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TRES RELATOS DE MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN

Y el director de cine se hizo carne

No vendrán

Todo lo tenía preparado, el pequeño equipaje, el guión anotado, un cuaderno sin estrenar, ah, y el visor colgado en el jersey de cuello alto, para no perderlo. Además llevaba al brazo el barbour verde y forrado. Podía hacer frío allá arriba, en las montañas airosas y colosales, escenario del rodaje. Escaso el equipaje, sí, pero rebosante de ideas, situaciones, miedos, bizarría. Así que bajé de casa un poco antes de la cita. El coche de producción me recogería en la acera del café Ideal a las cuatro de la tarde. En él venía parte del equipo desde Madrid. Otros coches, furgonetas, camiones aparecerían también por el fondo de la calle, como una división del ejército, todo al servicio del director aquel, el principiante, el elegido, la joven promesa, el que revolucionaría la ficción animada, o sea, yo.

"Aquel actor de moda me dijo: 'El cine poético es veneno para la taquilla'. Estuve de acuerdo"
"Conseguir empezar una película, la que sea, es ya lo más parecido al triunfo"
"Con película o incluso sin ella, un director de cine no se detiene ante nada ni nadie"
"¿A quién le debo más lealtad, a linda o a la película? La deseo. La película es ella, por ella"
"Sí, padre mío. Tú creaste el mundo. A mí me gustaría ser director de cine"

Me había despedido de amigos y familiares el día antes, con sus deseos de buena suerte y buen trabajo. Los amigos me abrazaron, la familia me besó, y una tía abuela me regaló un rosario de la Virgen de Fátima.

Sé que no crees en esto, pero a pesar de todo llévalo contigo. Ella sí cree en ti.

Me sabía la película de memoria; me refiero a su planificación técnica, sus escenas, las múltiples pero expresivas posibilidades del montaje. Con los actores había ensayado, menos con aquel famoso divo que protagonizaría la película. Sus múltiples compromisos no habían hecho posible ni un ensayo, ni una lectura de mesa, ni una explicación a fondo. Bastante generoso se había mostrado al acceder a protagonizar una película con un primerizo, un realizador desconocido y una historia arriesgada.

-Y tú, ¿qué clase de director eres?

Eso lo preguntó en el único encuentro que pudo hacerse entre él y yo -el famoso y el novato- durante una cena en un restaurante caro. Él no pagó.

Así que no sabes si vas a resultar un buen director o no.

Empleaba conmigo un tono jocoso, bromista, sin abusar de su posición de gran actor de moda, de quien dependía que el proyecto fuera aceptado por los que deciden sobre estas cosas.

-Pero habrás hecho algo, un corto, un mediometraje, publicidad, qué sé yo. Teatro quizá.

Me pareció que a lo largo de la cena se iba desinflando, que no aceptaría, y el proyecto ya casi armado se vendría abajo.

Le hablé de las montañas, de la historia encarnada en los cuerpos de los actores, de cómo armonizaba la ficción con el paisaje áspero y los valles suaves.

-El cine poético es veneno para la taquilla.

Me mostré de acuerdo. Asqueroso el cine poético, así que nada de lirismo, solo hechos, concreciones, claridad. Me quedó un párrafo demasiado teórico.

Quizá el actor se estaba aburriendo en la cena. Eso sería lo peor de todo. Yo podía improvisar, decir algo ingenioso, incluso dar una impresión de artista brillante, un poco enloquecido, pero convincente respecto a lo que quería conseguir en la película. Sin embargo, solo se me ocurrió decir:

-¿Quieres un poco más de vino? ¿No? ¿Me permites que te invite?

Ahora paseaba triunfante por la acera del café Ideal, con mi pequeño equipaje, en espera del equipo de rodaje. Era temprano, aún no habían dado las cuatro de la tarde. ¿Cómo había accedido el gran actor a hacer la película? No lo sabía, misterios del ser humano.

Le ha gustado mucho el guion.

