Un Nueva York para encontrarse
Manhattan me hizo entender el mundo a través de los puntos cardinales, algo en lo que yo, con un desastroso sentido de la orientación, jamás había reparado. Ahora que vivo en el oeste puedo entender la manera tan singular en la que los barrios de esta ciudad dividen su personalidad según el sol incide sobre ellos. La gente del oeste (la mía, por así decirlo) suele observar con ironía a los habitantes del Upper East y encerrarlos en un estereotipo: blancos y ricos. Conservadores. Pijos. Por supuesto que hay gente que escapa a esta descripción, pero basta con caminar una tarde por Lexington, Madison o Park Avenue para confirmar que el estereotipo responde a una realidad tozuda y evidente.
"En Riverside Park se instaló la familia Lorca tras abandonar España"
"Exalta en exceso los ánimos y hace promesas que luego no cumple"
"En el Barney Greengrass me he sentido abrigada en los momentos de desamparo"
"Hay algo en su más íntimo mecanismo que te es ajeno"
Sea como sea, a mí el prejuicio no me afecta. Disfruto de una condición privilegiada: soy neoyorquina por la familiaridad que siento ya con la ciudad y soy extranjera porque no tengo raíces aquí. Fueron muchas tardes caminando sola por estas avenidas para no experimentar ahora una cercanía emocional cuando paseo por ellas, a pesar de que me aburren enormemente las tiendas de firma de Madison, esa especie de catedrales de la moda en las que se ha de entrar con reverencia y donde suele haber tan pocos clientes que resulta imposible pasar desapercibido si entras a echar un vistazo.
Pero Lexington, sobre todo el tramo por el que paseo ahora, a la altura de la calle 70, ofrece una autenticidad que solo los neoyorquinos nostálgicos y sensibles advierten. Si Madison huele al dinero de las ricachonas de paso, Lexington huele al dinero del burguesote de costumbres asentadas. Suelo comenzar mi paseo en Corrado Bakery, que está en la esquina noroeste de la calle 70. Cuando vivía en el lado este, recalaba aquí para tomarme un café y un bizcocho de zanahoria, esa masa sólida y mullida, algo húmeda y coronada por una crema dulce de queso, deliciosa, que me hace preguntarme siempre a qué viene la sequedad de los bizcochos españoles, que si no se mojan en la leche se quedan pegados al paladar. En cuanto hace un poco de sol, unas mesitas con sillas de forjado antiguo abrazan la esquina, y a uno le parece de pronto que está en el centro de una ciudad de provincias.
Sí, eso es exactamente este entramado de calles que desembocan en Lexington: una ciudad de provincias con sus comercios sólidos y un poco anticuados. A las siete y media de la tarde todas las tiendas están cerradas. En Lexington no se acostumbra a relajar los horarios comerciales como ocurre en otras zonas más turísticas: este es un barrio de gente de orden, que cena pronto y es poco propensa a la vida nocturna.
Los escaparates de la avenida, a esta altura, tienen un aire de establecimientos antiguos, de esa época en que todavía el lujo podía distinguirse de una ciudad a otra.
"Henry Miller, Opticians", reza el letrero, y aunque la tienda está ya cerrada, en su interior se ve al óptico encorvado sobre la mesa donde manipula unas lentes. Puedo imaginar a sus padres, en los setenta, terminando un trabajo también a deshora y adoptando la misma postura de concentración, o incluso podemos ir más atrás en el tiempo, a los años veinte, cuando el óptico que le dio nombre a la tienda, Henry Miller, no podía sospechar que su nombre, nombre de óptico, acabaría por convertirse en una especie de marca de pensamientos obscenos.
Tiendas de manoletinas, dispuestas a la manera en la que antaño se mostraban los zapatos, en hileras de baldas sencillas que permiten mostrar toda la variedad de colores. Bailarinas o manoletinas que se anuncian muy astutamente como si fueran de procedencia francesa, lo cual cuadra con el lujo algo rancio y cursi de Lexington, pero que lo más seguro es que estén fabricadas en España. Un taller de zapatería que muestra en su escaparate hormas de zapato. Una barbería para caballeros diletantes. Tiendas de muebles caprichosos, de un historicismo a la europea, que busca distinguirse de la belleza ruda del mueble americano. Boutiques para señoras ajenas a las últimas tendencias, pero adictas al buen tejido: blusones de pechera bordada con pedrería que bien podrían vestir el cuerpo de una Liz Taylor de los años setenta; ese tipo de mujer que quiere de pronto jugar al desenfado, incluso rozar el hippismo campestre, pero lo hace compatible con la pedicura, la manicura, el perfil cleopátrico en los párpados y unos cuantos joyones en los dedos.
