¿Son constitucionales siete millones de parados?
La crisis se ha cebado en nuestro empleo por la dualidad entre trabajadores fijos y temporales
La Encuesta de Población Activa del primer trimestre de 2013 nos trajo una cifra desoladora: 6,2 millones de parados en España. Tristemente, los distintos analistas —nacionales e internacionales— prevén que esta cifra continúe aumentando hasta superar los siete millones de parados.
En el extranjero se preguntan dos cosas sobre estos números. Primero, cómo puede sobrevivir una nación con un 27% de desempleo. Nuestra respuesta es que difícilmente, y que los españoles, especialmente los más jóvenes y las clases más desfavorecidas, viven en una situación límite que viola los principios más elementales de justicia social. La segunda pregunta es cómo hemos llegado a esta situación. La crisis en España ha sido muy grave, pero igualmente grave ha sido en muchos otros países cuyas tasas de desempleo han crecido mucho menos que las nuestras, mientras que este es el tercer ciclo consecutivo en 30 años en que el desempleo alcanza en España el 20%. Nuestra respuesta en este caso es que la crisis se ha cebado ferozmente en nuestro empleo por la estructura perversa del mercado de trabajo.
Y la clave de esta perversa estructura es la dualidad entre los trabajadores fijos y temporales. El muro en coste de despido entre los contratos fijos y los temporales hace que nuestra economía responda de manera mucho más aguda a las fluctuaciones cíclicas. Peor aún, la dualidad causa una menor inversión en educación y en formación por las empresas y por los empleados y sesga nuestra estructura productiva hacia sectores de menor valor añadido y menos proyección internacional. Desde el punto de vista social, los jóvenes atrapados en cadenas sin fin de contratos temporales y periodos de desempleo no pueden formar familias y aspirar a la autorrealización en el trabajo que toda persona merece.
Las reformas de los distintos Gobiernos de España en los últimos años no han eliminado este muro. Por ejemplo, el contrato de emprendedores, figura estrella de la reforma de 2012 (como había pocas modalidades, se añadió una más), bonifica a las pequeñas empresas por contratar a trabajadores con un periodo de prueba de un año sin indemnización por despido. El muro, desgraciadamente, permanece: a partir del segundo año, la indemnización sube a 20 o 33 días por año. En un mundo con altísima incertidumbre como el actual, poca estabilidad podemos esperar de tal contrato.
Los extranjeros se preguntan cómo puede sobrevivir un país con el 27% de paro
Un grupo de economistas, entre los que nos encontramos, presentó en el año 2010 una respuesta concreta y sencilla al problema de la dualidad. Se trata de eliminar casi todos los contratos temporales (excepto el de interinidad) y, a partir de ahora, considerar un contrato único para todas las nuevas contrataciones. Este contrato tendría indemnizaciones crecientes de despido por año trabajado. Las indemnizaciones empezarían, el primer año, con un nivel similar al de los contratos temporales actuales, y se incrementarían paulatinamente. De esta manera se eliminarían los muros brutales entre los fijos y los temporales, y se sustituirían por una suave rampa hacia la estabilidad.
Esta propuesta permite mantener la flexibilidad que sectores básicos de la economía española, como la hostelería y la restauración, precisan, ya que el primer año de contrato es similar a un contrato temporal. Pero elimina el enorme incentivo legal a hacer el despido antes de comprometerse de forma irreversible. Además, nuestra propuesta proponía mantener a los empleados que disfrutan de un contrato fijo en su contrato actual, para no inducir despidos repentinos.
Esta propuesta, bien recibida en muchos sectores y por casi todos los observadores internacionales, se ha encontrado con una oposición férrea de una curiosa coalición de PP, PSOE, CEOE y sindicatos. Pero más allá de la deliciosa ironía de ser capaz de unir a tirios y troyanos en defensa del maravilloso statu quo laboral (lo que nos hace sospechar que algo de razón debemos llevar), no se nos respondió con una evaluación de los efectos del contrato único sobre las empresas, sobre los trabajadores, la formación o la productividad.
En vez de tal respuesta sustantiva, se nos replicó que la propuesta era inconstitucional. La razón era que en nuestro documento inicial no había despido causal, simplemente una indemnización que depende de los años trabajados y no de la causa. Mientras que nosotros pensamos que el Tribunal Constitucional se equivoca al requerir causalidad en el despido (que, por otro lado, no exige en los despidos de personal de alta dirección), los promotores del contrato único respondimos a la realidad de esta jurisprudencia con una pequeña modificación: dos escalas de indemnización creciente en función de que el despido esté o no justificado.
Con esta trivial modificación, los juristas no piensan que la propuesta sea inconstitucional. Por ejemplo, José María Pérez Gómez, miembro del Cuerpo Superior de Letrados de la Administración de la Seguridad Social ha escrito: “No entendemos que sea incompatible establecer un único contrato de trabajo con una indemnización por despido creciente en función de su duración, con el mantenimiento de un elemento causal para aceptar la extinción de la relación laboral a instancias del empleador”. Sin embargo, la ministra de Empleo se aferra aún al espantapájaros de la anticonstitucionalidad a falta de cosas más sustantivas que decir.
Desgraciadamente, no es esta la única reforma que se rechaza con una referencia absurda a la Constitución. La reforma de la Universidad propuesta recientemente por una comisión de expertos nombrada por el propio Gobierno (de la que uno de nosotros fue miembro) sufrió un sabotaje interno por parte de quienes, sin argumentos de peso, se apoyaban en la supuesta inconstitucionalidad de cualquier cambio que acerque a nuestra Universidad a los modelos de éxito en casi todas las universidades extranjeras, con un órgano de gobierno compuesto por representantes de la comunidad universitaria y también de la sociedad que la paga, como antiguos alumnos, científicos de éxito, emprendedores, etcétera.
Que alguien pueda defender nuestro mercado de trabajo o nuestra Universidad nos resulta casi inconcebible (excepto, claro, si lo único que se busca es defender unas posiciones de privilegio). Pero más allá de estas consideraciones, el que las respuestas a las reformas se centren en formalismos decimonónicos revela un problema más serio y preocupante.
Nuestro sistema educativo, desde la primaria a la universidad, ha estado basado históricamente en la repetición memorística, en el conformismo intelectual y en el sonreír al profesor de turno. Nuestros gobernantes son mayormente opositores, es decir, expertos casi perfectos de este sistema.
Nuestra hipótesis es que nuestro sistema educativo selecciona no a aquellas personas más innovadoras y creativas, sino a aquellas otras inherentemente más conformistas con el sistema, más conservadoras en el sentido de no querer cambiar nada, más reacias a intentar nada nuevo. ¿Es la persona que, con 22 años, decide pasar una parte considerable de su juventud encerrada en su cuarto preparando unos temas para cantarlos mejor que nadie delante de un tribunal alguien dispuesto a cambiar España? ¿O será alguien que, en vez de analizar la evidencia empírica y las experiencias de otros países con sus reformas estructurales, simplemente diga que son inconstitucionales?
Jesús Fernández-Villaverde es catedrático de Economía de la Universidad de Pensilvania y miembro de FEDEA. Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia en la London School of Economics y miembro de FEDEA.
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