El papel le va como un guante.

Por dinero, qué te crees.

Arriba y abajo de la acera, con mi escaso equipaje, como las gentes de la mar. En realidad, conseguir empezar una película, la que sea, es ya lo más parecido al triunfo. Comenzar es triunfar. Ya solo falta rodarla, lo que no supone nada comparado con las penurias de levantar una producción.

Los que tomaban café en las mesas de la terraza me miraban pasear arriba y abajo, sonrientes. El chico es cineasta, quién lo iba a decir, con lo tímido que parecía de niño, de adolescente, de joven universitario. Conocían o adivinaban -en una ciudad pequeña, la gente siempre termina por ponerse al corriente- que estaba esperando al equipo proveniente de Madrid. El chico, el hijo del veterinario, es director de cine, ah, ¿sí? Bueno, va a hacer su primera película, allá, en las verdes montañas de la ilusión y el sentimiento. Y ha conseguido un gran actor para obtener la financiación; talento y habilidad, ya ves.

Eran ya las cuatro y media. Resultaba lógico que una caravana de producción tan grande se retrasara. Pero de todas maneras mejor sería no abandonar la acera del café Ideal. Cuando se ha quedado en un lugar determinado, hay que atenerse a ello; si no se hiciera así, nos podíamos perder unos de otros, y llegar a la desorganización. Un primerizo debe tener buen temple, en esto y en todo.

-Hay que ser profesional, dar muestras de oficio.

Pero yo empezaba a sentirme ridículo en aquella acera, junto a la terraza del café desde la que todos me miraban. Paseando de arriba abajo, con el barbour al brazo y el visor bamboleando estúpidamente en el cuello. Los parroquianos, en vez de levantarse de las mesas e irse a sus quehaceres, o a abrir sus comercios, o a cumplir sus obligaciones y atender consultas, oficinas, clientes, amantes, visitas... seguían en la terraza. Aguardaban el espectáculo de ver llegar la caravana de vehículos que debería recoger al chico, al artista, al director que partiría a filmar los montes altivos, los valles de pasión.

Las cinco y media. Demasiado tiempo de espera, un retraso sin mediar ningún aviso, ninguna comunicación. En cualquier caso, mi posición al borde de la acera del café Ideal se iba haciendo insostenible. Incluso los vecinos de alguna casa se asomaban a las ventanas y me señalaban con el dedo. Había cuchicheos en las mesas cuando me volvía de espaldas. No, risas no oía ninguna. Pero llegarían a producirse, inmisericordes.

¿Qué estará pasando? Porque algo tiene que estar ocurriendo sin que yo lo sepa. Un accidente de carretera no es suficiente razón, porque vienen en varios coches...

No podía volver a esperar en casa, eso sería una rendición delante de todo el café. Debía seguir allí, quizá simulando que meditaba, que imaginaba planos, secuencias, situaciones, de manera peripatética.

Pasó un cuarto de hora, media hora más, tres cuartos.

-No vendrán. Se han arrepentido. Seguro que el actor se ha echado atrás en el último momento. Lo ha reconsiderado y no confía en mí.

Continué arriba y abajo, sin apresurar la marcha ni detenerme, siempre con el barbour al brazo y el visor al cuello. Mi paso firme atestiguaba ante el café Ideal, vecinos, amigos, familiares y el mundo entero, que, con película o incluso sin película, un director de cine no se detiene ante nada ni ante nadie.

Alta definición

César estaba a punto de rodar su película número..., la que por fin tenía el presupuesto adecuado a la historia, la ambición, el talento.

Se grababa con siete cámaras HD, ligeras como plumas, que volaban entre los actores y decorados. Tres operadores las manejaban en el steady o desde monitores. Dos de ellas estaban fijas en el decorado, y no necesitaban que nadie las operara. Para no estorbar el radio visual de las cámaras móviles, estaban ocultas en huecos e intersticios de cortinas y muebles.