Para valorar esta Lexington pobremente iluminada por la que avanzo ahora de camino al restaurante en el que he quedado con Antonio, hay que estar algo de vuelta de esa otra ciudad en la que solo lo nuevo despierta expectación; también hay que tener tiempo para perderlo paseando por un entramado de calles que no ofrecen ningún elemento arquitectónico especial, salvo un encanto discreto. Pero yo creo escuchar el eco, en la fisonomía de su pequeño comercio, de un carácter muy marcado de vida de barrio que se resiste a extinguirse por completo.
Llego a Swifty's, ese restaurante que un editorialista del Wall Street Journal me definió una noche, mientras cenábamos, como "la quintaesencia del Upper East". No pude por menos que creerle, ya que él en sí mismo parecía ser también parte de esa indefinible quintaesencia. Me sientan en una pequeña mesa al lado de la ventana porque, como suele ocurrir siempre que vengo, el salón de dentro está copado por esos personajes que son la quintaesencia de Swifty's y del Upper East. Bebo un vino blanco mientras espero y pienso que, aunque esta me a no sea el lugar reservado a los clientes estrella, es un rincón privilegiado desde el que observar el paseíllo que, en menos de una hora, comenzarán a ejecutar los comensales desde el salón interior hasta la puerta. Llega Antonio y pedimos. La comida de Swifty's no contiene demasiadas sorpresas. Pero todo es bueno, sólido, en la tradición de Nueva Inglaterra: el tradicional pastel de cangrejo, las vieiras, la hamburguesa, en raciones que parecen ser el resultado de un pacto entre la desmesura americana y la frugalidad europea. Recuerdo que en uno de esos reportajes tan habituales en el New York Times que tienen la fascinante característica de abordar prolijamente temas banales que no puedes abandonar a media lectura, recomendaban este restaurante en un reportaje sobre dónde podían los universitarios llevar a los padres que venían de fuera después del acto de graduación. Tras la cena como si fuéramos espectadores sentados en un palco ante el mismo teatro de la vida, vemos desde nuestra mesa de advenedizos cómo van saliendo los elegidos. Los hombres visten un poco a lo capitán de yate: botonadura dorada sobre un blazer azul marino y esos zapatos que parecen zapatillas rancias de andar por casa con un escudo bordado en el empeine y que los hombres ricos algo extravagantes consideran el colmo de la sofisticación. La primera vez que vi a un hombre calzar esos zapatos que suelen lucirsin calcetines fue a un Botín, no al banquero, sino al hermano rico pero extravagante, y como yo entonces tenía menos mundo, no pude dejar de mirarle las zapatillas.
Entre las señoras hay dos tipos: las que fueron operadas drásticamente en la época en que los cirujla anciana Coco Chanel. Son ricas con pieles acordeónicas. Ante nuestros ojos desfilan chaneles, sí, chaneles que tienen ya varias décadas y que visten a ancianas amojamadas que tiemblan siempre un poco al andar, como si en el techo de esta pequeña pasarela, que va del salón de los habituales a nuestra mesa al lado de la puerta, estuviera un titiritero moviendo los hilos de estas mujeres con movimiento de marionetas que aún parecen más viejas cuanto más operadas están. (...).
