De St. Paul a Wall St.
El gran producto de exportación que España ha colocado este año en los mercados mundiales ha sido la protesta de los indignados, nacida en marzo pasado en la Puerta del Sol. Se propagó con rapidez por la Europa azotada por la crisis, y ha cruzado el Atlántico hasta Nueva York. El pasado jueves cientos de manifestantes marcharon nuevamente por el distrito financiero neoyorquino, Wall Street, que simboliza para algunos el capitalismo más depredador. El objetivo de los que protestaban por la falta de trabajo y oportunidades era impedir que sonara a las 9.30 la campana que anuncia el comienzo de las transacciones bursátiles, aunque la fuerza pública, con un aparatoso equipo antidisturbios y la detención de 240 manifestantes, pudo mantener abierto el acceso a la catedral de las finanzas. La protesta quería marcar sus dos meses de vida con un día de acción nacional.
Igualmente en Londres se mantenía la protesta de centenares de indignados británicos acampados en terrenos anejos a otra catedral, esta la anglicana de Saint Paul, en desafío de una orden judicial de expulsión, que, sin embargo, tardará semanas o meses en tramitarse. Y el movimiento, como el neoyorquino, tiene como objetivo ocupar la Bolsa de Londres.
El movimiento de los indignados anglosajones -como en España o Europa- suscita la simpatía de gran parte de la sociedad, aunque la protesta implique molestias y daños para algunos ciudadanos. Esa acción popular expresa un profundo descrédito de la cosa política; una fatiga ciudadana ante una corrupción de la que ningún país se libra y ante el ofensivo espectáculo de una riqueza desaforada que se codea con unas básicas carencias del ser humano que el capitalismo no ha sabido resolver. La indignación está más que justificada, pese a que en ocasiones sea discutible su forma de producirse. Los árboles no deben, en este caso, impedirnos ver el bosque.
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