César había colocado una cámara arriba del todo, en el sobretecho, más allá de los focos y las luces, fuera del pequeño mundo de aquí abajo. Ese ojo casi secreto lo manejaba solamente él, privilegio del director.

En la mesa de montaje, en la noche, César repasaba una y otra vez las pruebas de actores.

-Ya solo faltan tres días, qué digo tres días, se comienza en la noche del domingo y no sé...

A las 24.00 del domingo empezaría a rodar con Linda, la actriz, su actual pareja. Ahora la contemplaba en la pantalla de plasma. Una y otra vez. Pasaba docenas de veces el ensayo, las repeticiones; una y otra vez las misma frases, las actitudes, los perfiles, los primeros planos.

César sintió un estremecimiento; la mano de Linda estaba posada en su hombro. La chica contemplaba también la escena, y, alternativamente, al director, su novio.

¿Qué te parece?

No, bien, bien.

Linda captó la duda, y se puso en guardia. Algo no funcionaba en el ensayo, se notaba en ese "no" y en esa frase de "bien, bien", tan ambigua.

¿Su novio le fallaba a ella, o ella le fallaba al director?

Cariño, dime lo que sea.

César cometió un error de diálogo.

Que te quiero.

Linda no necesitaba esa respuesta, sino otra.

La conversación se fue agriando a lo largo de la noche. César le confesó que la cámara que él mismo manejaba, la que acercaba el zum hasta el primerísimo plano del rostro de Linda, le hacía tener dudas sobre la idoneidad del papel.

Quizá el personaje no esté bien escrito para ti; necesita reajustes, cambios de diálogo, qué sé yo...

Pues si no lo sabes tú, ¿quién lo va a saber? Sobre todo a estas alturas. ¿No pretenderás sustituirme?

Linda quiso saber si alguien más estaba al corriente de las dudas del director.

César no le dijo que el responsable de ficción de la televisión que financiaba el proyecto era el primero que había puesto pegas al reparto, pero sin mencionar expresamente a Linda.

No, nadie ha influido en mis dudas.

Por primera vez me estás confesando que tienes dudas sobre mí.

Sobre ti en ese papel, no sobre ti, Linda.

Al día siguiente siguieron los ensayos de vestuario y maquillaje en el plató.

Linda no pudo resistir la tentación de levantar los ojos y buscar el lugar de la cámara invisible, la que solo manejaba César.

La cámara siempre había sido su amiga, su aliada. Por lo menos hasta ahora.

-Las máquinas no sienten, coño -se dijo-. Los sentimientos los pongo yo, faltaría más.

Se sintió perdida ante las siete cámaras que la observaban por todas partes.

-¿Cuál será la buena? Quiero decir, en la que se va a quedar la imagen definitiva. No lo sabe nadie.

Linda mostró su mejor perfil a una y otra cámara, le echó simpatía y picaresca a las pruebas de maquillaje. Y por primera vez no protestó sobre las hechuras y los colores del vestuario.

César esa noche se encerró solo en el montaje. No permitió que nadie viera las pruebas, y Linda menos que nadie.

-¿Qué es la lealtad? -se dijo, mientras la cara de Linda, en primerísimo plano, pasaba una y otra vez por la pantalla de plasma-. ¿A quién le debo más lealtad, a Linda o a la película?

El responsable de la televisión le había pedido cortésmente que visionaran juntos las primeras pruebas y todo el material sobre los actores.

No le presionó sobre Linda.

Oye, al fin y al cabo es tu película, César. Supongo que querrás lo mejor.

Vieron las pruebas y no se hicieron comentarios, aunque el hombre de la tele tomó una serie de notas en unos papeles ya usados, con manchas marrones.

En una reunión de todo el equipo, César propuso cambiar el plan de trabajo y no empezar el rodaje por la secuencia con Linda. Adujo una serie de explicaciones, más de las necesarias, pero no mencionó su indecisión respecto al principal papel femenino.

