Cocido escocés
Aquella chica venía de llorar como otros vienen del trabajo. Coincidíamos en el metro, cuando yo volvía a casa de la oficina. Me pasaba el viaje observándola disimuladamente, fantaseando sobre las razones por las que había llorado esa jornada, en el caso de que no llorara siempre por las mismas. Ella permanecía abstraída en un rincón, siempre el mismo, ajena a todo, a todos, hasta que una voz interior la avisaba de que había llegado a su estación. Entonces abandonaba el tren y se diluía entre la gente como la columna de humo de un Camel. Tuvo un abrigo gris que le duró seis inviernos y una falda escocesa que solo se ponía los viernes, el día en el que en mi casa se hacía cocido para comer, de modo que los cocidos me saben aún a falda de cuadros y las faldas de cuadros a cocido. Cuando cambió de abrigo, yo le di la vuelta al mío, que tenía cinco años, porque me pareció que era el momento de renovarse o de morir y no tenía una pistola a mano, ni siquiera un maldito frasco de somníferos. Creo que nunca reparó en mí ni en mi pena, mi pena por ella y por todos los que veníamos a aquellas horas (las nueve de la noche) de ganarnos la vida, o de perderla. Cómo saber si aquello era esto o lo otro, aún no lo sé.
Un día dejó de aparecer y no volví a verla, aunque la busqué por todo el convoy, por si hubiera cambiado de vagón, que es como cambiar de costado cuando no coges el sueño. En cuanto a mí, también la vida me condujo a otras líneas del metro y así pasaron los años. La semana pasada, volví a encontrarla, en la línea 5. Pese a los años transcurridos (30 o más), la reconocí al primer golpe de vista, pues de cara al menos no había cambiado demasiado. Noté que también venía de llorar, lo que me proporcionó una desazón enorme. Me pareció que llevábamos los dos toda la vida en el metro, casi con los mismos abrigos.
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