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Tragedia en Italia

Un español de 68 años fallece en el naufragio

Los equipos de emergencia rescatan a un matrimonio de coreanos atrapados en un camarote y un comisario de a bordo - Otras 15 personas siguen desaparecidas

A las 12.50 del domingo, un helicóptero de salvamento izó del buque, con una pierna rota, al comisario de a bordo, Manrico Giampedroni, al que los noticieros se apresuraron en convertir en héroe. Fue la última buena noticia. Un poco antes habían aparecido en una comisaría de Roma una pareja de japoneses que, tras el naufragio del Costa Concordia, pusieron tierra de por medio sin avisar a nadie. Y la madrugada anterior, con los rostros desencajados, una pareja de coreanos emergió de una luna de miel extraña, 24 horas encerrados en el camarote de un barco hundido. Todo lo que sucedió después estuvo teñido en negro. El rescate de dos ancianos muertos -que elevó a cinco el número de víctimas mortales-, la noticia de que entre los todavía 15 desaparecidos se encuentran un padre con su hija pequeña, y, finalmente, la noticia más temida para Juan Tomás, su esposa y sus cuatro hijos. Uno de los cadáveres rescatados era el del tío Guillermo Gual, de 68 años, discapacitado psíquico, el único de la familia que no logró abandonar el barco.

Todos en la isla piensan que el crucero se acercó para cumplir un rito
El 'Costa Concordia' se desplomó a unos 200 metros del puerto
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El capitán tardó una hora en lanzar la señal de alarma tras el accidente

Envolviéndolo todo, la práctica constatación de un accidente absurdo. Nadie duda en la isla de Giglio de que el capitán Francesco Schettino, de 52 años de edad y 30 de experiencia, acercó el barco a tierra para cumplir un peligroso rito y se le fue de las manos. El rito, la costumbre, la tremenda estupidez de que un edificio flotante de 17 pisos, la más moderna tecnología y 4.200 personas a bordo se acerque considerablemente al litoral para que turistas y vecinos puedan saludarse.

"No sé si ahora lo reconocerá alguien", dice Andrea, uno de los bomberos desplazados a la isla para ayudar en las labores de rescate, "pero todos los que vivimos en los alrededores lo sabemos. A veces, los cruceros se acercan a tierra, los pasajeros salen a cubierta, aplauden, tiran fotos y brindan a la salud del capitán. Suele hacerse cuando la mar está en calma y el cielo claro".

El viernes por la noche, las condiciones eran ideales para perpetrar tamaña -aunque todavía presunta- estupidez. El imponente cadáver medio hundido del Costa Concordia es ahora su homenaje. Contemplarlo impresiona. Da igual que se hayan visto ya decenas de fotografías y de vídeos. No le hacen justicia. Ayer, cuando el barco de línea que cubre en una hora el trayecto entre la ciudad de Porto Santo Stefano (en la costa occidental de la península italiana) y la isla de Giglio pasó a su lado cargado de vecinos, turistas y un ataúd, el pasaje guardó silencio, conmovido.

El crucero se desplomó a 200 metros de distancia de la bocana del puerto. Sin necesidad de esperar a la caja negra, todos los vecinos consultados -incluso Don Lorenzo, el párroco- comparten una versión: "El capitán acercó el barco, tras el golpe con el fondo intentó seguir navegando -por eso no dio parte hasta una hora después-, pero cuando se percató de que el naufragio era inevitable, acercó el barco a la costa, tal vez en un intento de entrar en el puerto y evitar lo inevitable, tal vez para que los pasajeros se pudieran salvar".

La teoría -que comparte Lucia, una camarera del puerto que jamás había puesto tantos cafés en su vida- intenta de alguna manera salvar algún aspecto de la actuación del capitán Schettino, el villano de una historia que tiene sus héroes en esta pequeña isla y el misterio, en los camarotes -la mitad de ellos ya bajo el agua- del Costa Concordia.

