España y EE UU tras el ‘Brexit’
La visita de Obama a España no va a resolver las resistencias de fondo
En varios aspectos, el mercado estadounidense es hoy para las empresas españolas tan lejano como lo era el imperio chino para los italianos en tiempos de Marco Polo. Sabemos de su existencia, conocemos detalles (a veces, excesivos detalles) a través de novelas, películas, series de televisión e informaciones de los muchos visitantes o turistas. Pero, para una empresa española, instalarse allí es una misión difícil. No para las grandes compañías, claro está, porque los dos primeros bancos españoles, o las eléctricas, o la telefónica, están perfectamente capacitados para estudiar a fondo los mercados estatales e invertir en consecuencia. El problema está en la escasa oportunidad que tiene la mesocracia de los negocios españoles para integrarse en el otro lado del Atlántico Norte; y que conste que, como diría un castizo, la distancia es la misma entre Estados Unidos y España que entre España y Estados Unidos.
Hay que entender que el problema de las relaciones empresariales entre ambos países (como, por cierto, el de muchos países europeos con Washington) es de fondo; simplificando podría definirse como “culturas empresariales distintas”. Es necesario precisar que la diferencia cultural es menos acusada entre los grandes conglomerados de ambas zonas económicas que entre las empresas medias y eso explicaría las diferencias en las facilidades de implantación. A fin y al cabo, los lenguajes (básicamente financieros, con abogados como interlocutores) entre empresas que producen servicios para grandes cuotas de mercado no difieren básicamente entre Florida, Los Ángeles, Madrid o Fránkfurt. El problema surge cuando aparecen otras especificidades (industriales, de competencia, sanitarias, de costumbres) que pueden actuar como auténticas barreras de entrada a los mercados recíprocos.
Si se quiere tener una idea exacta de hasta dónde llegan estas diferencias (que por comodidad llamamos culturales de mercado) obsérvense las dificultades para firmar el acuerdo de comercio (TTIP) entre Estados Unidos y la UE. Diferencias que llegan a convertirse en problemas de Estado (la hostilidad de París, la resistencia de Berlín) por cuestiones que, si bien pueden parecer adjetivas desde la perspectiva pragmática corporativa, constituyen signos de bienestar evaluables en términos políticos en ambos interlocutores. Para un europeo, por ejemplo, la calidad institucional exige que la referencia última de cualquier decisión corresponda al Estado, algo que no es tan evidente para un estadounidense. Y así podría elaborarse una relación casuística de enormes minucias, por emplear el oxímoron de Chesterton, que frenan a corto plazo el flujo empresarial entre áreas.
Para sistematizar la situación empezando por lo evidente, habría que explicar en primer lugar que la visita de Obama a España no va a resolver las resistencias de fondo ni causará mejoras en el intercambio comercial o empresarial. Y es lógico, porque el presidente de Estados Unidos no viene a eso —la relación empresarial entre países responde a movimientos de larga duración—, sino a cumplir con una obligación a medio camino entre lo institucional y lo diplomático que merece una de las economías de peso en la Unión Europea. En segundo lugar, la presencia de la clase media empresarial española en Estados Unidos depende en buena medida de la firma del acuerdo TTIP. Dicho sea de pasada, a la eurozona resultante después del Brexit le vendría muy bien que se firmase con cierta rapidez el TTIP como signo de reafirmación económica del área procedente del área del dólar y también como lenitivo a la pérdida de expectativas de crecimiento y de comercio que genera la fuga del Reino Unido. Mientras se alinean los astros, la tarea de las empresas españolas que quieran instalarse allí será más de lo mismo: inversión inicial elevada, orientación a los mercados de habla hispana como cabeza de puente y marketing, mucho marketing.
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