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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Aires de regresión

Rajoy gana tiempo. Conocedor de los designios de quien manda en Europa ha decidido poner la economía en manos de un tecnócrata, anticipándose así a cualquier futura imposición colonial. Como algunos de sus colegas griegos o italianos, Luis de Guindos viene directamente del corazón del sistema financiero que de tanto doparse acaba estallando. Ni más ni menos que Lehman Brothers era su empleador en la época de las subprime. Poner la salida de la crisis en manos de una persona que estuvo en los lugares donde se gestó el desastre, francamente tiene algo de escarnio a la ciudadanía. No dudo de la competencia de Luis de Guindos, pero lo simbólico es muy importante en política. Y la señal de que de la crisis se sale bajo la dirección de un empleado de los que la provocaron dice más que mil palabras. El miedo es el brazo derecho del poder porque alimenta la servidumbre voluntaria. La gente está tan asustada que está dispuesta a tragarlo todo. Pero ¿es posible que en el mercado de trabajo no haya expertos sin lastre dispuestos a aceptar responsabilidades políticas?

El modelo político español es muy presidencialista. Y Mariano Rajoy ha actuado una vez más conforme a esta lógica de nuestro sistema. La forma bicéfala del régimen (la legitimidad aristocrática del jefe del Estado, frente a la legitimidad democrática del presidente del Gobierno) hace que este sea mucho más que un primer ministro fusible. Al dejar al área económica sin vicepresidencia, Rajoy ha querido sobre todo dejar clara la unidad de mando. Tanto el proceso de formación de Gobierno, como el Gobierno formado, emiten un mensaje rotundo: Rajoy quiere controlarlo absolutamente todo. El secretismo con que ha llevado el proceso, falseando por completo el principio que dice que en la sociedad de la información el secreto es imposible, no hay que apuntarlo solo a los placeres del poderoso que disfruta viendo nervioso al personal. Es una señal de que todo está controlado. El propio Gobierno, con apenas un par de excepciones -Gallardón, al que la deuda de Madrid ha domesticado, y José Ignacio Wert-, es literalmente la guardia pretoriana del presidente, con la leal Soraya Sáenz de Santamaría al mando de la tropa. Si Wert no lo remedia, no habrá espacio ni para un susurro de discrepancia en el Consejo de Ministros.

Perfectamente arropado por su gente de confianza, Rajoy es un hombre temible. Ha dejado claro al ruidoso entorno del PP que tendrá que tomar tila, ante un Gobierno soso y previsible como su jefe. Y al mismo tiempo ha dicho al país que aquí el que se mueve no sale en la foto. Un Gobierno de fieles para tiempos difíciles. Dicho de otro modo: Rajoy se lo juega todo a una carta. Conforme a su estilo, los hechos pasan por encima de las palabras: el procedimiento y el Gobierno dicen más que sus ambiguos discursos. Me temo que tendremos que acostumbrarnos a interpretar las intenciones de Rajoy y solo las sabremos de verdad cuando lleguen al Boletín Oficial del Estado. Solo una advertencia fruto de experiencias recientes (la de los socialistas, por ejemplo): cuidado en olvidar la síntesis política, cuidado en pensar que con los hechos basta, porque los hechos, a veces, ahogan las políticas. Para salir de la crisis, tan importante como acertar en las medidas concretas es reconstruir un horizonte.

Un artículo de Arcadi Espada sobre el discurso de investidura me dio la pista: donde Zapatero habitualmente decía ciudadanos, Rajoy dice españoles. La condición de ciudadano es la afirmación de la persona como sujeto político, actor del estado democrático; la condición de español, más allá de sus efectos legales, es, como todo lo que tiene que ver con lo inefable, en este caso la patria, fundamentalmente subjetivo; nadie puede ser obligado a sentirse español. De ciudadano a español me parece que hay una gran y significativa regresión. La sociedad y el sistema político han sido seriamente dañados por la crisis. La cohesión social está en precario, con una fractura entre integrados y marginados que parece irreversible. La política se ha alejado de la ciudadanía y crecen las dudas sobre la capacidad de representación de los partidos. La corrupción es una amenaza que, si no se reacciona, se puede hacer sistémica. Todo ello requiere más que nunca la activación de la ciudadanía. Lo diré al modo de Luc Boltanski: "El momento político por excelencia es el momento en que pasamos del estado de receptores, de espectadores y de observadores al estado de actores". De momento, con la ayuda del miedo, se nos exige que sigamos como resignados receptores.

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