A menudo los visitantes primerizos de la ciudad llegan a la conclusión precipitada de que aquí no hay viejos, y eso les viene al pelo para confirmar el título de Cormac McCarthy, convertido, más allá de lo que contenga la novela, en una máxima, en un dogma de fe. Todo el mundo busca confirmar sus convicciones. No es país para viejos, afirman con frecuencia, y lo hacen como si fueran los primeros en pronunciar la frase mientras tomamos un café con tarta de queso italiana en el Café Reggio, que se encuentra en el corazón del área de la Universidad de Nueva York. Cuántas afirmaciones no habré escuchado yo sentada en uno de estos viejos sillones de terciopelo y respaldos trabajosamente torneados. Cuántos de esos juicios implacables que se emiten tras observar la ciudad de manera superficial me han dejado preguntándome si la imagen de las ciudades o de los pueblos no depende de cuatro tópicos construidos y asumidos colectivamente por visitantes que llegan, pasan una semana y quieren marcharse a casa con un equipaje de opiniones rotundas. El hecho de que tantas veces se haya repetido esta misma conversación en el Reggio, un café de 1920 que se jacta de haber iniciado a los neoyorquinos en el arte del capuchino, tiene su porqué: se encuentra a un paso de Washington Square, en el West Village, cerca del Soho, a un paso deTribeca, en el centro del itinerario que suele patearse el visitante. Es aquí mismo donde descubre, entusiasmado, que Nueva York es también un entramado de callecillas con casas relativamente bajas, en el que todo parece estar hecho para enamorar al recién llegado: las pastelerías, las pequeñas boutiques caras pero con un encanto negligente y alguna librería, como Tree Lives, en la que parece que están a punto de entrar o acaban de irse Lou Reed o Patti Smith. Recuerdo haber pasado infinidad de tardes aquí, en el Reggio, divagando con los visitantes sobre el alma de la ciudad (o incluso sobre la del inabarcable país), escuchándolos sobre todo a ellos, sintiéndome cada vez más incapaz de afirmar o negar,porque según ha ido pasando el tiempo me he dado cuenta de que conocerla es aceptar que la desconoces, que hay algo en su más íntimo mecanismo que te es ajeno, de la misma manera en que uno siempre es un extraño sentado a una mesa entre los miembros de una familia que no es la tuya, por muy sincero que sea el cariño o la cercanía.
Mi barrio es en sí mismo un país para viejos. Y para gente madura. Y para jóvenes que no necesitan estar rodeados de otros jóvenes, sino que disfrutan de este ambiente residencial en el que nada es cool, pero (casi) todo es auténtico. Los viejos de Manhattan suelen estar en el norte de la isla; los jóvenes, en el sur. Podría reproducirse sobre el mapa manhatteño aquella estampa clásica de las edades de la vida que adornaba las casas de comienzos del siglo XX. Una escalera ascendente que comienza en sus primeros peldaños con el nacimiento del bebé y el crecimiento del niño, que muestra en el escalón más alto el esplendor de la edad madura, y que va llevando al ser humano hacia la decrepitud según desciende hasta llegar al último paso de la vida, la muerte. Cuántas veces no miraría yo ese cuadrito en la casa de mi abuelo Salvador; cuánto no me enseñaría esa imagen sobre el inapelable proceso de la existencia en los años en los que yo, como cualquier niño, habitaba en la infancia como si se tratara de un estado eterno. No de manera tan poética y rotunda, pero sí como una tendencia que salta a la vista, los viejos se dejan ver más en el norte de la isla. En el noreste despliegan la extravagancia del dinero; en el noroeste, donde está mi casa, la dejadez indumentaria que está permitida en uno de los barrios más progresistas y claramente diversos de Manhattan. Cuando hablo de diversidad no me refiero desde luego a ese concepto engañoso que concibe la pluralidad como el abanico de distintas formas de ser moderno, ese multiculturalismo cool que se da en barrios transformados en escaparate de las últimas tendencias, sino a la convivencia real de distintas edades, de clases sociales y de razas.
Le pregunto a Julia Newman, una amiga vecina del Upper West, si ella no aprecia que los restaurantes de nuestro barrio son mucho más frecuentados por familias negras que los del Upper East. Se me ocurre la pregunta comiendo en Pisticci, un italiano estupendo, agradable y de ambiente confortable que hay en los alrededores de Columbia: a nuestro lado está sentada una amilia negra con claro aspecto de dedicarse a labores profesorales. No es la primera vez que aprecio en Pisticci esa presencia que no se da en otras áreas de Manhattan; vengo aquí algunos fines de semana por la noche, como mi amigo Pablo, un científico argentino que investiga sobre la memoria espacial en el hospital de la Universidad de Columbia. Los sábados en la noche se puede disfrutar de la actuación de una cantante discreta de jazz, que sabe hacer algo tan difícil como cantar de fondo, y también de esa diversidad de la que hablaba, que también se respira en otros lugares cercanos del barrio como Flor de Mayo, el célebre Carmine's o ese pub restaurante que tenemos a la vuelta de mi casa, Henry's. (...). Por su parte, Flor de Mayo es el restaurante al que acudimos nosotros cuando elcuerpo nos