Lección de humildad
Si hay un lugar donde me reconcilio con España, ese país con el que siempre anda uno enfurruñándose y haciendo las paces, es en el extranjero. Sí, en ese extranjero al que nuestros padres tenían tanto miedo y en el que nuestros hijos empiezan a moverse como ciudadanos del mundo. Es fuera de España donde una se da cuenta de que aún tenemos remedio, de que a pesar de que las cifras indican que hay un alto porcentaje de paisanos que no han tenido la curiosidad ni de ir a la comunidad autónoma vecina y de que la opinión mayoritaria es que como en España no se vive en ningún sitio, ni se come en ningún sitio, ni se divierte uno en ningún sitio, hay vida allá afuera, y un nutrido batallón de españoles curiosos y preparados andan buscándose el pan en países lejanos y lo hacen con notable-alto. Rompiendo la inercia de viajar hacia este imperio decadente que es Estados Unidos, en esta ocasión viajé en sentido contrario, al Japón, como se decía antes, con el artículo delante. La China, la India, el Japón, una manera mucho más evocadora de llamar a los lugares remotos, aunque desde hace unos años lo cool es estar en guerra con los artículos y decir, por ejemplo, Moncloa, Zarzuela, ETA. Pero les aseguro que el país al que yo he viajado es el Japón. El Japón. Si se le quita el artículo, uno podría pensar que se trata tan solo del país pionero en alta tecnología o el del índice Nikkei; pero si se le deja, ay, si se le deja ese mágico complemento, es posible encontrar ese Japón coloreado que prometían los mapas escolares. Hay españoles que buscan el Japón de Bill Murray y de Scarlett Johansson. Vale. Por suerte, yo contaba con unos cuantos amigos emigrados al Japón, de esos que te reconcilian con tu país, porque ejercen cada día algo que a los españoles nos cuesta mucho: la flexibilidad con otras costumbres. En Japón, el músculo de la flexibilidad se ejercita al máximo; contra lo que puede pensarse, casi nadie sabe inglés, es fácil perderse y frecuente no encontrar a nadie que sepa indicarte el camino de vuelta. Estos españoles, que tal vez un día regresen a casa y ayuden a montar este país que anda hoy en día desmontado, como si se tratara de una construcción de Lego a medio hacer, se esfuerzan en aprender un japonés básico, en adecuar el paladar a una comida exquisita pero ajena y en comprender que, para moverse en una cultura que practica el respeto al prójimo como si fuera un mandamiento, hay que limar la rudeza con la que nos educaron e inclinar 2.000 veces la cabeza al día en respuesta a la reverencia del dependiente, el camarero, el obrero de la construcción, el profesor que te presenta en un encuentro con estudiantes que, a su vez, se inclinan cuando les firmas un libro, la señora de la limpieza del hotel, el hispanista, la traductora y los escolares que en el templo de Kijo Mizu Dera, en Kioto, se acercan para practicar contigo el inglés y te recompensan con unas guirnaldas de garzas hechas con el delicado arte del origami, que contienen el símbolo de la buena suerte. Mis guías, Teresa, Víctor, Miguel Ángel, Kazumi Uno o el profesor Shimizu, contestan pacientemente a mis preguntas. Me siento como aquella niña del "por qué" que fui antaño. ¿Por qué los japoneses llevan los libros forrados? ¿Por qué no les gusta hablar de las labores de voluntariado que algunos hacen en la zona del tsunami? ¿Por qué hay tantos hombres en cuclillas esperando el autobús? ¿Tiene algo que ver la pulcritud de la que hacen gala con esa idea budista del trabajo bien terminado? ¿Desayunan pescado? ¿Cómo es posible que de pronto se conviertan en expertos panaderos quienes jamás han comido pan? ¿Es esa obsesión con lo perfecto una negación de la felicidad? ¿Por qué son tan aficionados a los baños públicos? ¿Por qué las mujeres están tan delgadas? ¿Es verdad que carecen de una enzima que les hace más vulnerables al alcohol? ¿El sushi es solo cosa de restaurantes? ¿Por qué a las madres no les gusta que sus hijos destaquen en el colegio? ¿Prevalece siempre lo colectivo a lo individual? Y mientras esos españoles que me reconcilian con España me responden, yo me maravillo de este país en el que todo, cualquier pequeño objeto, va envuelto en papeles de estampados delicados, en pañuelos que las mujeres emplean como bolsitos para llevar la comida al trabajo, en cajitas que presentan la comida como si se tratara de un regalo sorpresa. En Kioto, una mañana de otoño benigno, de la mano de Teresa, que apacigua mi miedo constante a perderme (los que se perdieron de niños sabrán que esa ansiedad perdura de por vida), observamos a dos jóvenes japonesas vestidas con quimono. Parecen muñecas. Les vamos a pedir si les podemos hacer una foto, pero son ellas las que, adelantándose, con gestos y reverencias, nos dicen si pueden hacerse una foto con nosotras. Vaya, somos exóticas. Eso me hace pensar que, a pesar de que Lost in translation me pareció una película simpática, hay algo arrogante en su punto de vista: un ciudadano occidental que mira desde arriba a los absurdos y un poco tontunos japoneses. Ahora pienso: ¿por qué no pensar que la tonta o la exótica es una? Mientras posamos con esas dos figuritas de porcelana siento que, sin pretenderlo, me han dado una pequeña lección de humildad.
Fuera de España, una se da cuenta del batallón de españoles que se busca el pan en países lejanos
En el Japón se aprende que hay que limar la rudeza con la que nos educaron e inclinar la cabeza muchas veces
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