, babyboomers entraditos en años que, en pareja, solteros o divorciados sienten el “sídrome del nido vacío”. Sus hijos se marcharon a la universidad, difícilmente regresarán ya a casa y… sus viviendas en los suburbios residenciales se les quedan enormes. Deciden regresar al centro, a la ciudad que les ofrece abundante ocio y servicios. A un apartamento pequeño pero excelentemente bien ubicado.

A su vez hay un sector de milenials jovencitos que, bien por ellos mismos, bien por ser hijos de papá, busca un producto parecido. Ambos comparten un denominador común: Tienen mucho dinero y voracidad por gastárselo en cosas que el resto de la sociedad no se puede permitir.

Estas personas compran o alquilan apartamentos o lofts en los barrios más “chic” de la ciudad acelerando su gentrificación. Algunos incluso se pueden permitir el lujo de comer siempre fuera de casa. No quieren cocinar. Otros sencillamente eligen vivir en un determinado barrio al precio que sea. Son capaces de sacrificar metros cuadrados de vivienda -y las comodidades que haga falta- por reducir el coste del alquiler. En realidad con un microondas y un frigorífico de diseño les vale para calentarse cualquier cosa cuando no quieran bajar a la calle.

Éste es el nicho socioeconómico en el que el estudio de las casas sin cocina cobra todo el sentido. Harvard lo sabe. Como sabe que el mercado americano, al que preferiblemente irán dirigidas las conclusiones del estudio, es muy local. Un enorme mercado inmobiliario con pocas variaciones interculturales y escasas influencias externas, al contrario que Europa.

Y es aquí donde mayor repercusión tiene esta nueva forma de habitar en los centros caros de las ciudades. Como no hay cocinas, desaparecen pequeños mercados y tiendas minoristas de productos alimenticios… pero florecen los locales de hostelería. La comida se convierte en objeto de ocio y de moda… pero también en generador de riqueza y de puestos de trabajo. Ahora bien el tejido social tradicional y equilibrado entre oferta y demanda de productos de proximidad será ampliamente modificado. Esto puede convertirse en una realidad más acuciante en los barrios históricos de las ciudades, como Lavapiés en Madrid, que experimentan una gran demanda pero requieren de una alta inversión en rehabilitación de edificios pequeños y antiguos donde las cocinas, con la cantidad de instalaciones y conductos que necesitan, suponen un sobrecosto. Las viviendas sin cocina tienen el potencial de convertirse en un importante “agente gentrificador” y debemos ser conscientes de esta realidad para tener la capacidad de pilotarla.

Para saber a donde vamos es importante saber de donde venimos

En Occidente la existencia de servicios comunes en los edificios siempre se ha visto impulsada por los gobiernos de izquierda. Tras la Primera Guerra Mundial, en las principales ciudades industriales de Gran Bretaña, Holanda, Estados Unidos y por toda Centroeuropa se construyeron brillantes edificios que incorporaban servicios comunes autogestionados por la propia comunidad de vecinos. Desde los Bronx Radicals de Nueva York a la Karl Marx Hof de Viena, lavanderías, guarderías, economatos, oficinas de correos, bibliotecas, farmacias, clínicas dentales e incluso centros de asesoramiento para madres, formaron, en mayor o menor medida, parte del paisaje urbano en los grandes conjuntos de viviendas sociales impulsados por ayuntamientos, mayoritariamente socialdemócratas.

Los programas más utópicos tuvieron lugar en la Unión Soviética. El “Stroikom” -Comité para la Edificación de la República Socialista Soviética Rusa- desarrolló magníficos ejemplos de edificios para la vida en comuna, con varios tipos de células habitables a las que asignaban una serie de metros por persona, y excelentes espacios comunes de todo tipo en los que “se estimulaba el crecimiento social del individuo dentro de los cauces de la colectividad”. Nada menos que la cuarta parte de la -enorme cantidad de- nuevas viviendas fueron edificadas mediante el sistema de comunas.

En este punto, hemos de matizar que no hace falta coincidir con el Partico Comunista Soviético para ponderar la buena arquitectura de un edificio en comuna, al igual que no es necesario comulgar con Donald Trump para alabar las bondades de los rascacielos.

El ejemplo más “científico” lo proyectaron los arquitectos Barsch y Vladimirov en 1929, un soberbio edificio en el que en un ala vivirían 1.000 adultos y en otra 680 niños. Las cocinas serían comunitarias al 100%... pero políticamente resultó demasiado “avanzado”. No se llegó a construir.

