Menú chispeante
LA FINCA, en Elche, platos y postres a la última de la mano de Susi Díaz
Hace más de 25 años que Susi Díaz trabaja en un rincón semiescondido en los alrededores de Elche. Una casona rural rodeada de granados, palmeras y almendros. Y también de hierbas frescas, macizos aromáticos que casi se rozan con las manos desde el interior de sus instalaciones. La suya es alta cocina mediterránea vinculada a los productos del mar y de las huertas próximas. Pescados y mariscos de la lonja de Santa Pola a los que se suman vegetales, frutos secos, frutas, pastas y arroces. Si algo queda en evidencia en su libro Sentidos (Everest), recién publicado, son las dos razones que con el tiempo han consolidado su prestigio, pasión profesional y conocimientos técnicos. No en vano Díaz hace valer su estrecha amistad con el genial pastelero Paco Torreblanca, quien le ha aportado esa punta de precisión que tanto anhelan poseer los grandes cocineros. Eso sin citar postres y golosinas de sobremesa, que alcanzan niveles importantes.
LA FINCA
PUNTUACIÓN: 7,5
Partida de Perleta, Polígono 1, número 7. Elche (Alicante). Cierra: lunes y domingos y martes noche. Internet: www.lafinca.es. Precios: entre 70 y 100 euros por persona. Menú clásico, 60. Menú degustación, 85. Calamares con alcachofas, 21. Gamba blanca salteada al aceite de macadamia, 24. Bacalao con arroz meloso de cebolla, 29. Degustación de chocolate negro, 10.
En La Finca, restaurante que regenta junto con su marido José María García, todo parece obedecer a un orden perfecto. El inmueble, los jardines, el servicio de sala, la cubertería, la cristalería y la lista de vinos responden a los protocolos de la vieja elegancia clásica. Nada que ver con sus recetas, contemporáneas, ligeras, repletas de chispa, en las que se aprecian esfuerzos de actualización para lograr composiciones armoniosas desde un punto de vista sápido y estético.
Algunos productos cotidianos como el arroz y las granadas se han convertido en sus ingredientes fetiche. Y no solo porque la mayoría de sus recetas de arroz sean suculentas, sino porque con esta gramínea elabora papeles y galletas saladas que utiliza como elementos discordantes. Tan etéreos como sus pañuelos comestibles, que construye con patatas, boniatos, calabazas, flores, maíz, trigo sarraceno, polvos de bacalao, morcilla, gambas y todo lo que su imaginación le permite. Texturas crujientes que colorea, riza y retuerce para convertirlas en guarniciones.
De entrada dos menús de precio elevado, aunque razonable en función de lo que comportan, aconsejan olvidarse de la carta. El largo, que incluso llega a ser demasiado copioso, se convierte en una exhibición de esta cocinera a la última en modas y tendencias.
A modo de abrebocas unos bocaditos crujientes de chistorra y morcilla; luego unas tostadas de pan con sobrasada, y en tercer lugar un concentrado frío de queso. Lo que siguen son varios testimonios de alta cocina en miniatura. Equilibrada la crema de guisantes con langostinos, suculentas las alcachofas con puntillas (calamarcitos) y demasiado dulzón el helado de espárragos sobre praliné de cacahuetes. A partir de ahí los platos de más peso. Es armoniosa la sopa fría de tomate con ahumados y raíces; están conseguidas las esparteñas con pilpil de hierbas y brotes, y menos convincente la gamba roja con crema de michirones (habas secas). El menú retoma su nivel con el arroz negro de minisepias y luego con la caballa en escabeche de verduras.
Como colofón unos dulces memorables. Delicadísima la torrija con helado de yogur griego y espectacular la degustación de chocolate negro en la que se atisba la mano oculta de Torreblanca.
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