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EXTRAVÍOS
Columna
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Taller

En 1927, el escultor y pintor suizo Alberto Giacometti (1901-1965) alquiló un nuevo estudio en el número 46 de la calle de Hippolyte-Maindron, en el barrio de Alésia, cerca del parisiense bulevar Montparnasse. Hijo asimismo de un artista suizo, Giacometti llevaba desde 1922 en la capital francesa, con lo que la cuestión de cambiar de estudio, dadas las circunstancias, tampoco parecería, en principio, una noticia reseñable, salvo que, como fue el caso, se convirtiera en el definitivo, a pesar de ser sórdido e insaluble y habiéndose podido permitir una instalación mucho más adecuada desde muy poco tiempo después de haberse asentado allí. Célebre desde la década de 1930, en la que se vinculó provisionalmente al surrealismo, ninguno de los que, desde entonces, peregrinaron hasta el dichoso estudio de Giacometti entendía cómo podía trabajar en un lugar tan pequeño e incómodo, con lo que se comprende que el crítico británico Michael Peppiatt le haya dedicado un pequeño ensayo a la cuestión, ahora traducido al castellano con el título En el taller de Giacometti (Elba).

Sea cual sea su ubicación o sus características, no se nos escapa que el lugar donde un artista produce una obra no puede dejarnos indiferente y, no digamos, cuando además vive en él, como lo hizo Giacometti hasta el final, compartiendo encima sus estrecheces con su hermano Diego o, desde 1946, con su mujer Annette Arm. ¿Por qué entonces esta extraña obstinación de permanencia más allá de la implacable lógica de la necesidad? Es obvio que Giacometti hizo suyo este anodino espacio hasta el punto de lo indisociable, pues lo convirtió de por sí en una obra más y, quizá, en la más reveladora. Peppiatt acopia interesantes testimonios e interpretaciones sobre este asunto, como la del escritor Michel Leiris, que evoca la afición infantil de Giacometti a resguardarse en agujeros excavados en la falda de la montaña próxima a su lugar natal, como si este diminuto hipogeo improvisado fuera un regreso al útero materno. También hay quien comenta que esta inmersión en la angosta cueva pudiera parangonarse con el fanatismo de un ermitaño entregado a su tarea visionaria o, por qué no, con una vuelta más del vanguardismo al espíritu cavernario que iluminó el primer arte.

Giacometti no dio explicaciones al respecto o fueron triviales, pero, cierta vez, preguntado por Breton sobre qué era su taller, contestó de sopetón: "Dos pies pequeños que andan". La mayor parte de las esculturas de Giacometti están de pie e inmóviles, así como la mayoría de sus retratos representan a figuras sentadas. Era él, pues, el que no paraba caminando a través de su inacabable subterráneo en busca de la luz, no sin tener que ir sorteando sus piezas que se le amontonaban a su alrededor, formando todo, las obras, las paredes, el techo, el escueto mobiliario desvencijado y el propio artista, un conjunto indiferenciado, una obra dentro de la obra, o, si se quiere, la obra de la obra.

Según la división clásica del renacentista L. B. Alberti entre escultores que "sólo quitaban", los talladores de la piedra, y los que "sólo añadían", los modeladores con barro u otra materia blanda -los primeros, centrados en la forma; los segundos, en la expresividad-, Giacometti debería ser incluido entre los segundos, pero, como apuntó J. P. Sartre, para el artista suizo esculpir era "quitarle la grasa al espacio, comprimir el espacio para drenarlo de su exterioridad". De manera que, la figura o el lugar, Giacometti siempre moviéndose para adentro.

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