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Columna
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Vacas

Rosa Montero

Por fin lo hemos conseguido. Por fin hemos logrado que ya no haya diferencia alguna entre las portadas de la prensa seria y las de las revistas del corazón: ahora todos hablamos del caso Urdangarin. Lo cual demuestra el carácter profundamente democrático de la corrupción. Quiero decir que es un vicio de amplio espectro social y muy nivelador de gustos y de clases, porque baja a las cabañas y sube a los palacios como Don Juan Tenorio.

No es de extrañar la unanimidad en el interés, porque, además de ser un culebrón literalmente majestuoso, podría llegar a tener consecuencias políticas importantes. Henos aquí de nuevo deshojando la eterna margarita entre la República y la Monarquía. Yo creo que, si la Monarquía es constitucional y sin poderes reales, como la nuestra, ambas opciones tienen sus pros y sus contras. Lo peor de los reyes, en general, es que suenan muy antiguos, y que el matiz hereditario despierta lógicos rechazos atávicos y además repugna a la razón. Digamos que es una institución muy poco estética, o que su estética no es del siglo XXI. Pero, por otra parte, de lo que se trata es de encontrar a una figura que represente al Estado de la manera más apartidista y aglutinadora posible. Las repúblicas parlamentarias, como Alemania o Italia, a menudo se las ven y se las desean para hallar una figura así. Mientras que con las monarquías modernas, como yo lo veo, es como si el país criara una raza de jefes de Estado, una suerte de cuidadas vacas Hereford especialmente seleccionadas para su función. No pretendo ser ofensiva: solo digo que son animales simbólicos que desde pequeños han sido obligados a no participar en las luchas sectarias. ¿Quién creen que representaría hoy el Estado de una manera más neutra y menos molesta, alguno de nuestros agotadores políticos o el príncipe Felipe? Esa es la cuestión.

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