De la primavera al otoño árabe
La llama prendió en un pueblo de Túnez hace un año. La inmolación de un joven se convirtió en un símbolo. El descontento social se extendió y transformó en cólera contra el humillante inmovilismo de los dictadores en Egipto, Libia, Yemen, Siria... Hacemos balance a través del viaje de dos reporteros a los puntos calientes de la revolución y el análisis de un escritor que conoce bien el mundo árabe.
1 Mi primer contacto físico con el mundo árabe data de 1963, cuando fui invitado a la conmemoración del primer aniversario de la independencia argelina por el Gobierno de Ben Bella. Aunque mis simpatías políticas se dirigían a figuras de probada honradez como Ferhat Abbás, Ben Yedda o Budiaf, marginados por aquél y por el ejército al mando del coronel Bumedián, creía aún en la posibilidad de un Estado democrático y socialista conforme al modelo entonces en boga de los países recién independizados del yugo colonial agrupados en el conjunto de los No Alineados. El golpe de Estado de Bumedián en 1965 que confirió el poder al ejército y a su apéndice político -el Frente de Liberación Nacional, controlado igualmente por el coronel- me hizo ver que una vez lograda la independencia tras una durísima guerra de ocho años el camino de la democracia sería largo, difícil y sembrado de trampas. En mis sucesivos viajes a Argelia, que recorrí casi por entero, advertí la creciente desafección popular por una dictadura que poco o nada tenía que ver con los ideales que exteriormente proclamaba. La rebelión juvenil contra el sistema en 1988, aplastada a costa de centenares de víctimas, puso en evidencia la profunda ruptura existente entre el poder y la inmensa mayoría de la población. Entre tanto, la política de arabización forzada llevada a cabo por maestros formados en Arabia Saudí dio sus amargos frutos: el islamismo radical emergió como única alternativa creíble al FLN y el ejército. Las mezquitas se convirtieron en el único espacio de abierta oposición al régimen y el retorno a las fuentes más puras del islam en el refugio de millones de marginados, unidos por su rechazo del hogra (desprecio), corrupción y arrogancia del llamado despectivamente "partido francés".
El recurso al humor corrosivo sirve de antídoto frente a décadas de humillación
¿Hay una excepción marroquí? no ha vivido revueltas sangrientas ni casi protestas contra la monarquía
En túnez y en Egipto, el dilema es decantarse por el modelo turco o por el extremismo salafista
La convocatoria electoral de junio de 1991 confirmó los temores de la nomenklatura y de los débiles y fragmentados partidos laicos: el FIS (Frente Islámico de Salvación) alcanzó la mayoría -como este otoño, pero en circunstancias muy distintas, y con un proyecto más moderado, en Túnez, Egipto y Marruecos-. Su discurso radical fomentó la aparición de grupos salafistas cuyo lema era la lucha armada revestida del carisma de la yihad. Ante el previsible resultado de la segunda convocatoria, fijada seis meses después, el presidente Chadli Benyedid presentó su dimisión y el poder fáctico suspendió las primeras y últimas elecciones libres de la historia argelina. Este golpe de Estado -aplaudido en contra de sus principios constitutivos por los partidos demócratas y los Gobiernos europeos por aquello de "ninguna libertad a los enemigos de la libertad", iba a sentar cátedra y permitir a los dictadores árabes el visto bueno de Washington, París y Londres en cuanto supuestos baluartes contra el islamismo- desembocó, como sabemos, tras el asesinato de Budiaf en la guerra civil o, por mejor decir, guerra contra los civiles de 1992-1998, que se saldó con la cifra de 150.000 muertos. El ejército y el FLN se impusieron a la rama militar del FIS, al GIA (Grupo Islámico Armado) y a los islamistas de Takfir u Hixara (Excomunión y Exilio), cuyos ultras, refugiados en zonas montañosas de difícil control, se unirían en la pasada década a Al Qaeda del Magreb árabe, y sus atentados y emboscadas colean aún. Pero la frustración y la cólera de la población abandonada a su suerte y sin posibilidades de emigrar a una Europa en crisis no se han apagado. Las tentativas de revuelta durante la primavera árabe fueron abortadas con contundencia, y el temor a un nuevo ciclo de sangre como el de la anterior década actuó de cortafuegos en una gran parte de la población.