Cada vez que una pequeña lancha de rescatistas se acerca al puerto de Giglio, una pregunta les espera: "¿Se escucha algo?". Sobre las once de la mañana del domingo, la respuesta más esperada llegó a tierra firme y de ahí saltó a los titulares de los periódicos: "Se escuchan ruidos en el interior del buque". Una hora después, un helicóptero de rescate se acercó a toda velocidad por la proa del Costa Concordia. Una vez sobre la vertical, se quedó quieto como en una fotografía. Unos minutos después, muy lentamente, izó en una camilla el cuerpo de un náufrago acompañado de un rescatista. Enseguida se supo que se trataba del último milagro. Su nombre, Manrico Giampedroni, comisario de a bordo, encerrado durante 36 horas en ese ataúd de lujo. Tenía una pierna rota. Los medios italianos a pie de tragedia lo subieron enseguida a los altares de los héroes, atribuyéndole un papel fundamental en la evacuación del barco...

Todas las tragedias tienen su ritual, su entrega por capítulos. La noticia del accidente, su balance aproximado de víctimas, el testimonio escalofriante de los supervivientes, las rápidas especulaciones periodísticas del por qué, la lenta investigación, la galería de héroes...

Durante todo el domingo, la familia del tío Guillermo Gual -dueña de un bar en Can Pastilla (Mallorca) hizo vela en el siguiente capítulo, el de los milagros. Pero al filo de las nueve de la noche, Juan, Ana y sus cuatro hijos recibieron la peor noticia. El tan querido tío Guillermo, ese hombre grande que se comportaba como un niño, no había podido abandonar el barco y salvarse.

Miembros de los equipos de rescate italianos se aproximan al crucero siniestrado para proseguir la búsqueda de víctimas dentro y fuera del buque.
Miembros de los equipos de rescate italianos se aproximan al crucero siniestrado para proseguir la búsqueda de víctimas dentro y fuera del buque.GREGORIO BORJA (AP)

El manto cálido de la Virgen

Los socorristas buscan náufragos en el interior del crucero; los periodistas, héroes por las calles del pueblo. Al final de una escalera empinada encuentran a uno bien parlanchín. Don Lorenzo Pasquotti, el párroco de San Lorenzo y San Mamiliano, un cura que fue cocinero antes que fraile. La vocación lo agarró a traición cuando, con 30 años, se dedicaba al sindicalismo en un barrio bronco de Milán.

La noche del accidente, don Lorenzo, como la mayoría de los vecinos de la isla de Giglio (23 kilómetros cuadrados de pura roca, 1.500 habitantes arrebujados junto al puerto), se refugiaba en su casa de los tres grados de un frío intenso, alicatado de humedad. Sin embargo, al asomarse a las ventanas y ver a ese gigante de 17 pisos desplomándose sobre la bocana del puerto, él y todos los vecinos de la isla reaccionaron como si lo estuvieran esperando. "Como si nuestra misión en la vida", dice entre sorprendido y admirado, "no fuese otra que la de salvar náufragos; hasta la señora más vieja de Giglio -que habitualmente tiene dificultad para caminar- se presentó con comida caliente y mantas". Pero no eran suficientes.

Don Lorenzo, que ya ha cumplido los 61 años, abrió de par en par las puertas y encendió todas las luces del templo, convirtiéndolo en un aprendiz de faro. "No tardaron en aparecer los primeros náufragos. Venían empapados, con los rostros desencajados, los chiquillos tiritando". El antiguo sindicalista entró en la sacristía y pensó que la Virgen no lo podía castigar por utilizar su manto, los ropajes de la misa, las túnicas de la procesión del 15 de septiembre. Y esas fueron las benditas mantas que ahuyentaron en Giglio los primeros miedos y los primeros fríos. Entre los bancos se apretujaron cientos de personas, "de todas las creencias, eh, que aquí tuvimos acogido hasta al crupier del casino del barco".

Ahora ya todo está en orden. Pero en el primer reclinatorio antes del altar, don Lorenzo ha colocado los restos de aquella noche: unos metros de maroma blanca, un salvavidas amarillo con el nombre del barco, un trozo de pan. La sencilla ofrenda de los náufragos por el manto cálido de la Virgen.

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