Con un programa de transición y el listón de la vida comunal muy rebajado, el maestro Ginzburg diseñó para los trabajadores del Comisariado Popular de Finanzas uno de los mejores edificios del Siglo XX combinando viviendas tradicionales con apartamentos en comuna. Además del comedor colectivo, los apartamentos disponían de pequeñas kitchenettes para uso privado. El edificio resultó ser tan bueno que a la llegada de Stalin al poder modificaron su destino inicial y lo convirtieron en una especie de apartotel para altos cargos de la Nomenklatura.

El primer modelo contemporáneo de habitación diseñado específicamente como cocina se construyó en Frankfurt. Su autora fue la arquitecta austriaca Margarete Schütte-Lihotzky. Su biografía es sorprendente. Primera mujer arquitecta en Austria, trabajó con Adolf Loos, se marchó a Rusia de donde salió rebotada. Formó parte de la resistencia antinazi vienesa. Fue encarcelada por la Gestapo y liberada al final de la guerra. Su militancia comunista le privó de encargos públicos en la reconstrucción del país. Feminista, trabajó en Cuba, China y la DDR. Con 90 años se negó a recibir un premio de manos de Kurt Waldheim. Fue enterrada con honores en el Cementerio Central de Viena.

En 1925 el arquitecto Ernst May estaba proyectando un edificio en el barrio Römerstadt. Hasta entonces la “zona de cocinar” formaba parte de la sala de estar. May le encargó diseñar, a bajo costo, una pieza enfocada exclusivamente “al trabajo de la mujer”. Schütte-Lihotzky creó una eficientísima máquina de trabajar sin interferencias masculinas, con encimeras extraíbles, tabla de plancha abatible, adaptación de los nuevos conductos de gas en cocina y calefacción, toda una panoplia de cajoncitos para guardar arroz, azúcar, pasta o café, rallador de pan a manivela para hacer “schnitzel”, y un completo estudio de optimización de movimientos para reducir el cansancio y ganar minutos de tiempo libre. Evidentemente el inicial “efecto emancipador” para la mujer con los años se tornó en “confinamiento”, pero en aquel momento la “Cocina de Frankfurt” constituyó un eslabón fundamental en el proceso evolutivo hacia la vivienda contemporánea y como tal fue incorporada inmediatamente a todas las normativas europeas.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, se produjo un relanzamiento del movimiento comunal… en Israel. Los kibutz, comunas cooperativas de granjas y talleres, que se extendían por todo el país, se vieron desbordados ante la llegada de refugiados procedentes de todas partes de la Europa devastada. Gran cantidad de jóvenes cuyas familias habían sido destruidas, encontraron un proyecto de vida en esos complejos. Todas las actividades eran colectivas. Los miembros depositaban su jornal en las arcas del kibutz y éste les cubría todas sus necesidades. Era el comunismo perfecto… pero subvencionado, y en su momento colapsó. Las parejas se marcharon con sus hijos a las ciudades. Los kibutz políticamente sobrevivieron, pero económicamente eran insostenibles.

Con el tiempo, la crisis hizo que muchas parejas urbanitas decidieran salir de las ciudades y desde hace años los kibutz baten records de ocupación. Tras un proceso de reestructuración son empresas solventes, que han descafeinado sus requerimientos colectivistas. Las familias retienen el grueso de su salario, pagando una cuota mucho mayor que la de una comunidad de vecinos pero mucho menor de lo que exigían los principios fundacionales, “cada cual entregue lo que pueda y reciba lo que necesite”. Naturalmente sigue habiendo cantinas y comedores colectivos, pero cada familia puede cocinar en su casa.

Actualizando por tanto el rol sociológico de la cocina, concluiremos que, caras o baratas, las viviendas deben dar respuesta técnica y funcional a uno de los placeres íntimos que, a día de hoy, tanto mujeres como cada vez más hombres podemos disfrutar: el placer de cocinar en casa con y para tu pareja, familia o amigos. Para ello la cocina -o lo que sea- necesita instalaciones, ventilación, conductos y sobre todo espacio para desenvolverse. Difícilmente las sociedades europeas aceptarían verse privadas de ello, por lo que como en tantas otras cosas, probablemente en el punto medio estará el equilibrio ¿Un futuro mueble aparador/cocina en la sala de estar? Veremos cuánto tarda IKEA en sacarlo. Lo que está claro es que 100.000 dólares son una inversión muy barata si aciertan con una tipología de vivienda que “dé en el clavo” para ese sector urbanita creciente, hípster, moderno y liberal. Las expectativas económicas son halagüeñas. Estados Unidos liderará el proceso. Europa, con sus diferentes matices nacionales, ya lo irá copiando.

Fernando Caballero Baruque es Arquitecto y antropólogo. Director de Oficina de Arquitectura Urbana

 

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