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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Falso lujo y fraude

Hay un problema: la incapacidad de los instrumentos públicos para prevenir el delito

Imitaciones de la firma Gucci.
Imitaciones de la firma Gucci.AP

La falsificación de productos (y, en algunos casos, de servicios) ha generado una vasta literatura de lamentación e invocaciones que casan mal con la eficacia del estado de Derecho, no sólo en España sino en casi todos los países que disponen del plusvalor de marcas comerciales de calidad contrastada. La falsificación genera pérdidas considerables a las compañías, cuesta dinero a los contribuyentes en impuestos y también en la represión del fraude y, en fin, desincentiva la innovación en los mercados afectados, desde el textil hasta el relojero. La medición de estas pérdidas es aproximada, pero en todo caso son muy elevadas y, según la percepción general, crecientes. En síntesis, la falsificación es un negocio bien organizado, próspero y con menos riesgos de penalización efectiva (sanción, cárcel) que otras irregularidades o verrugas que afectan a la economía de mercado.

La raíz sicosocial de la falsificación hay que buscarla en comportamientos individuales, intensamente predeterminados desde el marketing, deseosos de beneficiarse de la apariencia, aunque quienes tienen tales deseos carezcan del poder adquisitivo para financiar la exhibición. El eterno conflicto entre deseo y recursos; la falsificación permite exhibir una copia del jersey de lujo, al bolso de marca estratosférica o el reloj más caro del mundo en la suposición de que quien observa el atuendo no percibe la diferencia (algo improbable) o, si la percibe, será inmediatamente distraído con un “¿a que parece auténtico?; pues me costó 10 euros?” pronunciado por el portador de la copia. La exhibición fallida de lujo (recomendable revisar Teoría de la clase ociosa) muta inmediatamente en complicidad. El problema original de la falsificación no está en el que vende, sino en quien compra por una pulsión exhibicionista.

Pero, claro, el que compra no vulnera norma alguna, mientras que el que vende compete un delito, porque ha robado una imagen de marca y la premeditación se supone en la propia fabricación del seudoproducto y su puesta en venta en el mercadillo o en el top manta. Y es aquí donde aparece el problema visible: la incapacidad de los instrumentos públicos para prevenir el delito en curso. La falsificación no es un problema de hoy; de hecho, lleva tanto tiempo entre los consumidores que se ha instalado en una especie de limbo banalizado, donde ya no se distingue el fraude de lo real convertido en chiste. A pesar del tiempo, no hay protocolos eficaces para combatirlo ni, es de temer , voluntad real de hacerlo.

Este es el riesgo real que pesa sobre el fraude de marcas, que se considere como un simple dato más de la realidad, es decir, como un factor situado entre lo inevitable y lo folklórico. También esta vía muerta social tiene causas. La principal es el fracaso demostrado por los agentes económicos y la seguridad pública para convencer a los compradores de que deben rechazar las falsificaciones y de que existe un alto grado de eficacia en la represión y sanción del fraude. En cierto sentido, la falsificación se parece a las infracciones de tráfico y al fraude fiscal. Pero mientras en el primer caso se han conseguido éxitos notables entre 2006 y 2011, en el delito tributario se siguen dando palos de ciego y perpetrando disparates como la última amnistía fiscal.

Sin embargo, las claves están dadas: la falsificación no disminuirá mientras los compradores eventuales no tengan conciencia del daño causado a las empresas que producen e innovan (daño que es difícil de interiorizar) y mientras los vendedores no perciban que la probabilidad de ser descubiertos y sancionados anula la rentabilidad de las ventas. Cómo se alcancen estos objetivos es asunto discutible y complejo; pero para eso están las instituciones de represión del fraude.

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