Adornada para gustar y mandar
Si una mujer en Argentina empieza a escalar las altas cotas de la política, se tiene que encontrar inexorablemente con el fantasma de Eva Perón, y en este caso deberá decidir qué hace con su sábana todavía. Esa ha sido la primera tarea de Cristina Fernández de Kirchner. Este fantasma se manifiesta bajo dos clases de parafina: vestida con una capa de plumas de marabú, con una esclava de diamantes en el tobillo, anudado su famoso moño o rodete con un enjambre de perlas negras auténticas y envuelta toda ella en tules de hada. De esta forma se aparecía Eva Perón en los palcos, en las fiestas, en las recepciones junto a altos mandatarios del extranjero. Otras veces el fantasma se trasfiguraba, bajaba a la calle y se dejaba ver con un delantal de auxilio social ante una inmensa perola repartiendo sopa a los descamisados después de exaltarlos con el puño crispado. En cualquier caso, la doble apariencia de este fantasma es inevitable y hay que elegir.
Cristina Fernández, nacida en La Plata en enero de 1953, recibida como abogada por esa universidad, peronista de izquierdas, metida en política, ha llegado a la presidencia de Argentina. A la hora de decantarse por una de las dos, Cristina prefiere a aquella Eva que desde una extracción humilde, extramatrimonial y provinciana, semianalfabeta, actriz secundaria de radio, pálida figura en los camerinos del teatro Colón, se apoderó del corazón de su pueblo, un enigma político que nadie, incluso siendo argentino, ha sido capaz de descifrar. Lo mismo sucede con el peronismo, un partido en cuyo seno fueron acogidos en su momento la Triple A y los montoneros, los torturadores y los torturados, y aún hoy caben los explotados y los explotadores, los pobres y los ricos, los corruptos hasta la raíz y los caballeros intachables justicieros. Un peronismo de izquierdas, como el de Cristina Fernández, vendría a ser una especie de socialismo con letra de tango, una melodía de arrabal, un difuso sentimiento de justicia con los desheredados a través de un cúmulo de gestos, sonidos de bombos del extrarradio. La perola de sopa humeante. Consignas. Pancartas. El bandoneón.
Cristina está inscrita en esa confusión. En casa, su madre y su abuelo eran peronistas; su padre odiaba a Perón y al sindicato, pero tal vez amaba a la Eva enjoyada como una diosa de doble rostro, uno que miraba llena de lágrimas hacia las villas miseria del gran Buenos Aires y otro a las joyerías de la Place Vendôme de París. Pese a tener motivos suficientes para tumbarse en el diván, Cristina presume de no haber ido nunca al psicoanalista. Nació fuera del matrimonio, sus padres se casaron, luego se separaron, pero ella siempre tuvo bastantes armas para adorar y soportar a un progenitor mordaz y mujeriego que había abandonado el hogar siendo ella una niña.
Llámese Eva, Isabelita o Cristina, el nombre de mujer sin apellidos en la política argentina es un factor humano unido al sentimiento. Las tres escalaron la cima a través de sus maridos. Eva fue el mito que puso a bullir las calderas del populismo; Isabelita pasó por la política como una pobre muñeca a merced del esoterismo y de la violencia de extrema derecha; Cristina es una hembra de carácter bravo, temperamental, apoyada en sí misma. Llegó a la presidencia de Argentina a través de una voluntad indomable, pese a haber alcanzado la cima empotrada en la figura de su marido, Néstor Kirchner. Siempre se dijo que ella mandaba en la sombra cuando vivían en la Casa Rosada. Ya en la universidad obtuvo mejores calificaciones, fueron compañeros de clase, se enamoraron, se casaron, se vieron obligados a huir a la Patagonia en 1977 cuando los milicos, abrieron un estudio jurídico, hicieron negocios de tierras, luego fueron escalando puestos en el laberinto justicialista hasta llegar a la presidencia de la nación. Ella siempre se manifestó impecable, acicalada para gustar y mandar. Del fantasma de Evita ha recuperado el puño crispado, pero muerto de repente su marido, Cristina se puso de negro como una Eva dolorosa. En Argentina, una viuda enlutada con mantilla sobre el rostro sufriente y zapatos de aguja puede causar estragos. Por eso se ha llevado las elecciones de calle, sin bombos ni nada.
Babelia
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