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Una figura para la historia

El presidente incombustible que nunca se quiso marchar

Tras el 'Prestige', amagó durante meses buscando excusas para volver a presentarse a las elecciones de 2005

Como el PP gallego era él, nunca necesitó un sucesor. En 2003, durante las semanas posteriores a la catástrofe del Prestige, con su liderazgo más debilitado, algunos de sus colaboradores pensaron que era el final. Que, tras cuatro mayorías absolutas y 16 años de Gobierno, estaba dispuesto a hacerse a un lado. Fraga guardó silencio durante meses y mantuvo el suspense. No respondía a los periodistas sobre sus planes y tampoco se pronunciaba en las reuniones de partido. Cundieron las quinielas sobre candidatos y se desató una virulenta batalla interna en el PP gallego hasta que, en vísperas de las municipales, empezó a dar pistas. Blandía cartas de militantes e incondicionales que le pedían que repitiese como candidato. Y provocó el pasmo de compañeros de partido a los que pidió opinión sobre esos "importantes documentos".

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Después de aquellos comicios locales en los que el PP evitó la debacle, inauguró una ronda de encuentros con editores de prensa, también para sondearlos. En realidad, para que refrendasen lo que quería oír: que debía presentarse por quinta vez en Galicia. Uno de los que le recomendó que no repitiese en el cartel de candidato, habitual de esos conciliábulos, no volvió a ser convocado. Solo valía el sí para argumentar una decisión tomada de antemano. En contra de esas opiniones amigas que se resistió a tener en cuenta, concurrió y sufrió su primera derrota en 2005, tras una disparatada campaña, prolija en exabruptos. El fracaso evidenció que no tenía plan B. Tras 16 años de poder omnímodo en Galicia y en el PP ni siquiera se había procurado un lugar donde vivir.

Mientras sus hijas porfiaban en llevarlo con ellas a Madrid, Fraga seguía repitiendo que quedaba mucho que hacer en Galicia. Tomó posesión de su escaño en el Parlamento e improvisó un piso prestado de su compañero y exconselleiro Aurelio Miras Portugal, en el casco histórico de Santiago. La vivienda reunía todas las incomodidades para un anciano de 83 años que empezaba a sufrir problemas de movilidad: un dúplex sin ascensor en una calle peatonal, rodeada de locales de copas. Cuando se corrió la voz de que Fraga vivía allí, era corriente que grupos de estudiantes acabasen la noche recitándole maldades. Tras el inicio del período de sesiones, se interesó por si era posible abrir las puertas del Parlamento un poco antes. Acostumbrado a madrugar a las 6.30, las ocho de la mañana le parecía un horario ocioso. No lo logró, así que a la Cámara llegaba con la prensa leída y recortada ya de casa. Garantizó su neutralidad en el congreso de la sucesión -los más cercanos a él cuentan que prefería a Barreiro que a Feijóo-, hizo caso a sus hijas y se mudó a Madrid. En el Senado siguió despedazando periódicos y recibiendo visitas ya sin la prisa del antaño. El que pisaba su despacho, volvía con su libro de memorias dedicado.

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