2 En el caso de las revueltas de Yemen (país que recorrí en 1993) y de Libia (cuyo régimen, como el de Sadam Husein en Irak, me disuadieron de poner los pies en ellos) nos hallamos ante una serie de elementos comunes: carencia de una Constitución vertebradora de la sociedad, predominio exclusivo de los valores tribales, clánicos, étnicos y confesionales. La descolonización de Libia en 1951, después de la Segunda Guerra Mundial, se llevó a cabo de forma pacífica, pero la monarquía fue depuesta en 1969 por el golpe militar del coronel Gadafi, cuyos siniestros 42 años de reinado (¡él mismo se proclamó Rey de Reyes!) eliminaron toda huella de Estado regido por la ley, con partidos políticos, prensa independiente y dotado de estructuras ajenas a su persona. Como proclamó en la plaza Verde al comienzo de la sublevación popular en Bengasi, la Yamahiriya o Estado de las masas era él y, en cuanto tal, encarnaba la totalidad de los poderes. Patrón absoluto de un Estado policiaco que asesinaba impunemente a los opositores -la matanza de 1.400 presos en la cárcel de Abú Salim es el ejemplo más brutal de ello-, perseguía y asesinaba asimismo a los disidentes refugiados en el extranjero. Ello no obstó para que desde su colaboración con la CIA a partir de 2003 y la exculpación del atentado de Lockerbie fuera recibido con honores en Roma, París, Londres y Madrid con un ceremonial que producía sonrojo en cabeza ajena. Su final desastroso, linchado por los mismos que él llamaba "ratas", ha dejado a Libia ante un futuro incierto, con poder fragmentado entre facciones rivales (las de Misrata, Zentán, Bengasi y de las tribus dueñas del maná petrolero) y sujeta a la presión de los Estados de la Coalición que apoyaron militarmente al Consejo Nacional de Transición con miras al futuro reparto de los dividendos del oro negro. ¡Defender a la vez la democracia y los intereses económicos es el sueño de todos los Gobiernos de Occidente, sean del color que sean!
El caso de las revueltas sangrientas de Yemen contra el poder autócrata de Alí Abdalá Saleh -que, como el clan Ben Alí-Trabelsi, Mubarak, Gadafi y El Asad, pretendía instaurar una flamante dinastía republicana- presenta una serie de particularidades que las distinguen de las de Túnez, Egipto y Libia. Si las estructuras tribales y clánicas no se diferencian de las estudiadas por Ibn Jaldún en la Muqqádima, a la división confesional entre suníes, chiíes de la rama zaydí mayoritaria en el norte y a la actual implantación de Al Qaeda en la península Arábiga en la zona sureña, se agrega la situación creada por la precaria reunificación de la República Árabe de Saná con la República Democrática y Popular de Adén, llevada a cabo en 1990 por el propio Saleh.
Esa fragmentación étnica, política y religiosa la pude comprobar de visu durante mi estancia en el país de la reina de Saba. En la región noroeste, las tribus iban armadas hasta las cejas. La mayoría de los congregados en los zocos semanales exhibían sus Kaláshnikov y la autoridad estatal brillaba por su ausencia. Según fui advertido, el rapto y consiguiente rescate de extranjeros era una práctica bastante extendida, de la que pude librarme tal vez por la barba sin afeitar y mi dialecto marroquí -la gente me identificaba como oriundo del Magreb el Aqsá, esto es, el Occidente Extremo, que se sitúa para ellos en Marruecos-, así como por mi cita de un célebre alhadiz del Profeta sobre la fe y sabiduría de los yemeníes. El cuadro social se ajustaba a lo que nuestros vecinos del sur de Tarifa denominan bilad siba: territorio no sujeto a la ley del Sultán.
El paisaje físico y humano de la difunta República Democrática y Popular era enteramente distinto. Si en los figones y asadores del norte los mozos servían al cliente con rapidez y cambiaban los platos apenas los habías vaciado de su contenido, en Adén, después de veinte años de comunismo a la soviética, aguardaban ociosos a que solicitaras sus servicios. Los hoteles de construcción reciente sufrían, como en Argelia, una decrepitud galopante. El chirrido del ascensor made in Bulgaria de un establecimiento con vistas al mar me indujo a subir a pie las escaleras que conducían a la terraza panorámica. La reunificación no había logrado acoplar dos mundos opuestos. El presidente Saleh, en el poder durante décadas, pretendía, antes de las revueltas árabes, presentarse de nuevo a unas elecciones amañadas con la misma impavidez y desvergüenza que sus colegas de Túnez y Egipto. Ni las protestas airadas de la población de la capital reprimidas con brutalidad ni el enfrentamiento armado de un sector del ejército ni la creciente agitación tribal en la mayoría del país lograron arrancarle del sillón presidencial al que se aferraba y con el que permaneció unido de forma casi hipostática. Como sus pares, jugaba la carta de la lucha contra Al Qaeda con miras al apoyo norteamericano y saudí. Por tres veces consecutivas anunció su retirada y la de la candidatura de su hijo a sucederle, y a continuación se desdijo, incluso después de haber sufrido las consecuencias de la bomba incendiaria que cayó en la mezquita del palacio presidencial en la que oraba. Desde Arabia Saudí, en donde fue tratado de sus heridas y quemaduras, siguió con sus promesas de ceder el timón de mando en plazos cada vez más cortos y regresó a Saná para prolongar el ciclo de promesas de paz y de fuego graneado. Cuando escribo estas líneas -escarmentado con la suerte corrida por Mubarak y Gadafi- parece haberse resignado a dejar el poder a cambio de la inmunidad, suya y de su familia.