pide algo casero, y esa es la pretensión que deben de llevar las familias negras que pueblan las mesas. Algunos son negros de origen caribeño, otros afroamericanos, y, de nuevo, se sientan ante unos platos con raciones que, al menos nosotros, jamás hemos podido acabar, aunque ya no vivimos esa desmesura con culpa, porquenos llevamos las sobras, la célebre doggy bag, para comer de retales al día siguiente. Ají de gallina, arroz, frijoles, aguacate y el mejor pollo asado (según la New York Magazine) que se encuentra en la ciudad. Esto de "el mejor de la ciudad" es una coletilla habitual de esa prosa entusiasta que adorna las recomendaciones culinarias de la prensa americana: ¡La mejor hamburguesa! ¡El mejor sándwich! ¡El mejor perrito caliente de Nueva York! Tan poderosa es la manera de comunicar el entusiasmo que es bastante habitual comprobar cómo cualquier joven, al poco tiempo de estar en la ciudad, asume como propia esa pueril catalogación de lo supremo y empieza a establecer su lista de números uno. De cualquier manera, certifico que el pollo asado de Flor de Mayo merece un puesto elevado en un supuesto ranking de pollos asados. Aunque no es el pollo el único aliciente de este pequeño restaurante. Su aire de local modesto, la fidelidad de algunos clientes con los que vas coincidiendo, la amabilidad sin aspavientos de los camareros chino peruanos y una gran pecera con peces de caras y colores extraordinariamente raros y de tamaño considerable para una función meramente decorativa lo convierten en un refugio apropiado para el invierno. Lo que aún no he sabido analizar es a qué se debe la afición de la clientela, sea cual sea su procedencia, a echarle vinagre a cualquier plato, a la ensalada, al célebre pollo o la patata rellena. Es un misterio cuya resolución no añade nada al espíritu de la ciudad, pero que a mí me tiene intrigadísima. Y conviene, por qué no, glosar el Henry's, el pub enorme y soso al que vamos siempre que no tenemos ganas de ir a ningún sitio. La decoración podría ser la de un local de Virginia, de Delaware o de Washington. Tiene algo de americanismo decorativo en serie. La comida es buena, pero no memorable como para recordarla cuando estás muerto de hambre o cuando en Madrid te da un ataque de nostalgia. Hay diversidad racial. Un público entradito en años que en los fines de semana se transforma en ambiente familiar. Unos cuantos habituales que conocemos de vista se acodan durante horas en la barra cada tarde-noche para entonarse sin prisa pero sin pausa a base de cervezas. Son las borracheras de largo recorrido tan habituales en los pubs neoyorquinos. Los sábados, un trío de músicos del barrio toca jazz con mucha elegancia. Los huevos Benedict de los fines de semana son abundantes y deliciosos. Es relajante comerse unos huevos con salmón y beberse un bloody mary mientras escuchas, por ejemplo, Take the A train,sabiendo además que nuestro apartamento está solo a cien metros y la dulce modorra de la salsa bearnesa y del vodka no se esfumará en el breve camino de Henry's al sofá.
Antonio lleva a Lolita a orillas del Hudson para que espante a las gaviotas y ladre a las familias de gansos que aparecen en cuanto finaliza el deshielo y nos traen a la memoria inevitablemente los patos de Salinger en Central Park. Yo prefiero llevarla por el parque, entre los árboles, o, mejor dicho, prefiero que me lleve ella a mí, olisqueando la hierba y saludando a cualquier ser humano que le sale al paso. Conocí este parque hace 11 años, cuando vine a Nueva York con la intención de escribir un libro para jóvenes sobre Federico García Lorca, y visité esta calle, Riverside Drive, y este parque del Riverside, porque es aquí donde la familia Lorca vino a instalarse, una vez que abandonaron España. Vine a este parque porque era donde el padre de Lorca, don Federico, venía a diario a fumarse su cigarro puro. Yo buscaba los ecos de todo eso: quería pasear por el mismo sendero en el que el padre del poeta rumiaba su desgracia; quería que el espacio me ayudara a ponerme en el lugar de alguien que en el tercer acto de su vida, cuando ya no espera sobresaltos salvo el de la propia muerte, se ve obligado a abandonar el mundo familiar de su país para venirse a una tierra desconocida con una lengua incomprensible. Y todo dejando atrás a un hijo y a un yerno asesinados. Jamás escribí el libro, pero sí pensé, o ahora creo que lo pensé, que no había parque mejor que aquel, flanqueado por un río, por un río que fluye tan cerca de su desembocadura en el mar que se contagia de los olores marítimos, de una niebla plateada que en invierno tiene el gris perla del frío y en verano el gris ceniza y esponjoso del calor tan propio del horizonte atlántico. La vida, en un quiebro inesperado, nos trajo hasta su orilla, con más empeño de Antonio que mío, porque a mí la Universidad de Columbia me parecía algo remoto de la ciudad verdadera, como le ocurre siempre al forastero al principio, cuando no comprende el espacio y solo se siente cómodo viviendo en lo que él considera el mismo centro. Nunca pensé que el territorio que acogió a don Federico, a doña Vicenta, a don Fernando de los Ríos o a doña Gloria Giner sería el mío. Lo caminé entonces como objeto de estudio y hoy lo camino porque es mi parque.
