Limosna provisional
Bertolt Brecht escribió un breve poema en el que enumera y celebra las satisfacciones sencillas de la vida, un poema que se cierra con la más sorprendente de esas satisfacciones: ser amable. Aquel poema fue para mí una revelación. De chico siempre me había planteado la consideración a los demás como un deber moral, pero nunca como lo que puede llegar a ser: una experiencia hedonista. Desde entonces procuro verlo de ese modo. La gente con inquietudes justifica sus acciones (prohibir fumar, subir impuestos, reeducar a los hijos de los demás) por el bien que procuran. Cuando uno está seguro de dónde reside el bien ajeno es difícil no imponerlo obligatoriamente. En esa petulante presunción se fundamenta la política. Pero junto a gente tan desprendida, que actúa por generosidad, hay gente como yo, de ideología abominable, que sólo sabe actuar por egoísmo. No obstante, gracias al poema de Brecht mi conducta resulta redimible: ser amable es una satisfacción. Hace años que dirijo mi egoísmo hacia la cortesía, la amabilidad, el respeto al prójimo, interesado en que hacerlo así sea un placer.
El otro día la acumulación de acciones dadivosas devino en verdadero orgasmo: doné sangre por la mañana y por la tarde, al ir al supermercado, cedí el paso a una señora mayor, saludé con ímpetu optimista a las cajeras, indiqué a un chico la sección de congelados y luego, en la cola de caja, saqué toda la compra de la cesta de una anciana para ponerla sobre la cinta. Su débil sonrisa y su mirada conmovida llevaron a mi alma una agradable sensación de plenitud.
Al salir del súper encontré un indigente que vendía una revista, de esas más hechas para los vendedores que para los compradores, lo cual contraviene las reglas del mercado. Pensé darle un euro, para redondear el día. Pero me pregunté adónde llevaba aquella acción y si no sería mejor cambiar el mundo en vez de extender la práctica de la limosna. Así que me pregunté por qué esa persona vende una publicación que no interesa a nadie, me pregunté por qué no vende semanarios, revistas del corazón o periódicos como el que tiene usted entre las manos. Me pregunté quién se lo prohibe y, sobre todo, por qué. Me pregunté también por qué las organizaciones internacionales le reconocen toda clase de enfáticos derechos, aunque nadie le garantice el verdadero y único derecho de las personas libres: ganarse la vida honradamente. Pero reprimí enseguida estos pensamientos; sólo sirven para incomodar a los que dictan qué son y cómo funcionan la solidaridad, la justicia y la igualdad. Así que, renunciando a descifrar la causa de estos males y a desenmascarar a sus responsables, resignado a que lo más común que ha habido en la historia, el trabajo, se haya convertido en nuestro tiempo en un tesoro, decidí no complicarme la vida y terminé el día poniendo en la palma de su mano un euro de limosna.
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