O sea, que todo el mundo se dio cuenta de que se avecinaba una tormenta.

César cerró los ojos ante la pantalla de plasma. Había visto tantas veces las imágenes que no necesitaba que se materializaran: las podía contemplar en su cabeza, obsesivas, inevitables, fatales.

Sintió el cuerpo de Linda en la puerta. No había hecho caso de la prohibición y estaba en la habitación, con actitud desmayada.

La deseó. La película era ella, por ella, para ella. Linda o nada.

El rodaje empezó con las siete cámaras de HD flotando en torno a una escena de fiesta, con los figurantes vestidos de etiqueta. César cumplió con el plan, sorteando con eficacia esos problemas que se presentan siempre el primer día de rodaje.

Lo de Linda se aplazaba hasta la reunión que se celebraría esa misma noche entre el director y los productores.

En el plató se hacían apuestas secretas sobre si, por fin, Linda llegaría a encarnar el papel protagonista.

Creador

El Paraíso estaba como siempre ha estado, con sus árboles de oro y su mar purpúreo. Eternamente igual a sí mismo. Las estrellas brillaban de día y de noche, puesto que ambos términos carecían allí de significado preciso. La armonía de las esferas resonaba en las cuerdas de un arpa. Notas casi continuas. Se agradecían los silencios. Las almas de los muertos paseaban incesantemente, sin sueño ni sueños, todas con la misma sonrisa beatífica en sus labios sin carne.

El Hijo, asomado en el gran balcón del cielo, contemplaba la tierra, sus hombres y mujeres, altos, bajos, gordos, flacos. Les veía nacer, crecer, envejecer, en un movimiento de película acelerada. El Hijo adoraba esos rostros con arrugas, con canas; le gustan sus imperfecciones, sus diferencias. Hace tiempo, quizá milenios, que trata de entender algo de la única acción que él no puede cometer: la del pecado. El pecado y su corte de deseos, castigos, arrepentimientos, recaídas. Algo impensable en este cielo azul, con sus mares purpúreos, sus frutales de oro, y esa insoportable música de arpa que suena sin cesar, como un hilo musical.

El Padre estaba paseando por la alameda del Paraíso, escoltado por sus arcángeles de seguridad -no más sustos de ángeles rebeldes-, cuando se encuentra con el Hijo. El Padre, a quien nada se puede ocultar, le nota un cierto desasosiego y pregunta al Hijo.

Quisiera ir a la Tierra, con tu permiso- contesta Él.

Sientes demasiada inclinación por los humanos, si me permites decírtelo, Hijo.

Sí, Padre, me compadezco de sus originales pecados, de sus angustias. No me digas que no son atrayentes sus aventuras y desventuras.

Los dos, Padre e Hijo, reanudan juntos la andadura por el borde mismo del Paraíso, desde el que se podía contemplar un terrible precipicio.

El Hijo continúa:

Me gustaría bajar ahí, participar en sus pasiones.

Ya me doy cuenta, Hijo.

Sí, Padre mío, así es. Tú creaste el mundo y, aunque yo estaba ya allí según la teología, echo de menos ese instante. Me gustaría crear algo a mí solo.

Vaya, vaya.

Provocar sentimientos, hacer llorar y reír, decir hágase esto y lo otro... Quiero ser director de cine.

-¿A estas alturas? Creía que ya no me iba a sorprender de nada, pero en fin, si esa es tu voluntad... ¿No podrías encontrar algo mejor? Esa es una profesión de riesgo, te van a crucificar.

El Hijo bajó la cabeza humildemente, pero continuó con su idea.

Pese a todas las inseguridades, quería llegar a pronunciar aquellas palabras bíblicas que el Padre había exclamado en su momento: ¡Motor! ¡Acción!

Estos retratos -inéditos la mayoría- forman parte de la exposición 'Cineastas contados', que se abre el martes en el Instituto Cervantes de Alcalá de Henares (Madrid), dentro del festival de cortos Alcine.

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