Los blogueros egipcios que difundieron la caricatura del anciano monarca saudí al cuidado de varios bebés con las cabezas de Gadafi, Mubarak, Ben Alí y otros déspotas de su especie se adelantaron a los acontecimientos. Uno de los rasgos más sobresalientes de la primavera árabe es su recurso al humor corrosivo como antídoto contra décadas de inmovilismo, pobreza y humillación.
3 Después de mi último viaje a Damasco (Jornadas damascenas, EL PAÍS, 11-07-2010), invitado por el Instituto Cervantes a una lectura en la universidad, expuse mis impresiones de una ciudad que no había visitado desde hacía 37 años. Su modernización era evidente, las distintas comunidades religiosas convivían de forma pacífica, las basuras no se acumulaban como antes en las calles de los barrios más pobres, la retórica del "socialismo árabe" se había disuelto en la pócima de un liberalismo económico que no osaba decir su nombre, liberalismo que, si beneficiaba a la burguesía de la capital y de Alepo, marginaba el sector agrario y la pequeña y mediana industria subvencionada por Hafez el Asad. Por encima de todo, mis interlocutores afirmaban que su hijo y heredero Bachar había abierto el espacio político y encabezaba una prudente transición democrática omitiendo el hecho de que los mecanismos del poder (ejército, la muhabarat y la estructura estatal del régimen) seguían en manos de la minoría alauí a la que pertenece el clan El Asad y cuya asabiya (espíritu de cuerpo) prevalecía sobre cualquier otra consideración de orden nacional. Tras mi lectura, de tema estrictamente cultural, me llamó la atención que los ministros de Información, Educación y Cultura, sentados en la primera fila del anfiteatro, tomaran la palabra (uno de ellos, exembajador en Madrid, en perfecto español) sin dar paso al turno de preguntas habitual en estos actos. La frustración de los jóvenes asistentes era visible y así me lo confirmó uno de ellos. "No quieren preguntas molestas", me dijo después un diplomático.
Lo ocurrido en los últimos ocho meses, desde el levantamiento masivo de Deraa contra el asesinato de un adolescente por el "crimen" de haber trazado un grafito contra el régimen, la ferocidad de la represión ha desmentido de forma rotunda el supuesto aperturismo de Bachar el Asad: sus métodos de castigo no se distinguen de los empleados por su padre contra la insurrección islamista de 1979-1982, aplastada definitivamente en Hama a costa de más de veinte mil víctimas. Después de Deraa, los asaltos con blindados, helicópteros y fuerzas de élite a Hama, Homs, Idhil, Banias y a las poblaciones kurdas cercanas a la frontera turca han desencadenado un ciclo de violencia bélica responsable de más de 5.000 muertes, en su gran mayoría civiles. El presunto talante amable de Bachar -como el que se atribuía a Saif el Islam, el heredero de Gadafi- ha resultado falso de toda falsedad. Sus promesas aperturistas (diálogo con opositores escogidos a dedo, liberación calculada de presos políticos, retirada del ejército de las calles) han sido seguidas, como en Yemen, de nuevos asaltos y matanzas de ciudadanos que a pecho descubierto desafiaban los disparos de los francotiradores. Pues, a diferencia de lo acaecido en Hama en 1982 -la carnicería fue cuidadosamente sepultada por la férrea censura del régimen-, las imágenes transmitidas a diario por Facebook, Twitter y demás redes sociales a partir de teléfonos móviles han llegado al mundo entero y suscitado un clamor de indignación en los países árabes y la vecina Turquía. Las sanciones adoptadas por la Liga Árabe -de ordinario incapaz de reaccionar ante los acontecimientos que sacuden a sus Estados miembros- revelan hasta qué punto se ha visto obligada a tomar cartas en el asunto presionada por la opinión pública.
Dicho esto, Siria no es Libia, y las bazas que se ventilan aquí son de mucho mayor alcance. El régimen no ha perdido aún el control del territorio, excepto en el interior de algunas ciudades sitiadas por sus fuerzas represivas. El ejército, allegado por su pertenencia a la minoría alauí, no se ha alzado contra El Asad, y si bien las deserciones aumentan de día en día, no puede hablarse de un conflicto bélico. Otros factores juegan además a favor del clan en el poder: el miedo de la minoría cristiana y de la burguesía damascena y de Alepo a una guerra intersectaria como la que ensangrentó a Líbano y ensangrienta a Irak, de donde decenas de millares de cristianos han huido para refugiarse precisamente en Siria. Sin olvidar el más importante de todos: el choque de intereses estratégicos opuestos. Aliada de Irán y de Hezbolá, es una pieza esencial en el polvorín de un Oriente Próximo siempre a punto de estallar. El temor de Israel a una "democracia islamista" no es menor que el de Teherán a perder su único socio en la región. El bloqueo económico-financiero y la presión política de Turquía, la Unión Europea y la Liga Árabe no afectan a dos países vecinos de Siria, a Líbano e Irak, cuyas fronteras sirven de válvula de escape al asfixiado régimen de Bachar el Asad. Éste perdió en 2000, año en el que sucedió a su padre, la oportunidad de una transición ordenada que devolviera al país la libertad y dignidad que hoy reclama. El traspaso negociado de poderes del dictador al Consejo Nacional de Transición no será fácil, pese a los esfuerzos de Turquía, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y la Liga Árabe. Pero la suerte de El Asad está echada. Tarde o temprano tendrá que enfrentarse a un dilema difícil: seguir el ejemplo de Ben Alí o acabar como Gadafi o ante el Tribunal Internacional de La Haya.
