Conversación
Tanto amor por los libros, dice tener, aunque eso no implique respeto a quien los crea. No me refiero solo respeto hacia quien de manera insensata y disciplinada se empeña en inventar historias, sino a quien las corrige, diseña las portadas, al ilustrador, al editor, y sí, al empresario. Cuánta preocupación por el futuro de los libros quiere mostrar mi interlocutora al preguntarme, poniéndome la mano sobre el brazo como si me anticipara un pésame, por el libro electrónico. Yo le contesto, con cierto desapego, huyendo de consideraciones lapidarias, que estoy segura de que los dos formatos serán compatibles, que hasta que no se demuestre lo contrario la industria editorial española está haciendo frente a la crisis con dignidad, y que solo los que hablan sin saber ignoran que la cultura es uno de los potenciales económicos de un país como el nuestro, tan carente de otras fuentes de riqueza.
La veo decepcionada, como a otros periodistas le gustaría que yo hubiera optado por ese discurso apocalíptico que tanto se celebra en las redes sociales. Pero no. Prefiero decepcionarla. Hasta que no se demuestre lo contrario hay un montón de gente ahí abajo, en el metro, sumergiéndose en libros tremendos de camino al trabajo. ¿Es ese el fin de la literatura? Lo dudo. El asunto del fin de la literatura es un recurso al que de tanto en tanto echan mano los suplementos culturales para llenar espacio. He dicho.
La conversación se centra ahora, por fortuna, en libros concretos y no en conceptos abstractos. Es entonces, cuando esta madame Bovary de nuestros días me habla de las novelas (no diré títulos) que se ha descargado gratis: "tampoco [dice en un tono de cariñoso desprecio] merecían tanto la pena como para comprarlas". Personas como tú, pienso yo, son las que me vuelven catastrofista. Y no se lo digo, pero se lo pienso en su misma cara.
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