¿Qué reforma laboral?
En estos momentos de enorme dificultad para recuperar la senda del crecimiento económico que provoque una sensible caída del desempleo, cualquier medida de mejora del mercado de trabajo que se pueda acometer debe ser ensayada y apoyada, a ser posible, preferiblemente con el oportuno consenso de las organizaciones sindicales y empresariales vía concertación social. Eso sí, lo que no conviene es reformar por reformar, sin saber exactamente qué se quiere hacer y justificar debidamente el efecto positivo real de las medidas que se adopten. Por el hecho de reformar la regulación o las políticas actuales no queda avalada la bondad de cualquier cambio, por lo que conviene que se analicen las medidas que se propongan, tanto respecto a su efectividad como a sus posibles efectos negativos.
La clave de la situación se encuentra en ámbitos más propios de los interlocutores sociales
Lo que no conviene es reformar por reformar sin saber exactamente qué se quiere hacer
Así, en el ámbito de la contratación laboral se viene propugnando la necesidad de simplificar el actual abanico de contratos existentes, si bien ello se efectúa con una notable ambigüedad, sin explicar en qué consistiría esa simplificación y, mucho menos, los objetivos buscados. Si hablamos estrictamente de tipos de contratos con diferente régimen legal, lo importante es recalcar que, en términos estadísticos significativos, no se utilizan de hecho más de seis contratos: dos indefinidos (ordinario y de fomento), tres temporales (obra, eventual y de interinidad) y uno a tiempo parcial. De todos ellos, tendría todo su sentido reconsiderar la pervivencia del contrato indefinido de fomento del empleo, a la vista de que la experiencia muestra que, a estas alturas, ha agotado su virtualidad como incentivo real a la creación neta de empleo, no presenta mayores diferencias respecto del indefinido ordinario y, por añadidura, es el que muestra menores expectativas de continuidad al concluir el periodo de incentivación vía bonificaciones. Respecto del resto, cada uno de ellos tiene su propio sentido y finalidad para las empresas. El trabajo a tiempo parcial por supuesto es imprescindible y más bien se trataría de reforzarlo por medio de una reforma que permitiera un mejor equilibrio entre flexibilidad empresarial y seguridad laboral. Si se pretende que sean otros los contratos a suprimir, escaso impacto tendría su eliminación, aparte de que algunos de ellos poseen su propia utilidad, como son los contratos formativos.
Dentro de esa propuesta de simplificación, algunos propugnan la introducción del llamado "contrato único", que realmente no sería único, pues se admite en convivencia con otros, pero sí supondría la supresión de los dos principales contratos temporales: obra y eventual. Estos dos últimos representan más del 86% del total de los contratos temporales que se celebran y tienen su propia lógica, pues las empresas tienen necesidades coyunturales de ocupación que deben ser atendidas por medio de modalidades contractuales específicas, siendo prueba de ello que con muy parecido formato existen estos contratos temporales en todos los países europeos de nuestro entorno, con una específica directiva europea que los regula. Suprimirlos comportaría el enorme riesgo de penalizar aún más a actividades empresariales con importantes fluctuaciones de trabajo, claves pues para sectores de tan alta ocupación como el turismo, la hostelería, la construcción, la transformación de productos agrarios y similares. Más aún, esa medida, aparte de que tal como se propone a veces no respetaría el mandato constitucional y comunitario de causalidad del despido, acentuaría lo que afirman sus defensores pretende atajar: no garantizaría una mayor estabilidad en el empleo, no lograría reducir la actual intensa rotación laboral y la segmentación del mercado de trabajo, en la medida en que con esa nueva regulación la selección de los trabajadores a despedir se concentraría en aquellos de menor antigüedad en la empresa.
En gran medida, las elevadas tasas de temporalidad se deben a la especialización productiva de nuestra economía, siendo poca la influencia de la legislación sobre este resultado. Tanto es así que en países de nuestro entorno, con regulaciones muy similares a la nuestra, existe la mitad de temporalidad. Mucho más fundamento puede tener realizar un diagnóstico completo de las causas determinantes de un uso tan intenso de la contratación temporal injustificada, que provoca efectos muy negativos sobre nuestro mercado de trabajo en términos de rotación, obstáculos a los incrementos de productividad, desatención a la empleabilidad de las plantillas, gastos excesivos en la prestación por desempleo, etcétera. En esta materia sería oportuna una mayor decisión y adoptar medidas efectivas para atajar la contratación temporal injustificada, siendo desde luego posible introducirlas de existir la oportuna voluntad política. No creo que entre estas medidas sea aconsejable, como proponen algunos, la unificación de las dos modalidades básicas de contratación temporal (el eventual y el de obra), pues cada una tiene su finalidad, y su fusión solo invitaría a incrementar el uso indebido de la contratación temporal. Pero sí son posibles otras medidas que definitivamente desincentiven a efectuar un uso indebido de la contratación temporal.
Visto desde otro punto de vista, lo que sí existe es una jungla de incentivos económicos a la contratación a muy diversos grupos de trabajadores o a específicas modalidades de contratación, habitualmente a través de mecanismos de bonificación en las cotizaciones a la Seguridad Social. En la inmensa mayoría de las ocasiones, estas medidas de orientación de la contratación no tienen impacto real, pues no condicionan en absoluto las opciones empresariales: primero se decide contratar; luego, a quién; a continuación, bajo qué modalidad contractual, y finalmente se hace la comprobación del tipo de incentivo económico que se puede obtener por una decisión contractual ya adoptada. En suma, se trata de medidas de todo punto inefectivas en cuanto a los objetivos que se proponen, precisamente por su generalización. En esta materia sí que se debería adoptar una poda en profundidad de la pluralidad de bonificaciones inútiles, para concentrar al máximo los fondos disponibles y dejarlos limitado a aquellos grupos con elevadas dificultades de contratación: trabajadores discapacitados y jóvenes sin formación ni experiencia profesional.
Por lo demás, sería el momento de abrir paso definitivamente a la iniciativa privada en el marco de la intermediación laboral, lo que realmente solo se puede lograr permitiendo a las empresas de trabajo temporal que puedan actuar como agencias de colocación, con toda la transparencia y control público que ello requiera.
En todo caso, la clave de la situación probablemente se encuentra en otros ámbitos, más propios de la responsabilidad de los interlocutores sociales. El problema fundamental en estos momentos es el relativo a las necesidades de contención salarial en un escenario de pérdida de competitividad de nuestras empresas, de falta de adaptación de la evolución de los salarios a la propia de las empresas en donde se trabaja, al establecimiento de una estructura salarial con componentes variables más conectados con la productividad. Asimismo, los retos se sitúan en el terreno de acentuar con efectividad los mecanismos de flexibilidad interna en la empresa, particularmente en lo que afecta al tiempo de trabajo y al reciclaje profesional. Algunas medidas legales de impulso se podrían introducir al efecto, pero todo ello depende esencialmente de la renovación del Acuerdo Interconfederal para la Negociación Colectiva, así como de una efectiva implementación de la reforma de la negociación colectiva aprobada en junio pasado. En esta última hay instrumentos de actuación importantes, que deben ser interiorizados por sindicatos y organizaciones empresariales responsables del desarrollo de la negociación colectiva.
Jesús Cruz Villalón es catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
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