La transición italiana
El resultado de las elecciones italianas es interesante desde varios puntos de vista. De todas las elecciones que se han celebrado en Europa desde que comenzó la crisis, es la primera donde los votantes no han apoyado la opción que representaba la ortodoxia económica de ajuste fiscal y reformas. Hasta en Grecia, donde Syriza amenazaba con una victoria que hubiera cuestionado la viabilidad de Grecia en la zona euro, el resultado final fue una victoria del centro derecha de Samaras bajo una plataforma de defensa del programa de ajuste de la troika. Son también las primeras elecciones que se celebran tras el anuncio del BCE el año pasado del programa de compras de bonos condicionales (OMT en sus siglas en inglés) que, combinado con la retórica del BCE de que hará todo lo necesario para estabilizar el euro y el cambio de actitud de Alemania respecto a la integridad de la moneda única, calmó a los mercados. Es también la primera vez que se presentaba un movimiento popular, surgido de las bases y desarrollado a través de Internet y las redes sociales, dotado de una masa crítica suficiente como para ser una alternativa creíble. La reacción de los mercados y de los analistas ha sido también peculiar. El fracaso de las encuestas dio paso a la incertidumbre, pero el pánico no empezó a surgir hasta que la posibilidad de una victoria de Berlusconi se hizo sólida. Parece que el fantasma de 2011 estaba en la mente de muchos, a pesar de que el apoyo del partido de Berlusconi haya sido crucial para la estabilidad del Gobierno de Monti. Los euroescépticos anglosajones, que llevaban escondidos varios meses tras el fracaso de sus múltiples predicciones de colapso del euro de los últimos años, no tardaron en aparecer otra vez, cual caracol tras la tormenta.
¿Cuál es el mensaje real de las elecciones italianas? Primero hay que entender el contexto. Por un lado, estas eran las primeras elecciones celebradas en Italia en medio de una recesión a la cual no se ve salida y en la que la capacidad de decisión del Gobierno en materia de política económica es mínima. Por tanto, ningún partido político podía ofrecer una alternativa positiva creíble. Por otro lado, las elecciones se celebraban tras los múltiples escándalos que llevaron al ocaso del último Gobierno de Berlusconi y tras un periodo de Gobierno técnico donde los sacrificios han sido muchos, pero la mejora no ha sido aparente —lo cual no es culpa de Monti, sino de la naturaleza del proceso de ajuste—. Finalmente, a las elecciones se presentaba la gerontocracia italiana de siempre —Italia es uno de los pocos países que no ha sabido, o podido, renovar a su clase política—. Quizás la clave del resultado de las elecciones haya sido la derrota de Matteo Renzi, el joven alcalde de Florencia visto por muchos como la apuesta de futuro de la política italiana, en las primarias del PD. Fue esta derrota la que facilitó el retorno de Berlusconi, ya que no se hubiera atrevido con Renzi pero se vio con fuerzas de pelear contra Bersani, que representaba la tradición política italiana tanto como él. Es impresionante la incapacidad que ha tenido la izquierda italiana durante estas dos décadas de presentar una alternativa creíble a Berlusconi —permitiéndole pasar a la historia como el jefe del Gobierno de mayor duración de la historia italiana de la posguerra—, aumentando la apatía de los votantes. De hecho, a pesar de la dificilísima situación económica y política del país, la abstención en estas elecciones ha sido altísima. El empate entre el PD y Berlusconi es simplemente el reflejo de tener que elegir entre más de lo mismo.
Por eso la clave de estas elecciones es el éxito de Beppe Grillo y su movimiento Cinco Estrellas, de consecuencias inciertas pero potencialmente positivas. Es un mensaje de hartazgo con la incapacidad de la élite y la clase política italiana de mirar más allá de sus propios intereses corporativos. Es un mensaje claro a los dirigentes italianos y europeos que no han sido capaces de explicar, de manera clara y convincente, cuáles han sido las causas de la crisis o cuáles son las soluciones y por qué el esfuerzo se está repartiendo como se está repartiendo. Es un mensaje claro de no querer más de lo mismo.
A pesar del histrionismo de Grillo —quien, recuerden, no lidera el movimiento en el sentido tradicional del término porque no existe un aparato de partido, ni puede ser candidato a nada porque al haber estado condenado incumpliría su máxima de que ningún condenado debe ocupar cargos políticos—, la experiencia en Sicilia y en otras partes de Italia indica que los miembros electos del movimiento Cinco Estrellas tienen una alta dosis de sentido común. Es cierto que la incertidumbre que se deriva de no tener un pacto de Gobierno, sino una predisposición a apoyar solo aquellas leyes que parezcan aceptables puede ser un problema, pero es también cierto que puede ser un paso adelante hacia la regeneración política e institucional de un país con una estructura productiva altamente ineficiente. Recordemos que el problema de Italia no es fiscal, a pesar del elevado nivel de deuda; Italia tiene ya un superávit primario y es uno de los pocos países que ha reformado el sistema de Seguridad Social (durante el mandato de Berlusconi, por cierto) para hacerlo sostenible a largo plazo. El problema de Italia es un problema de muy débil crecimiento potencial, de muy baja productividad, debida a una estructura productiva tremendamente rígida.
El mensaje de la sociedad italiana es claro: queremos cambiar, pero solos no lo conseguiremos.
Este último aspecto es fundamental trasladarlo al ámbito europeo. El énfasis desde 2010 ha sido sobre todo en el ajuste fiscal, y muy poco en las reformas estructurales. El porqué es sencillo: el coste político de un ajuste fiscal es bajo comparado con el coste político de ir contra los muchos intereses creados que esclerotizan las estructuras económicas europeas. Por eso las reformas laborales en Italia y en España han sido mínimas. Por tanto el ajuste ha sido sobre todo por el lado del desempleo y mucho menos por el lado de los salarios. Por eso las empresas se han podido permitir seguir subiendo precios a pesar de la estancación de los salarios y la fuerte caída de la demanda.
Toda transición económica y política tiene un periodo inicial depresivo, y por tanto las reformas estructurales tienen que ir acompañadas de políticas de estímulo de demanda compensatorias. Esto es lo que hay que explicar, en voz alta y clara, a nuestros vecinos alemanes. Que el éxito de sus reformas estructurales y la recuperación de competitividad tras la unificación se debió al gran estímulo de demanda que aportaba el resto de Europa, y el resto del mundo, a sus exportaciones. Y que ahora ellos deberían devolver el favor y adoptar políticas expansivas, no solo retrasar su ajuste fiscal sino acometer las necesarias —y políticamente costosas— reformas estructurales para estimular su demanda interna.
De esta manera, la necesaria transición política y el rejuvenecimiento de la clase dirigente italiana tendrá una probabilidad positiva de éxito. El mensaje de la sociedad italiana es claro: queremos cambiar, pero solos no lo conseguiremos. Y tienen razón.
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