4 Si las revoluciones de la primavera árabe pillaron por sorpresa a los países miembros de la Unión Europea, principalmente a la Francia de Sarkozy y a la Italia de Berlusconi, socios comerciales y estratégicos de Ben Alí, Mubarak y Gadafi, enfrentan también a Israel a un desafío imprevisto. Sus antiguos vínculos militares con Ankara se quebraron en 2010 a raíz del asalto a la flotilla humanitaria destinada a romper el bloqueo de Gaza en el que perecieron nueve ciudadanos turcos, y la estabilidad que le procuraba Mubarak, con el cierre de la frontera con la Franja desde que Hamás se hizo con el poder legitimado por las urnas, es agua pasada. El autismo de la clase política israelí, al fundar la supervivencia y futuro del Estado judío en el uso exclusivo de la fuerza, parte de unas premisas ideológicas que lo sucedido en 2011 han puesto en tela de juicio. En su obra El muro de hierro, recientemente traducida y publicada por la editorial Almed, el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Oxford, Avi Schlaim, un crítico despiadado de la política de su país en los Territorios Ocupados de Palestina, recuerda que durante décadas Mubarak fue el líder árabe ideal para Tel Aviv. Partiendo del supuesto de que los pueblos árabes son incapaces de gobernarse sino por dictadores, Ehud Barak no escatimaba en sus elogios al rais y la revuelta del 25 de enero le llenó de ansiedad: pidió una urgente intervención de Obama para salvarle y, cuando ella se reveló inútil, no dudó en afirmar que Mubarak y su clan, "aunque fueran rechazados por su pueblo, estaban comprometidos con la seguridad regional y era mucho más cómodo tratar con ellos que con la gente que se echa a la calle". El general Amos Gilad, por su parte, se deshacía en elogios de los servicios de inteligencia egipcios, que, en su opinión, "merecían ser condecorados".
Este sostén al dictador, "subcontratista de los intereses de Israel y Estados Unidos en el mundo árabe", según Schlaim, es hoy un recuerdo vergonzoso para la población egipcia, aunque la Junta Militar en el poder presidida por Tantaui se haya comprometido a respetar los acuerdos de paz con Tel Aviv. No obstante este obligado pragmatismo, la apertura parcial de la frontera con la asfixiada Gaza, los atentados al oleoducto que alimenta a Israel y Jordania y el asalto a la embajada israelí tras la muerte de cinco soldados egipcios en un incidente no aclarado en el Sinaí tras el que Tel Aviv se demoró en presentar excusas son otros tantos índices de que las cosas no volverán a ser como antes. El aislamiento internacional de Israel es mayor que nunca, y las recientes exhortaciones de León Panetta a que restablezca los maltrechos lazos con Ankara y El Cairo y reanude las negociaciones con la Autoridad Nacional Palestina (negociaciones inútiles desde la construcción de nuevos bloques de viviendas en Jerusalén Este en un gesto de claro desaire a Obama) han caído en saco roto. El statu quo se ha venido abajo y Netanyahu se muestra por ahora incapaz de mover ficha. Las inquietantes ambiciones nucleares de Irán, el huracán que sacude a Siria y la persistente agitación egipcia tras la victoria de los islamistas deberían arrancarle de su esclerosis estratégica y de su funesto inmovilismo. Lo de "la paz se hace con los dictadores" o "no hay espacio para la democracia en el mundo árabe", evocados por Evi Schlaim, muestran la urgente necesidad de un cambio de mentalidad de los líderes de un Estado que se preciaba hasta fecha reciente de ser la única democracia en Oriente Próximo y que vive hoy voluntariamente atrapado en su búnker.
5 El resultado de la convocatoria de las primeras elecciones libres celebradas en Túnez, Egipto y Marruecos a consecuencia de la primavera árabe ha favorecido claramente a los partidos y movimientos islamistas, tal y como ocurrió en Argelia veinte años antes. Para cualquier observador de la sociedad de estos países, dicha victoria no era solo previsible: estaba cantada. La demonización de los Hermanos Musulmanes por Nasser, Sadat y Mubarak en Egipto, por Burguiba y Ben Alí en Túnez, así como por el núcleo duro del Majcén durante el reinado de Hassan II, les confirió una aureola de héroes de cara a una población sujeta a un poder omnímodo tras las duras persecuciones que sufrieron. Forjados en la lucha clandestina, lograron mantener no obstante el contacto con aquélla, harta de la injusticia, corrupción y arrogancia de los detentadores del poder y de su manipulación de los desacreditados partidos políticos. Pero dicho islamismo abarca una gran variedad de corrientes y difiere de un país a otro aunque la disyuntiva actual entre un pragmatismo que toma por modelo el Partido de la Justicia y Desarrollo turco y un salafismo que predica el retorno al califato o el camino al wahabismo saudí sea común a todos ellos.
