Otoño de posibilidades
Puede que España esté abandonando la recesión, pero va a costar tiempo que el ciudadano lo perciba
En los últimos años, la canción económica del verano ha sido muy agitada e inquietante. Planes de rescate de países periféricos, primas de riesgo exacerbadas, asistencia de urgencia a sectores bancarios, intervenciones inusitadas de bancos centrales... Todos ellos, ingredientes que han sembrado las dudas y la incertidumbre y que han dejado normalmente para el otoño una tarea: salvar los muebles. Sin embargo, este verano parece que la canción ha sido más una balada que, en medio de la tristeza, puede abrir algo de esperanza. La eurozona abandona, con algo más de brío de lo esperado, aunque sin alardes, la recesión, y países como España han dejado de ser el foco de todas las preocupaciones para plantear escenarios de recuperación paulatina que hasta ahora no se habían considerado posibles.
Con el foco en el caso español, no es que haya dato alguno que permita lanzar las campanas al vuelo, pero sí que es verdad que hace ahora mismo un año la situación era bastante distinta, al menos en lo que se refiere a la confianza en el país, con una prima de riesgo marcando récords que hoy, aun siendo alta, se ha reducido a la mitad. Por aquel entonces se consideraba también, de forma amplia, que España se podía ver abocada a un rescate general de su economía, como lo fueron con anterioridad otros países del sur de Europa. Sería injusto e impreciso calificar de agoreros a todos los economistas que consideramos aquella posibilidad como bastante probable; lo que ocurrió es que Draghi se erigió como game changer para cambiar la situación aportando apoyo monetario implícito a la deuda de los países más debilitados. Y la apuesta le ha salido bien hasta hoy.
Es necesario un programa europeo de crédito contundente tanto en recursos como en criterios
Llegados a agosto de 2013, lo que realmente ha cambiado para España es que ha pasado de no poder parar una montaña rusa a tener algo de margen de maniobra para actuar y cambiar la situación, con menos condicionantes exógenos de los que se han tenido hasta ahora. Y es perceptible. En todo caso, el mayor error sería caer en la autocomplacencia. Basta mirar al desempleo, a la producción industrial o al consumo, entre otros indicadores, para constatar que la situación no está para sonrisas, solo para mucho trabajo y ahínco.
El sentimiento inversor respecto a España ha cambiado a más optimista —o menos pesimista, según se vea—, lo que los anglosajones llaman un bullish sentiment. En parte porque poco a poco se observa una mejora, que ya era perceptible en competitividad y que se extiende tímidamente al empleo (que al menos ha dejado, de momento, de destruirse). Contribuye también el ajuste en las finanzas públicas, que sin ser completamente firme ha entrado en un terreno más realista en cuanto a objetivos y plazos. En este punto, tal vez una lección que podemos aprender es que la salida a las crisis bancarias, con costes fiscales (y posteriores ajustes) significativos, no puede ser de una sola dirección (austeridad o estímulos), sino que requiere esfuerzos mixtos. Sería tentador afirmar, por ejemplo, que Portugal, tras quedar casi en coma por los recortes, despierta ahora con energía porque el esfuerzo ha merecido la pena. Pero tal afirmación sería un error. En Portugal, como también en España, está funcionando la mejora de la competitividad (incluidos los ajustes salariales), pero al mismo tiempo estos ajustes han tenido consecuencias sociales muy duras y que van a perdurar mucho en el tiempo. Y no son un mal necesario; son también, en buena parte, fruto de la incapacidad de Europa para haber reaccionado como un bloque, más allá del palo y la zanahoria. En todo caso, con más o menos avatares, parece que hemos llegado a un terreno distinto para países como España, y el reto ahora no es sobrevivir, sino ser capaces de lidiar con tres factores: comunicar con realismo, persistir en las reformas y tratar de introducir el factor sorpresa.