Como estoy sola y un poco perdida, recurro a un terreno conocido, a un lugar en el que siempre me he sentido abrigada en los momentos de desamparo: el Barney Greengrass. Solo su cartel, de una tipografía cálida de los años treinta, me atrae como si fuera un luminoso, aunque Barney's nunca ha tenido ni tendrá un luminoso, porque cierra sus puertas a las cuatro de la tarde. Barney's se rige por principios inamovibles: no se reserva, no abre de noche, no se paga en la mesa, sino en el mostrador del delicatessen donde uno de los descendientes de la dinastía Greengrass te cobra, amable pero sin forzar la simpatía. Tampoco los camareros del Barney's hacen esfuerzos por ganarse su propina; sin embargo, de qué manera misteriosa he conseguido hacerme un hueco en ese mundo tan sincero como áspero. Entré en el local hace unos siete años, el primer invierno de esta vida neoyorquina, de la mano de un joven amigo cuya infancia se había desarrollado en el Upper West. De la misma forma que su infancia olía al supermercado Zabar's, la sopa que tomaba su abuelo judío debía desprender el mismo olor a pollo y a bola de sémola que la que a diario preparan en Barney's. A partir de aquel mediodía helado de enero comencé a ir, la mayoría de las veces, sola. Y tal vez fuera por eso que los camareros empezaron a tratarme como si fuera una clienta más, con la misma con) anza y la misma prudente cercanía. Más tarde descubrí que el Barney's había sido el escenario de algunas escenas memorables del cine, como aquella ) nal de Smoke, y escribí un artículo en el periódico sobre este sitio que era ya mi sitio en la ciudad. Al ir a pagar, la siguiente vez que fui, el dueño me dijo que estaba invitada invitada: el artículo les había llegado por unos amigos de Barcelona. Pero aún eran más emotivos los detalles de uno de los camareros, un muchacho joven que alternaba su trabajo en Barney's con una carrera incipiente de actor. Más de una vez tenía el detalle de poner sobre la mesa, sin decir nada o simplemente, guiñando un ojo, unos blintzes, esas deliciosas crêpes rellenas de queso y acompañadas de crema agria. El postre que seduce hasta a aquellos a los que no les apasiona el dulce. Empecé a ser la escritora española, la que comía sola o la que de vez en cuando llevaba a amigos. Si iba acompañada, el camarero con más solera, un tío alto con los rizos permanentemente despeinados y una indisimulada impaciencia, se dirigía a mí y decía: "Entiendo que tú eres la jefa", para que yo decidiera por todos y abreviara el trance. También había otro camarero, letrista de canciones, que estuvo escribiendo una novela durante dos años; pero todos, el actor, el letrista o el consumado camarero, aceptaban que el Barney's no era ese tipo de lugar en el que los empleados deben recitar los especiales del día como si fuera la letra de un musical o comunicarte que el plato que tú has elegido es su favorito. No, el estilo de la casa era y es contagioso: sobriedad y amabilidad sin excesos. El resultado es que cuando, por alguna misteriosa razón, te sientes particularmente mimado, se establece un lazo que se traduce en que hoy, día de nubarrón, de sentimientos encontrados con respecto al sentido de mi vida aquí, hoy, día de espera, día en que me gusta regodearme en mi fragilidad y en pensamientos dañinos, acudo atraída por sus letras de tipografía de principios de siglo a que me traten como si mi presencia en esta ciudad fuera necesaria. Y así es exactamente después de casi un año sin venir, un año en el que el camarero actor ha estado probando fortuna en Los Ángeles y el camarero letrista ha tratado de ganarse la vida escribiendo canciones y los dos han vuelto. No pregunto demasiado por no ahondar en lo que podrían ser intentos fracasados de cambiar de vida, como tantos otros que se producen a diario en esta ciudad que exalta en exceso los ánimos y hace promesas que luego no cumple.
El libro de Elvira Lindo sobre Nueva York, 'Lugares que no quiero compartir con nadie', sale a la venta el 19 de noviembre en edición de Seix Barral.
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