La pobreza

A menudo pienso en la pobreza. El curso de los acontecimientos me devuelve imágenes de mi infancia, muchachas sin medias ni abrigo que andaban deprisa, protegiéndose apenas de las peores mañanas del invierno con una chaqueta de punto cruzada sobre el pecho, hombres oscuros, de pelo muy corto, que llevaban las solapas de las americanas levantadas y una maleta de cartón en la mano mientras andaban por la calle sin rumbo fijo. Eso pasaba en un país pobre, que se llamaba España, y no hace tanto.
Luis de Guindos, que hace mucho menos tiempo dirigió Lehman Brothers en España y Portugal, ha declarado que recuperaremos el nivel de bienestar que nunca deberíamos haber perdido. Comprendo que en su toma de posesión como ministro de Economía no habría sido indicado añadir "por culpa de la crisis financiera desencadenada por la quiebra de la compañía de inversiones para la que trabajaba yo mismo", pero podría haberse ahorrado la frasecita. Si no lo ha hecho, es porque se lo puede permitir. Por eso, al escucharle, volví a pensar en la pobreza.
Si, como parece, estamos condenados a ser otra vez pobres, nos conviene recuperar la estampa de las mujeres y los hombres sin abrigo que cruzaron el frío de nuestra infancia. No para asumir que tendremos que volver a vivir como ellos, sino para aprender las lecciones que podamos extraer de su experiencia. En el umbral del pavoroso abismo que se lo traga todo, las fotografías antiguas se tiñen de una pequeña y profunda ternura. A los españoles no se nos ha dado bien ser ricos, pero hemos sabido ser pobres con dignidad durante muchos siglos, y aquí seguimos estando. No pretendo amargarles la Navidad, al contrario. Si rebuscan entre las imágenes de su infancia, tal vez estén de acuerdo conmigo en que no podemos dejar una herencia mejor a nuestros hijos que la memoria de una pobreza con dignidad.
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