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Columna
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El fin del mundo, vaya por Dios

Hace un montón de años, en 1933, Jardiel Poncela publicó sus Celuloides rancios y, en el relato titulado con suprema gracia Los expresos y el ex preso (Drama lleno de expresión), advirtió: "El cine acabará como empezó: ¡a tiros!". Le doy a menudo la razón. Si todavía no se han matado del todo unos a otros es porque les sigue gustando matarse, una y otra vez, por no hablar de que para los espectadores es una catarsis ver cargarse a unos cuantos. Los tiros dominan tanto el cine desde hace tanto que validan la condición visionaria, documentada y provocativa de Jardiel, que escribió aquello tras conocer Hollywood de primera mano en la época del cine de versiones, antes de que el doblaje fuera técnicamente posible. Pero esta temporada se estilan los muertos sin tiros, "filosóficos", el cine del fin del mundo, con pretensiones, las visiones desmadradas y disfrazadas de cine de autor sobre el apocalipsis de ya mismo. Huy.

Curioso el cine del exterminio de dos autores de culto en EE UU y en Europa, Terrence Malick y Lars von Trier

También tenemos los vampiros de la saga crepuscular y un montón de cine de terror, pero esta es una tendencia clásica: en épocas de crisis y desconcierto salen los vampiros y los monstruos en el cine a campar por sus anchas. Lo curioso es el cine del exterminio, vaya por Dios, que perpetran dos autores por antonomasia de Estados Unidos y de Europa, Terrence Malick por allá y Lars von Trier por acá.

No salí de El árbol de la vida porque no tengo costumbre de dejar la sala. El día que inventen el mando a distancia para las pantallas de cine será un gran día, pero de momento hay lo que hay. Intento ir sin saber nada de la película, si puedo el mismo viernes del estreno, para poder verla sin intromisiones. No entendía a qué venían aquellas imágenes ampulosas, en las que incluso salían ¡dinosaurios!, y que duraban y duraban de manera alarmante. Cuando por fin llegó la historia concreta empecé a disfrutar, pero por poco. Aquel delicado relato sobre el fin del sueño americano, eso me parecía, de notable belleza audiovisual, devenía incomprensible. ¿Cuál de los dos hermanos muere? ¿Y a quién representa Sean Penn? ¿Un financiero que en su imponente despacho, tal vez neoyorquino, es el contrapunto actual a aquellos años cincuenta del relato familiar? ¿Una evocación del 11-S? De postre, un epílogo de nuevo pretencioso sobre el fin del planeta y la fusión no se sabe si con el cielo o con el infierno. Terminé aburrida y disgustada, mi amiga cinéfila también. Luego leí que Penn es el hijo mayor de adulto, arquitecto. Ah, ¿sí? Al parecer, el actor se ha negado a la promoción porque su papel está tan troceado que ni él entiende nada.

Lo que menos me esperaba es que Melancolía me hiciera algo mejor el filme de Malick. Lo que son las cosas. Mi amiga cinéfila se negó a acompañarme, no ve nada de Von Trier desde su primer filme exitoso; ya olió entonces que el sacrificio de sus mujeres la sacaría siempre de quicio. Tampoco yo le sigo, aunque tengo buen recuerdo de Bailando en la oscuridad como raro ejemplo de cine musical de clase obrera en pleno 2000, algo inaudito. Pero esta vez me dije que si dos directores de culto, uno en América y otro en Europa, se habían planteado al mismo tiempo el fin del planeta, con la que está cayendo, había que verlos a los dos.

Buenoooo. El danés es más comedido que el de Illinois en su iconografía cosmográfica, romántica o lo que sea, pero luego tira sin contemplaciones por el camino más corto. ¿De quién habla?, algo que en la peli americana no está escondido: la familia protagonista es la que corresponde al sueño americano clásico, los blancos por excelencia, con una madre muy de su hogar y un padre directivo de la industria de armas. ¿Y en la cinta danesa hablada en inglés? Lo único que se sabe del mundo exterior es que la novia melancólica es una creativa publicitaria y que el resto son riquísimos. Buñuel representa a gentes de las que en apariencia no dice nada y cualquier espectador comprende quiénes son, pero no Von Trier. Al menos Malick barre para casa, un país en el que Dios forma parte de la Constitución, y él reza. Y Von Trier se limita a hablar solo sin decir nada, al tiempo que incluye, de anzuelo, algunas imágenes-postales de esas que aparentan ser la mar de bellas. Es un alivio que, si estamos ante el fin del mundo, no parece que sea ni el de usted ni el mío.

El único misterio, sin duda teológico, es que estas dos películas gusten tanto a tanta gente del mundo del cine que se otorga el sentido de la calidad. ¿O es que hablan precisamente del fin de ese mundo?

Mercè Ibarz es escritora.

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