En el caso de Túnez, de donde arrancó el proceso revolucionario árabe, el periodo de transición hasta las elecciones del 23 de octubre estuvo marcado, como en Egipto, por manifestaciones masivas de descontento. La lentitud de los cambios que exigía la calle, la permanencia en puestos de mando de políticos vinculados a Ben Alí y su partido, el desamparo económico y social de las regiones marginadas del interior y del sur y el odio a una policía no purgada de sus elementos responsables de la represión anterior alimentaban un sentimiento de frustración -de un benalismo sin Ben Alí- que estalló en las violentas manifestaciones del mes de julio en la simbólica plaza de la Kasbah, junto al Ministerio del Interior. Estas protestas, reprimidas también como en Egipto con gases lacrimógenos, apaleamientos y numerosas detenciones, reflejaban la mencionada división del país en términos económicos y sociales -la mayoría de los contestatarios procedía de Gafsa, Sidi Buazid, Kaserín, Gabés y otras zonas tradicionalmente postergadas-, y también entre quienes exigían cambios rápidos, pese a la grave crisis económica, y los que, como Ennahda, no querían descarrilar un proceso electoral que a todas luces les favorecía. Los jóvenes en cólera, que fueron la vanguardia en la caída del déspota, y los sectores urbanos laicos y demócratas que les apoyaban comprobaron con amargura el 23 de octubre que los principales beneficiados de su lucha eran Ganuchi y su movimiento. A ello contribuyeron la fragmentación del voto liberal y socialdemócrata (¡105 partidos, en su mayoría desconocidos y sin programa claro!) y su falta de experiencia y bisoñez frente a una maquinaria bien rodada como la de Ennahda. Pero si el 36% de los sufragios le otorga la presidencia del nuevo Gobierno, éste deberá compartir el poder con el partido Congreso para la República, de izquierda nacionalista, y el socialista Ettakol, que le siguen en número de votos.
La transición tunecina se ha iniciado con la creación de una Asamblea Constituyente provisional, encargada de redactar un esquema de la que será aprobada dentro de un año y que garantizará el pluripartidismo y el Estado de derecho. Presidida por el conocido opositor de Ben Alí, Mustafa ben Jaafar, ha elegido presidente de la República a Moncef Markouzi, cuyo historial democrático y de defensor de los derechos humanos no ofrece dudas. La jefatura del Gobierno, que acumula la mayor parte de poderes y prerrogativas, corresponde a Ennahda. Ante el temor que ello suscitó en los partidos laicos y en las asociaciones de mujeres que participaron activamente en la caída del dictador, su portavoz se comprometió a preservar el código del estatuto personal de la mujer, el más avanzado de los Estados árabes, contra el que se movilizan los salafistas.
El manejo de este periodo no será fácil ni evitará nuevas tensiones ni episodios de enfrentamiento callejero, obra no solo de los indignados impacientes, sino también de los provocadores y matones instigados por los servicios de seguridad del régimen anterior y por los salafistas radicales, en una singular alianza contra natura. A esa efervescencia se suma el deterioro económico que atraviesa el país a consecuencia de la crisis mundial y el desplome del turismo.
(Recuerdo la cólera de un hotelero francés que, ante las hileras de tumbonas vacías a lo largo de una playa "de ensueño", espetó a su entrevistador: Qu'ils arrêtent d'une bonne fois leur pagaille! Nos clients veulent bronzer!)
El dilema de Ennahda, como el de los Hermanos Musulmanes egipcios, es decantarse por el modelo turco de Recip Erdogán o por el extremismo salafista que predica la vuelta al califato (sin precisar cómo) y que encabezó las ruidosas manifestaciones contra el filme Ni Alá ni amo, de la realizadora tunecina Nadia el Fani. Ennahda debe dejar bien claro que los progresos cívicos adquiridos en la época de Burguiba y las normas del Estado de derecho no admiten vuelta atrás.
