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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Impuestos para el crecimiento

Una reforma fiscal no puede responder al único criterio de bajar impuestos, aunque su destino político sea utilizarse como reclamo electoral. La situación de la economía española, una vez superada la recesión, pero todavía en tránsito hacia una fase de recuperación, exige que la nueva fiscalidad que prepara el ministerio de Hacienda responda al menos a tres principios básicos. El primero, que garantice un volumen de ingresos similar a la cuantía del gasto público esperado, lo cual exigiría que el Gobierno tuviese preparada una proyección presupuestaria sólida para los próximos años, en función del grado de estabilidad financiera y de los costes sociales causados por un nivel desorbitado de desempleo; el segundo, que los nuevos esquemas tributarios estimulen el crecimiento económico, de lo cual se desprende una reducción selectiva de la carga fiscal; el tercero, que la fiscalidad favorezca el ahorro. Esta condición es decisiva puesto que la recuperación económica no es posible con niveles elevados de deuda y sin superávit presupuestario, porque buena parte de los recursos financieros del país se destinan precisamente al pago de esa deuda. Es lógico, pues, que una de las soluciones sea aumentar el ahorro interno y propiciar más inversión.

Si se aceptan estos criterios, más el requisito universal y evidente de la equidad tributaria, la nueva fiscalidad debería concretarse en cambios estructurales de cierta importancia. En el Impuesto sobre la Renta (IRPF) sería conveniente proceder a una reducción del tipo marginal máximo, aplicar un mínimo exento muy amplio, de forma que no se graven los costes para sostener las unidades familiares y simplificar la escala de gravamen. En este caso, simplificar significa gravar la renta con un tipo único (quizá dos); pero también aligerar el trámite declarativo, porque uno de los problemas del impuesto es la irritación que produce su excesiva complejidad administrativa. El IRPF debería resolverse en dos páginas y no en cuarenta, como sucede en cuanto el contribuyente más modesto tiene un activo que declarar distinto del de la renta.

El nuevo esquema fiscal debería coordinarse con cambios en el impuesto sobre Sociedades. La línea recomendable consiste en bajar el nominal del impuesto, pero, a cambio, suprimir la inextricable maraña de deducciones y beneficios fiscales que durante decenios se han ido añadiendo, como capas geológicas, al núcleo de un tributo que debería ser una fuente predecible de ingresos. El resultado de tanto “gasto fiscal” es que las grandes empresas y entidades financieras españoles pagan realmente por Sociedades entre el cero y el 7%, muy lejos del tipo nominal y más lejos todavía de la estabilidad impositiva exigible en un país del euro. En el caso del IVA, lo que hay que hacer es homogeneizar los tipos del impuesto. No es conveniente que existan saltos tan bruscos como los que existen entre la imposición privilegiada y la más elevada. La mención a la lucha contra el fraude fiscal suele ser retórica, pero para entender las graves consecuencias del dinero negro hay que recordar que si no se reduce el fraude a medio plazo cualquier sistema fiscal, por equilibrado que sea, tiende a fracasar.

¿Este esquema fiscal, u otro similar, es el que tiene Hacienda en proyecto? Probablemente no. Pero hay que esperar para comprobarlo.

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