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Columna
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La desigualdad como amenaza

Joan Subirats

No dejamos de recibir noticias que nos muestran crecimientos significativos de la desigualdad, y ello ocurre por doquier. Hace unos días en EL PAÍS (6 de diciembre) se constataba que la brecha entre ricos y pobres en España ha alcanzado el nivel más alto de los últimos 30 años. Son 12 las veces que la renta media del 10% de la población más rica supera la renta media del 10% de la población más pobre. España es el país europeo con peor distribución de la renta de los países de la OCDE, solo superada por Israel, Turquía, EE UU, México y Chile.

Lo más preocupante del informe de la OCDE de donde proceden los datos es que estos alcanzan hasta 2008, justo antes de que lo peor de la crisis se desencadenara. Los datos de Eurostat, que llegan a 2010, confirman que sólo Lituania, Letonia y Rumanía superan a España en disparidad de rentas. El CIS remacha el clavo al constatar en su ultimo informe de confianza del consumidor que una de cada cinco familias recurre a ahorros o contrae deudas para llegar a final de mes.

La OCDE pide que se revise el sistema fiscal para asegurar que los más ricos contribuyen en su justa medida al pago de impuestos

En uno de sus últimos trabajos, Zygmunt Bauman advierte de los daños colaterales de la desigualdad social. Como dice, muchos técnicos saben perfectamente que la estabilidad de infraestructuras e instalaciones depende de la capacidad de aguante de sus partes más débiles. Sirve de poco afirmar que "en conjunto la cosa aguanta", sin prevenir la posibilidad de que la extrema fragilidad de una parte acabe arrastrando al sistema al colapso. Así, se sigue hablando de renta per cápita promedio,mientras frente a la incomodidad de los que van quedándose fuera se les van adjudicando calificativos que los tachan de "problemáticos", "marginales" o de "gandules poco dispuestos a esforzarse". Los estudios de Richard Wilkinson y Keith Picket (The spirit level, Penguin, 2010) han demostrado que las sociedades más igualitarias funcionan mejor que las más desiguales.

No se trata, pues, de un tema que los amantes de la triple E (economía, eficacia y eficiencia) puedan minusvalorar tachándolo simplemente de "buenismo" o de moralismo compasivo. Luchar y trabajar para conseguir que una comunidad sea menos desigual es trabajar y luchar para conseguir que todo y todos funcionemos mejor. Lo recordaba el presidente Obama en un importante discurso sobre la creciente desigualdad social en EE UU: "Nuestro éxito no ha radicado en la supervivencia de los más fuertes, sino en la construcción de una sociedad en la que todos salimos ganando".

Las evidentes dificultades de la transición hacia una nueva época no nos deberían hacer perder la conciencia sobre lo que nos estamos jugando. Si vamos llegando a la conclusión de que, para salvar los privilegios de unos, los demás, los que menos recursos de todo tipo tienen, han de ser minorizados, vigilados y mantenidos en sus espacios, aun a costa de reducirles el acceso a servicios y bienes públicos esenciales como la educación o la sanidad, el nivel de conflictividad no dejará de aumentar y las perspectivas autoritarias se irán abriendo paso. Es un problema de prioridades, de cómo repartimos lo que tenemos y a qué damos más valor, si a la justicia social, con lo que conlleva de cohesión y perspectiva de futuro compartida, o al "arréglatelas como puedas", y el que más pueda más obtendrá.

Decía Obama, con razón, que las cosas funcionan bien si todos jugamos con las mismas reglas, cuando todo el mundo tiene una oportunidad reconociendo de dónde parte y cuando todos podemos recibir algo para sentirnos miembros, ciudadanos. ¿Sucede eso ahora aquí entre nosotros? Creo que cada vez menos. Las recetas están claras. Uno de los puntos más significativos del estudio de la OCDE antes mencionado es la llamada de atención que se hace en el informe en el sentido de que los países "revisen su sistema fiscal para asegurar que los más ricos contribuyen en su justa medida al pago de impuestos". Más control fiscal de bancos y empresas, más inversión en educación de calidad para todos, más innovación para buscar formas alternativas de producir y consumir, más capacidad de intervención y de control democrático de todos y para todos. En esta perspectiva, la nueva Europa sigue siendo antigua en sus formas estatales y en sus restricciones mentales. Pero no deja de ser un paso que podríamos aprovechar.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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