6 Desde mi estancia en El Cairo tras la caída del "Faraón" (La plaza de la Liberación, suplemento Domingo de El País de 1-5-2011), el proceso de transición egipcio ha seguido un curso previsible: los altibajos de un camino difícil y sembrado de trampas. Los jóvenes impacientes que ocupaban la plaza acusaban ya al Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA) de intentar perpetuarse en el poder y sus correspondientes privilegios: un mubaraquismo sin Mubarak. Recordé a uno de ellos, con quien conversé en un hotel cercano al epicentro de la contestación, que nuestro trayecto hacia la democracia se extendió desde la Constitución de Cádiz en 1812 hasta la establecida en 1978 tras una verdadera montaña rusa con periodos de monarquía absoluta, revueltas liberales, golpes de Estado, dictaduras, guerras civiles... El suyo, le tranquilicé, sería infinitamente más corto, pero debería sortear los escollos con pragmatismo, conforme al precario equilibrio de fuerzas entre el poder militar y los impulsores del cambio. Entre unos y otros se interponían además dos fuerzas convergentes pero opuestas: la acción perturbadora de los matones y camorristas de la disuelta Seguridad del Estado, los baltaguiya, y la de los salafistas radicales, cuyo credo rechaza la noción de democracia "importada de Occidente".
El sectarismo religioso ha sido el arma empleada por ambos para sembrar la discordia. El 8 de mayo, jóvenes musulmanes y coptos se enfrentaron en el barrio popular de Imbaba y dos iglesias fueron pasto de las llamas. El intercambio de pedradas, adoquinazos y balas dejó 12 muertos y más de 200 heridos, en su gran mayoría cristianos. Los hechos se repitieron a mayor escala el 9 de octubre, con la protesta copta por el incendio de otro templo en el sur de Egipto. Millares de cairotas se congregaron frente a la televisión estatal para exigir el castigo de los culpables. Los militares que protegen con tanques la sede de aquélla dispararon contra los manifestantes con un saldo de 21 víctimas mortales (17 civiles y 4 soldados). Según la poco creíble versión oficial, los coptos atacaron a los reclutas con armas de fuego. Mucho más verosímil es la de quienes sufrieron el fuego de los militares: los autores de los primeros disparos fueron los baltaguiya infiltrados en la multitud de los que protestaban desarmados.
Los indignados del Movimiento del 25 de enero y del todos somos Jalid Said -nombre del joven internauta de Alejandría torturado hasta la muerte el 6 de abril de 2010 por la policía de Mubarak por haber colgado en su blog un vídeo que mostraba la corrupción policial- volvieron a acampar en la plaza para exigir la dimisión de Tantaoui y del Gobierno provisional. Las cosas no habían cambiado desde el encarcelamiento de Mubarak y sus hijos en Tora, centenares de detenidos en las protestas contra el dictador seguían presos y la censura de los medios informáticos era la misma de antes: uno de los programas más populares del canal privado ONTU fue cancelado por intentar emitir una entrevista con el novelista Alaa al Aswany y las oficinas de Al Hurra y 25TV fueron asaltadas brutalmente por filmar en directo la carnicería del 9 de octubre.
El desalojo brutal de los acampados en la plaza, incluso de los dispensarios improvisados para las víctimas de los gases lacrimógenos y balas de caucho de la manifestación del viernes 18 de noviembre, movilizó de nuevo a una inmensa multitud de cairotas que abarrotaron Tahrir y sus aledaños como en los días gloriosos de la Revolución. Los Hermanos Musulmanes, que habían boicoteado las últimas protestas masivas a fin de no descarrilar el proceso electoral que favorece el brazo político de la Cofradía, el Partido de la Justicia y Libertad, se sumaron disciplinadamente los días siguientes, sobrepasando en número y visibilidad mediática a los movimientos juveniles y partidos democráticos. Tras esta prueba de fuerza dirigida a la cúpula militar, la creciente tensión entre el Ejército y los "indignados" de Tahrir desembocó en la convocatoria el 25 de noviembre del Día de la Cólera, en recuerdo de la que fue origen de la caída del dictador. La plaza vivió la misma furia y exaltación de comienzos de año: la multitud exigió la dimisión de Tantaoui, el aplazamiento de las elecciones del día 28 y la formación de un nuevo Gobierno compuesto de políticos libres de toda sospecha de colusión con el pasado, presidido por El Baradei. Pero los Hermanos Musulmanes fueron los grandes ausentes de este Viernes de la Última Oportunidad: se reunieron en el barrio de Al Azhar ¡a defender la mezquita Al Aqsa de Jerusalén! Los salafistas ocuparon su lugar y encabezaron las protestas en Alejandría, El Fayún, Asuán y Port Said.
La complicidad entre la Cofradía y el CSFA -denunciada por los jóvenes revolucionarios abstencionistas y por militantes salafistas- frustró la anunciada marcha de un millón contra la cúpula militar y el secuestro de la Revolución por antiguos cómplices de Mubarak, y salvó el calendario electoral fijado tres días después. La dura experiencia de los Hermanos a lo largo de cuatro décadas ha cambiado la mentalidad de las nuevas generaciones: las ha alejado del islamismo radical y acercado al modelo del PJD turco. Saben que su futuro político exige un reparto de competencias con el Ejército y con los demás partidos representativos de la sociedad egipcia. No pierden la ocasión de proclamar que son moderados y respetarán la Constitución elaborada por la Asamblea Constituyente.
