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Columna
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El agobio

Es época de subida de tributos municipales. Los sube el PP, que manda en los Ayuntamientos más grandes, de Almería a Cádiz, pasando por el centro, Sevilla, y se quejan los partidos de la oposición, y hasta el PP se queja allí donde manda el PSOE o IU. Leo, por ejemplo, una reflexión emocionada del PP de Moguer, en Huelva, dolido con el alcalde socialista: "En plena situación de crisis económica y paro, el Ayuntamiento ha optado por subir todos los impuestos y todas las tasas públicas". Pero, viajando hacia el este, en Granada, en Loja, donde gobierna el PP, el portavoz del grupo municipal socialista, Andrés Ruiz, medita en voz alta: "No es lo mismo ser gobierno que oposición", porque cuando el PP no gobernaba quería congelar o suprimir las tasas y ahora, gobernando, las sube.

En el momento en que la falta de dinero en circulación empieza a ser tangible y penosa, los municipios aumentan el precio de los servicios públicos y suman a la irritación que producen los impuestos una nueva sensación de agobio, de fastidio ante la voracidad de los recaudadores, por moderados y razonables que sean. Los servicios ofrecidos a los ciudadanos por la Administración, sin embargo, tienen un coste que hay que pagar y, recordando lo obvio, hasta la Constitución dice que "todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos", principio casi olvidado entre 2000 y 2010, década de oro del desprestigio de la Hacienda Pública. El socialista Rubalcaba reconocía en este periódico durante la pasada campaña electoral que en la década del 2000 la recaudación de impuestos bajó en 28.000 millones de euros.

Y lo llamativo es que entonces vivíamos tiempos de tal esplendor económico que se celebraron repartos de fondos públicos a la manera de los emperadores romanos que lanzaban monedas a los espectadores del circo. Llegó a darse el caso de que un Gobierno socialista aplicara una bonificación fiscal universal de 400 euros por contribuyente, medida copiada de Bush II, que en su país distribuyó casi el doble, 800 dólares. Educados en la irresponsabilidad fiscal, es comprensible que la obligación de contribuir a los gastos públicos nos suene a capricho o a extorsión de una indeseable máquina estatal, que nos abruma incluso cuando se limita humildemente a querer cobrar la recogida de basuras.

También la Constitución dispone que, respetando el principio de igualdad, cada uno contribuya al sostenimiento de los gastos públicos "de acuerdo con su capacidad económica". Pero en la década del 2000 los que disfrutaron de más beneficios fiscales fueron los poderosos en dinero, bajo gobiernos de los dos únicos partidos plenamente constitucionales que quedan en España, cuatro años para el PP y ocho para el PSOE. Con los dos los más felices desde un punto de vista fiscal han sido los que más tienen. Jaime María García-Legaz, nuevo secretario de Estado de Comercio e ideólogo del PP, lo dijo en este periódico hace poco más de un mes: "Es triste, pero las grandes fortunas no pagan impuestos en España".

Así que, además de la irresponsabilidad, cultivamos la irritación fiscal y la desconfianza, incluso a la hora de pagar la basura o la contribución urbana. Porque los únicos tributos que suben siempre son los que afectan por igual a los más y a los menos, los que se pagan por el mero hecho de vivir y tener que moverse y gastar para vivir.

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