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¿El fin de la dictadura del 'culturetado'?

José Ángel Mañas

Uno de los que ha descrito con mayor plasticidad el estado actual de los artistas ha sido el escritor Agustín Fernández Mallo: "A veces los creadores somos como osos de Alaska a quienes se les derrite el hielo bajo los pies. Gritamos, pero eso no evitará que el hielo siga derritiéndose". No podía estar más de acuerdo. Pero no olvidemos que los osos saben nadar.

La imagen me parece un buen punto de partida para reflexionar sobre las incómodas circunstancias en las que se encuentran actualmente los artistas y sobre su problemático encaje en el siglo XXI, que será -lo podemos decir ya- el siglo de la información. He leído en alguna parte que, si apilásemos CD con toda la información que hemos ido acumulando durante los últimos años en Internet, el conjunto daría para llegar de aquí a la Luna. Hay pocas cosas ciertas en este inicio de milenio, pero una de ellas es que nunca antes en la historia de la humanidad se había acumulado tanta información.

Por primera vez, los artistas se muestran retrógrados y reaccionarios ante la cibercultura
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Y, curiosamente, en esta era de la información los artistas están sufriendo como hacía bastante que no sufrían. Hay que decir que durante el siglo pasado estuvieron mal acostumbrados. Por primera vez en la historia habían conseguido entrar en las instituciones. Su pasado, hasta que aterrizaron en los Estados de bienestar, había sido otro. Durante muchos siglos, el arte fue el privilegio de las clases adineradas. A menudo, los artistas eran, en realidad, una suerte de bufones. Alguien como Quevedo debió de ser una curiosidad para la corte de Felipe IV. Mozart, un capricho de la corte de Viena. Literatura y música no eran sino pasatiempos de las clases altas, a quienes, como es lógico, les correspondía ejercer de mecenas. Y raro era el artista que mordía abiertamente la mano que le daba de comer.

En el siglo XIX, sin embargo, los bufones dejaron de ser tan simpáticos. Con el auge del Romanticismo, la figura del artista se transforma y nace el bohemio enfrentado a la sociedad burguesa. Esta es la imagen del creador que más ha calado. Desinterés material y amor intransigente por el arte, inconformismo, liberalidad sexual, genialidad y locura, son algunos de los atributos de un personaje decimonónico que aún hoy subsiste en el imaginario colectivo. Baudelaire se pintaba de verde el pelo para epatar a sus contemporáneos, Larra se pegó un tiro por amor y Van Gogh se cortó una oreja.

Por su parte, el XX fue el siglo de las guerras mundiales, de la televisión, del cine y de la cultura popular. Durante la primera mitad del siglo la figura del artista se politiza. El creador se compromete, se echa a la calle, se hace de izquierdas. Muchos mueren en la Guerra Civil española, otros parten al exilio. También Europa mira hacia Moscú. Alberti, Neruda, Brecht, Camus, Sartre, Moravia. La lista es inacabable y la tendencia tan poderosa, que durante un tiempo pareció que ser intelectual y de derechas fueran dos cosas incompatibles. Ahí empezaron los problemas históricos que han tenido, desde hace casi un siglo, los partidos conservadores con la cultura.

La situación evolucionó al mismo tiempo que la realidad social europea y así, en la segunda mitad del XX (una circunstancia que dura hasta la fecha), la intelectualidad occidental entró en las instituciones y pasó a ocupar puestos de una novedosa responsabilidad política. Personalidades como Malraux y Semprún se convierten en ministros de sus respectivos países y la cultura pasa a ser uno de esos dispendios lujosos de un Estado de bienestar que asume, entre sus tareas, la de subvencionar a sus creadores y poner el arte al alcance de todos.

Es la situación de la que salimos y en la que ha irrumpido con fuerza un elemento con el que pocos contaban: la cibercultura o el internautismo, llámese como se quiera. Los internautas más beligerantes, con su filosofía libertaria y sus teorías del procomún y de la copia libre, llevan ya unos años enfrentándose con virulencia a los adalides de los derechos de autor y del intervencionismo estatal. No entraré en los argumentos que se están esgrimiendo desde las trincheras de ambos campos en lo que quizá sea el debate intelectual más apasionante del último lustro. Me parece que no es el momento y hace tiempo que asumí que estoy entre los perdedores: las minas tradicionales se están cerrando y yo me cuento entre quienes luchan para defender un anacrónico medio de subsistencia.

Lo que sí quería resaltar es la curiosidad de que, por primera vez en la historia reciente, el colectivo de artistas, vamos a llamarlos clásicos, se han encontrado en una situación descaradamente retrógrada y reaccionaria. Y eso, para quienes están acostumbrados a ser la vanguardia cultural de nuestras sociedades, es una situación insólita e incómoda, de la que no saben cómo salir. Yo sospecho que será con los pies por delante. Así que vayamos entonando un réquiem y esperemos que los vencedores se muestren piadosos. La batalla, tal y como está planteada en estos momentos por los culturetas, está perdida de antemano.

José Ángel Mañas es escritor.

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