Su estrategia se ha revelado fructuosa, contrariamente a los comicios amañados de Mubarak en los que muy pocos se tomaban la molestia de depositar su voto en la urna, los egipcios acudieron masivamente a ejercer su derecho en la primera vuelta del laborioso proceso electoral del 28 y 29 del pasado noviembre (alrededor del 60%) y el brazo político de la Hermandad, el Partido de la Justicia y Libertad, obtuvo el 35% de los votos. Las apuestas otorgaban el segundo puesto al Bloque egipcio -una coalición de partidos liberales encabezados por el Wafd-, pero la gran sorpresa de los comicios fue el auge espectacular de los salafistas: su partido, Al Nur, se alzó con el 24% de los sufragios frente al magro 13% de los grupos liberales y laicos. El comunista Tagamu y los naseristas se reparten el resto.
La segunda fase de las elecciones celebradas en medio de las turbulencias de diciembre han confirmado esta tendencia. Los salafistas alcanzan la mayoría en Alejandría, Damiela y los distritos más desfavorecidos de la capital, robándole votos a la Cofradía, a la que acusan ya de tibieza y compadreo con la cúpula militar. Todo indica que ante el dilema de los Hermanos Musulmanes entre aliarse con el Wafd y los laicos para conformar una cómoda mayoría en la futura Asamblea o hacerlo con sus rivales de Al Nur, la alarma que generaría la segunda opción en una gran parte de la sociedad egipcia y en los países occidentales, en especial Estados Unidos -gracias a cuya ayuda interesada subsiste un alto porcentaje de la población-, les inducirá a inclinarse por la primera.
El extremismo de los salafistas inquieta no solo a los coptos y a la juventud urbana que se echó valientemente a la calle hasta derrocar al dictador, sino también a numerosos musulmanes moderados contrarios a la aplicación de la sharía y, sobre todo, a las mujeres que temen ser las primeras víctimas de su visión retrógrada. El partido político de la Cofradía, que toma por modelo el PJD de Erdogán, sufrirá en los próximos meses el "fuego amigo" de unos competidores que reivindican para sí el monopolio de los supuestos valores genuinos del islam. Pero desde un punto de vista pragmático, solo la tutela incómoda del Ejército, si renuncia a sus poderes de facto tras las presidenciales de julio de 2012, permitiría al Partido de la Justicia y Libertad emprender un urgente programa social de hacer frente a la pobreza que atenaza a casi el 80% de la población, a la caída del turismo y a la carga adicional de decenas de millares de trabajadores que huyeron del conflicto de Libia y han perdido su modus vivendi. Queda por ver cuál sería la respuesta de los salafistas, empeñados en aplicar sus preceptos oscurantistas ante lo que consideran un desvío o traición de sus pares.
P.S. La violenta intervención del Ejército contra los jóvenes manifestantes de Tahrir que el 17 de diciembre protestaban por la tortura y muerte de un compañero detenido la víspera incendió de nuevo la plaza y sus alrededores. El mundo entero pudo ver en directo el ensañamiento despiadado con los contestatarios caídos y la imagen degradante de la mujer inerte y golpeada, a quien los soldados rasgaron el velo. Los 10 muertos y 600 heridos con los que se saldó la operación de castigo han abierto un foso difícil de colmar entre el movimiento del 25-E y el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas. Muchos dudan ya de sus promesas de ceder el poder y exigen una elección presidencial anticipada. Tras el vergonzoso episodio de los tests de virginidad impuestos a las jóvenes detenidas en las protestas, la reciente redada de incautación de material y documentación a las 17 ONG internacionales destinadas a promover la democracia son otras tantas señales de una deriva autoritaria y oscurantista del CSFA. El clamor mundial suscitado por ello pone al mariscal Tantaui ante el dilema de acelerar su hoja de ruta o incidir en los errores que condujeron a la caída de su antecesor.
7 ¿Hay, habrá una "excepción marroquí"? A la pregunta, formulada a menudo dentro y fuera del reino alauí, no puede responderse de forma categórica. Según las circunstancias y perspectivas adoptadas, es un sí y un no. A diferencia de los demás Estados sacudidos por el impulso renovador de la primavera árabe, Marruecos no ha vivido revueltas sangrientas y las grandes marchas de protesta que han recorrido sus principales ciudades no han puesto en tela de juicio, salvo unas pocas excepciones, el principio vertebrador de la monarquía. Las consignas y pancartas de los jóvenes del Movimiento del 20 de Febrero y de los diversos sectores del islam político se dirigían contra la corrupción rampante y los partidos fabricados por el Majcén, como el de la Autenticidad y Modernidad (PAM) de Alí el Hirnma, que, con otros grupos afines, se hizo con la mayoría del Parlamento en 2007. En cuanto a Justicia y Espiritualidad, el movimiento creado en 1973 por el jeque Yasín, no legalizado pero tolerado en la práctica, si su portavoz, la hija del propio Yasín, se declara personalmente republicana, su formación se limita a denegar al Rey su título de Emir de los Creyentes.
