Por un tuit
Un vistazo a Twitter la mañana del último Consejo de Ministros de Zapatero hizo que se dejara para los siguientes gobernantes el delicado asunto de la ley Sinde. Llegó un Gobierno menos tuitero y aprobó el reglamento sin pestañear, igual que subió los impuestos ("a los que más tienen") después de que los otros lo debatieran durante años.
Una movilización en Facebook y Twitter estuvo a punto de derribar La noria, programa estandarte de Telecinco y símbolo perfecto de una forma de hacer televisión que repugna a los intelectuales pero gusta a las masas. Los anunciantes huyeron ante la presión en Internet de quienes censuraban que el programa hubiera invitado (y pagado, se entiende) a la madre de El Cuco, un chico cuyo mayor mérito es una condena por encubrir el crimen de Marta del Castillo. No era ni mucho menos el primer caso en que un delito se rentabiliza en televisión (¿recuerdan el tour de la chica cuyo novio casi mata a Neira?), y ojalá fuera el último. Tocada, pero no hundida, La noria sobrevive con pocos anuncios y su público de siempre. Y la parte más aceptable del programa, la tertulia política, ahora se desgaja para burlar el boicoteo publicitario: desde anoche se llama El gran debate, conducido igualmente por Jordi González en igual horario.
Tras el golpe a La noria, muchos aplaudieron la exhibición de fuerza de las redes sociales y el mazazo a la telebasura sin inquietarse por la extraña caza de brujas jaleada por la masa virtual. Ahora otra organización de espectadores promueve el boicoteo de Sálvame, programa rosa deslenguado en horario de protección infantil. Hace unos años, otros activistas la tomaron con Salvados, el irreverente e inteligente programa de Jordi Évole en La Sexta, por un reportaje sobre la Iglesia. Solo una marca, Heineken, secundó la llamada.
Sería preferible un país en que a nadie le interesara La noria y en que La 2 fuera líder de audiencia, pero no vivimos en él. Nunca dedicaría una noche del sábado a ver La noria, pero a los dos millones de españoles que sí lo hacen les quieren quitar un pedazo de su micromundo, de sus evasiones, de sus conversaciones. Y me pregunto quién soy yo para decirles lo que les tiene que gustar. Que acabe eso que llaman telebasura, sí, cuando su público se canse y quiera otra cosa. No por uno o por mil tuits.
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