Comunicar con realismo se refiere a hacer frente a la versión más nominal de la recuperación. En dos de las acepciones que la Real Academia Española señala para nominal: “perteneciente o relativo al nombre” y “que tiene nombre de algo y le falta la realidad de ello en todo o en parte”. Por tanto, que recuperación puede haberla en cuanto a que se abandona la recesión, pero que percibirla por parte del ciudadano va a costar tiempo, años en muchos casos. Tampoco se debe caer en este aspecto en el otro extremo, el del catastrofismo. Las cosas están como están y no hay espacio para milagros, pero esta posible recuperación no es comparable a la salida de la recesión y posterior recaída en 2011 porque entonces la mayor parte de los economistas eran plenamente conscientes de que a los retos bancario y fiscal les quedaba un buen esfuerzo pendiente (que aún continúa) y que aún quedaba un margen importante de deterioro para el empleo y la actividad.
El segundo factor que hay que dirimir es la persistencia de las reformas. A España le hacen falta aún muchos cambios, dadas las carencias que la crisis ha hecho más visibles que nunca, en un país donde buena parte de los sistemas de incentivos no funcionan o no están presentes, una economía que navega aún en un sistema dual, entre lo competitivo y lo no competitivo. Al margen de la amplia agenda puesta en marcha —y de los cambios que son precisos en muchas de estas reformas—, no podemos olvidar que incluso aunque todas se acaben poniendo en marcha hay aspectos cruciales que pueden quedar una vez más sin resolver, como los avances en innovación y ciencia, la educación (a todos los niveles) o la reforma (verdaderamente completa) de las Administraciones públicas.
Y el tercer factor es el sorpresa. Aun cuando no existan los milagros, que la economía española resurja es un esfuerzo a medio camino entre actuar sobre la economía real y conseguir un cambio de expectativas. Estas últimas pueden introducir de por sí algo de sorpresa y ayudar a mejorar las cosas. Por ejemplo, puede ayudar que los inversores foráneos vuelvan con más intensidad a España. Y muchas empresas tendrán que depender de ellos para desprenderse de activos y disminuir su deuda. También ayudaría que en este clima de relativa mejora siga disminuyendo la prima de riesgo —como ha hecho en las últimas semanas— y, desde luego, más aún si en algún momento llevara aparejada una mejora del rating soberano. Y así, crear un círculo de generación de confianza que ayudara también al empleo y a la inversión y el consumo internos. Este esfuerzo es cuestión de años, pero las sorpresas pueden hacer que esos años sean más o menos. En todo caso, los aspectos más necesarios serán difíciles de mejorar si no hay una concurrencia europea distinta a la que hasta ahora ha habido. España por sí sola difícilmente va a poder reducir el desempleo o adelantar la recuperación del crédito. Los esfuerzos de los planes ahora puestos en marcha son muy limitados, claramente insuficientes. Es necesario un programa europeo de crédito contundente tanto en recursos como en criterios, con un riesgo compartido entre las propias entidades financieras, organismos públicos nacionales (por ejemplo, el ICO) y el Banco Central Europeo. No se trata de crédito para todos, sería disparatado, sino para los proyectos o empresas solventes con problemas de financiación. Y en lo que se refiere al empleo también es necesario un programa más abundante en recursos, que en España debe llevar también aparejado un rediseño de las llamadas políticas activas porque a la vista está que las que se han puesto tradicionalmente en marcha han sido ineficaces.
Por tanto, el otoño de posibilidades se abre sobre aspectos reales, sobre capacidades propias alcanzables con esfuerzo y realismo. Evidentemente, el entorno institucional tiene que ayudar y la imagen del país en cuestiones como la corrupción y otros aspectos aparejados son cuestiones que no van a ayudar si no se les pone remedio (aunque sea con vistas al futuro) pronto. Las instituciones y socios europeos también tienen que cambiar mucho para que estos logros lleguen. No basta con esperar a que pasen las elecciones germanas, una especie de frontera que probablemente ya hayamos hecho demasiado idílica entre todos, porque puede que no cambien demasiadas cosas tras esas elecciones o no necesariamente para bien. En suma, hay que remar, pero ahora parece que al menos ya tenemos remos.
A España le hacen falta aún muchos cambios, dadas las carencias que la crisis ha hecho más visibles
Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de la Bangor Business School (Reino Unido) y de la Universidad de Granada e investigador de Funcas.
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