Cuando la efervescencia de la primavera árabe alcanzó Marruecos, Mohamed VI se apresuró a subirse al tren del cambio y en su discurso del 9 de marzo anunció una nueva Constitución para el país -votada con escaso entusiasmo el mes de junio-, mediante la cual se desprendía de una parte de sus poderes en favor del jefe de Gobierno del partido mayoritario elegido en unos comicios libres y transparentes. La divergencia entre radicales y pragmáticos, entre quienes rechazaban la reforma por insuficiente y tardía y los que veían en ella un paso en la buena dirección y confiaban en obtener así réditos electorales, marcó los siguientes meses de 2011. Las manifestaciones del 20 de Febrero, sostenidas por los islamistas de Justicia y Caridad, se sucedieron de un domingo a otro en Casablanca, Rabat y, sobre todo, en Tánger. Con excepción de la del 20 de febrero en la capital del Estrecho, se desenvolvieron de forma pacífica reclamando el fin de la corrupción y del clientelismo, una Constitución más avanzada y una Monarquía parlamentaria en la que el Rey reinara pero no gobernara.
Los resultados de la convocatoria electoral del pasado 25 de noviembre han dado la razón, al menos provisionalmente, a los posibilistas del PJD (Partido de la Justicia y Desarrollo, como el ADP turco), que obtuvieron una mayoría relativa de 107 diputados y casi el 30% de los sufragios. Aliado con el Istiqlal y los ex comunistas, podría alcanzar el quórum para gobernar. El PAM, por el contrario, sufrió una derrota estrepitosa que no perdonó siquiera a Alí el Himma, batido en su propio feudo de Ben Guerir. Si todo sale conforme a la partitura escrita en palacio, Abdelilá Benkirán será en las próximas semanas el primer ministro del primer Gobierno marroquí democráticamente elegido [fue nombrado por Mohamed VI el 3 de enero].
Si esta perspectiva alarma a una buena parte de la opinión pública -los sectores más modernistas y laicos-, creo, como Karim Bujari, el editorialista de Tel Quel, el semanario más libre y audaz de Marruecos, "que el triunfo del PJD es lo mejor que podría sucedernos en este momento". La razón es muy clara: por primera vez en la historia del país, el pueblo ha hecho oír su voz y avalado con ello la limpieza relativa de los comicios (digo relativa porque millones de marroquíes no figuran inscritos en el censo y los residentes en el extranjero no han podido votar). Se trata, pues, de un primer paso, ciertamente modesto, por la vía del cambio exigido por la juventud de los países árabes: marca el fin del caciquismo y manipulación de los comicios en los que tanto sobresalió Driss Basri, el gran visir del difunto Hassan II. El comentario de las calles al 25 de noviembre no deja lugar a dudas: la gente no ha votado al PJD por sus ideas, sino con la esperanza de que será más honesto que sus predecesores en el manejo de los bienes públicos.
La personalidad de Benkirán, convertido al posibilismo en el campo político, presenta, en cambio, aspectos más inquietantes en el de los derechos individuales: su reprensión pública a una periodista que vestía unos jeans ajustados o la denuncia de un laicismo que supuestamente incitaría al vicio que nuestros inquisidores llamaban "pecado nefando" o crimen pésimo (exactamente como Demetrio, el inefable obispo de Córdoba), contradicen su presunta defensa de aquellos. Su biografía muestra con todo -como la de los dirigentes del AKP y de los Hermanos Musulmanes- una evolución gradual del extremismo juvenil que le condujo a militar en las filas del islamismo violento y le valió la cárcel en los años de plomo de Hassan II a un pragmatismo que le lleva a pactar con sus antes denostados izquierdistas y con el Istiqlal con miras a un futuro Gobierno.
La evolución de Marruecos a corto y medio plazo es difícil de prever. El Movimiento del 20 de Febrero y el del jeque Yasín mantendrán su presión en la calle y Benkirán deberá capear con ella y con las que provengan del Majcén. La pobreza de las zonas atrasadas, las desigualdades sociales y una corrupción difícil de desarraigar le pasarán factura en unos años de crisis económica global y de los posibles efectos de una burbuja inmobiliaria a la española. Como factor positivo en el viejo enfrentamiento con Argelia a propósito del Sáhara, Marruecos se beneficiará del descrédito de Buteflika por su sostén a los dictadores árabes derrocados y del creciente apoyo político y económico de los Emiratos Árabes del Golfo, encabezados por Catar.
¿Asistimos en Túnez, Egipto y Libia -Marruecos sí sería en este caso una excepción- al paso de la Revolución al Termidor según opinan los expertos en el pesimismo histórico y en el "fatalismo consubstancial al islam"? Mientras se ventila la suerte del clan El Asad y el futuro de Siria, conviene recordar la frase de Kant, citada por mi amigo Jean Daniel, en el momento del Terror que precedió a la caída de Robespierre y la reacción termidoriana: "1793 no borrará jamás 1789".
Los efectos de la primavera árabe se prolongarán a lo largo de la presente década y nada será ya como antes.
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