El año de las cruces
Apareció de repente, a la vuelta de la esquina. Era un tipo brutal, de ojos porcinos y mirada esquiva. A pesar de la voz atiplada y los ademanes femeninos, el vello de las manos y del rostro curtido no dejaba dudas sobre un sexo que imaginé de macho cabrío. Tampoco me habría sorprendido que las botas altas que calzaba camuflaran patas y pezuñas de cabra y el pasamontañas ocultara los cuernos del diablo. Se llamaba Procopio y sabía de fútbol más que nadie. Eso dijo nada más abordarme, como si me conociera de toda la vida y el fútbol no fuera una materia tan intangible como la economía de los mercados. Le pregunté si sabía más que el propio Mourinho, o más que el mismísimo Guardiola, o más que el muy sabio y noble Del Bosque, o más que los comentaristas y cronistas del día siguiente, incluyéndome a mí mismo en un alarde de extemporánea vanidad. Se echó a reír. Era una risotada que resonaba como la de Orson Welles en aquel restaurante de las afueras de París donde se bebió 10 botellas de vino blanco consecutivamente traídas en chirriante carrito rodado por un solícito camarero que había jugado, según contó, en el Stade Français de Helenio Herrera antes de que este viniera al Valladolid a la espera de fichar por el Atlético, en el que le habían precedido Larbi Ben Barek y Marcel Domingo.
"He dicho entrenador, no enterrador. Simeone merece todos mis respetos y el Atlético también", dije
Todo esto y más cosas ya las sabía Procopio. Algunas, por cierto, de irrisoria nimiedad y dudoso gusto: como la de la apuesta que, al final de una cena entre equipos, cruzaron el defensa Hon, del Real Madrid, y el anteriormente citado Marcel Domingo. Se trataba de si Hon sería capaz de beber champán en un zapato del guardameta, al que le solían oler los pies. Procopio reveló con regocijo que Hon había ganado la apuesta bebiendo no una, sino dos veces. Pinzándose, eso sí, la nariz con el índice y el pulgar. Comenté a Procopio, no sin sorna, si ese era el tipo de erudición futbolística de que se jactaba y no se dignó a responder. Sospeché que había herido su amor propio y guardé silencio durante un buen rato hasta que, impelido por la curiosidad y no exento de malevolencia, le pregunté qué entendía él por saber más que nadie de fútbol.
¿Se refería a variantes tácticas? ¿A peculiaridades técnicas? ¿A cuestiones psicológicas? ¿A chanchullos de trastienda? ¿O a las consignas secretas que, en sobre lacrado, Cerezo había entregado al recién aterrizado nuevo entrenador? "¿Nuevo enterrador?", preguntó malicioso. Le corregí con la debida rotundidad: "He dicho entrenador, no enterrador. Simeone merece todos mis respetos y el Atlético también". Se encogió de hombros y declaró petulante: "Hace muchos años que los colchoneros no ganan al Real Madrid y la última vez que lo hicieron en el Bernabéu fue precisamente en 1999, cuando bajaron a Segunda División". "Para decir eso no es necesario saber de fútbol", objeté; "basta con consultar Internet". "Por supuesto", concedió; "todos los que saben algo es porque lo han visto, leído o porque se lo han dicho, pero yo, además, tengo un don especial: de un pasado nefasto deduzco un futuro peor".
Supuse que entre sus logros estaba el haber adivinado la subida de impuestos de Rajoy, hombre honesto que había tergiversado su promesa y del que nadie esperaba engaño o cambio de opinión. Preferí preguntar al perspicaz Procopio por el camino que, según él, señalaba el dedo de Mourinho a la afición madridista. "Depende del dedo", precisó: "del torcido en el ojo ajeno deduzco que, si no gana la Champions, se irá y, si la gana, también se irá, dejando desarbolado al Madrid, a la afición y a su Florentino del alma". "Sin embargo", prosiguió, "del erecto dedo corazón deduzco que no será Inglaterra, sino Italia, su destino". Quise conocer entonces su opinión sobre el remoloneo de Guardiola al prolongar, cual Sherezade, los insomnios de Rosell, asignándole el papel del engatusado sultán de Las mil y una noches. "Dependerá de los resultados", reiteró Procopio; "si gana la Champions, se irá y, si no la gana, también se irá, pero no a Italia, sino a Inglaterra". Dicho esto, me advirtió de que me tendría al corriente de cualquier cambio en el pronóstico conforme los datos fueran corroborando o no sus deducciones. Prudente medida que, a imagen y semejanza de bífidos políticos, bordeaba la tomadura de pelo. O tomadura de urna, diría yo. Cuando dejé a Procopio, me topé con un gran crucifijo plantado en plena calle y no pude por menos que pensar que, remedando el siglo de las luces, iniciábamos el año de las cruces.
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