Egos e inmoralidad
Los adinerados de Wall Street se toman las críticas de Obama como un insulto personal.
Tras una devastadora crisis financiera, el presidente Obama ha aprobado algunas normas comedidas y evidentemente necesarias, ha propuesto terminar con unas cuantas lagunas legales escandalosas y ha indicado que el historial de Mitt Romney de comprar y vender empresas, y a menudo despedir a los trabajadores y destruir de paso sus pensiones, hace que no sea el hombre adecuado para dirigir la economía de Estados Unidos.
Wall Street ha respondido —previsiblemente, me imagino— con lloriqueos y pataletas. Y en cierto sentido ha sido divertido ver lo infantiles y susceptibles que resultan ser los amos del universo. ¿Se acuerdan de cuando Stephen Schwarzman, de Blackstone Group, comparó una propuesta para limitar las reducciones de impuestos con la invasión de Polonia por Hitler? ¿Se acuerdan de cuando Jamie Dimoon, de JPMorgan Chase, calificó cualquier debate sobre la desigualdad en los ingresos de ataque contra la mismísima noción de éxito?
Pero el problema es el siguiente: aunque los directivos de Wall Street sean críos mimados, son críos mimados con un poder y una riqueza inmensos a su disposición. Y lo que están intentando hacer con ese poder y esa riqueza ahora mismo es comprarse no solo políticas que redunden en su beneficio, sino inmunidad ante las críticas.
De hecho, antes de entrar en eso, permítanme dedicar un momento a desacreditar un cuento de hadas que hemos estado escuchando hasta la saciedad en boca de Wall Street y sus leales defensores; un cuento en el que el increíble daño que las finanzas descontroladas infligieron a la economía de EE UU se pierde en las tinieblas de la memoria y, en lugar de eso, los financieros se convierten en los héroes que salvaron Estados Unidos.
Las mejoras de productividad de las tres últimas décadas apenas han llegado a los trabajadores
Érase una vez, nos dice este cuento de hadas, una tierra de directivos perezosos y trabajadores vagos llamada Estados Unidos. La productividad languidecía y la industria estadounidense se eclipsaba ante la competencia extranjera. Entonces, unos reyes de las adquisiciones, duros y de mandíbula cuadrada como Mitt Romney y el ficticio Gordon Gekko, acudieron al rescate e impusieron la disciplina financiera y laboral. Claro está que a algunas personas no les gustó, y claro está que ellos ganaron mucho dinero por el camino. Pero la consecuencia fue una gran reactivación económica que redundó en beneficio de todos.
Se puede entender la razón por la que a Wall Street le gusta esta historia. Pero no hay en ella un ápice de verdad, excepto la parte en la que los Gekko y los Romney ganan montones de dinero.
Porque el supuesto repunte de la productividad nunca llegó a producirse realmente. De hecho, en Estados Unidos, la productividad empresarial en general creció más deprisa en tiempos de la generación de la posguerra —una época en la que los bancos estaban estrictamente regulados y el capital riesgo apenas existía— de lo que lo ha hecho desde que nuestro sistema político decidió que la codicia era buena. ¿Y qué hay de la competencia internacional? Ahora pensamos en Estados Unidos como un país condenado a unos déficits comerciales perpetuos, pero no siempre ha sido así. Desde los años cincuenta hasta los setenta tuvimos por regla general una balanza comercial más o menos equilibrada y exportábamos casi tanto como importábamos. Los grandes déficits comerciales no empezaron hasta la época de Reagan, es decir, durante el periodo de las finanzas descontroladas.
¿Y qué pasa con esa riqueza que se filtra desde las capas más altas hasta las más bajas? Nunca se filtró. Ha habido unas mejoras significativas de la productividad en estas tres últimas décadas, aunque no de la magnitud que la interesada leyenda de Wall Street querría hacernos creer. Sin embargo, solo una pequeña parte de esas mejoras ha llegado hasta los trabajadores estadounidenses.
Los banqueros han sido rescatados, pero el resto del país sigue sufriendo
De modo que no, los trapicheos financieros no obraron maravillas en la economía estadounidense y hay dudas justificadas sobre por qué, exactamente, quienes trapicheaban han ganado tanto dinero obteniendo unos resultados tan cuestionables.
Estas son, sin embargo, preguntas que los responsables de los trapicheos no quieren que se formulen, y creo que no solo porque quieran defender sus exenciones tributarias y otros privilegios. También hay algo de amor propio. La riqueza inmensa no es suficiente; también quieren deferencia y están haciendo lo que pueden para comprarla. Ha sido sorprendente leer cómo los otrora demócratas de Wall Street han apoyado unánimemente a Mitt Romney, no porque crean que tiene buenas ideas políticas, sino porque se toman las leves críticas del presidente Obama a los excesos financieros como un insulto personal.
Y ha sido especialmente triste ver a algunos políticos demócratas vinculados a Wall Street, como el alcalde de Newark, Cory Booker, acudir diligentemente en defensa de los sorprendentemente frágiles egos de sus amigos.
Como he dicho al principio, en cierto modo el egocéntrico y ególatra comportamiento de Wall Street ha tenido su gracia. Pero aunque este comportamiento pueda resultar gracioso, también es profundamente inmoral.
Piensen en dónde estamos ahora mismo, en el quinto año de una depresión provocada por unos banqueros irresponsables. Los banqueros han sido rescatados, pero el resto del país sigue sufriendo terriblemente, con un paro de larga duración que todavía está a unos niveles que no se habían visto desde la Gran Depresión, con toda una generación de jóvenes estadounidenses licenciándose para entrar en un mercado laboral desastroso.
Y en medio de esta pesadilla nacional hay demasiados miembros de la élite económica que parecen preocupados sobre todo por la forma en que el presidente ha herido sus sentimientos. Eso no tiene gracia. Es una vergüenza.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y Premio Nobel 2008.
© New York Times Service 2012. Traducción de News Clips.
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