Flores a los muertos
¿Qué tienen en común un niño disfrazado de Conde Drácula o una chica vestida de diablesa sexy con unas señoras que compran flores frescas en el mercado? ¿Qué comparten esos adolescentes que van de fiesta haciendo de zombis, pringados de sangre de postín, con la gente que visita los cementerios estos días? La festividad de Todos los Santos de ayer o el día de Difuntos de hoy pronto serán celebraciones anticuadas, restos de una ritualidad cristiana que parece condenada a renovarse o morir; Halloween, en cambio, parece tener futuro. Lo mismo ocurre con la Semana Santa, que -en las instancias administrativas y turísticas- se llama ya 'vacaciones de primavera', y con la Navidad, que no tardará mucho en metamorfosearse en 'vacaciones de invierno'.
Recordar y honrar a los muertos de la familia, llevarles flores, encenderles una vela, rezar por ellos o simplemente pronunciar en voz alta su nombre para que no se fundan en la negrura total del olvido, parece tener poco que ver con esa fiesta infantil-juvenil de disfraces y sustos de procedencia yanqui. Aunque compartan un origen común y una misma idea de hacer presente la muerte a los vivos a lo largo de una jornada, sus sentidos se diferencian expresamente. Halloween se diría una caricaturización de la muerte, una especie de entrenamiento jovial en el miedo y ante el miedo, encarnándolo en figuras arquetípicas -esqueletos, zombis, brujas, diablos, vampiros, monstruos, bichos...-. Frente a él, la seria y tradicional celebración católica incide en la solidaridad de los vivos con los muertos, en la labor de memoria y cuidado -sí, cuidado de los muertos- que les debemos. A su manera, también es un entrenamiento ante el miedo, pero sin hacer risible o divertida la muerte que a seguro nos llegará, sino recordándonos simplemente que también nosotros perviviremos en la memoria y el cuidado de nuestros seres queridos.
En la tradición católica, este cuidado de los muertos se nutre de un sustrato teológico que ahora, sin embargo, viene adelgazándose a marchas forzadas: los difuntos estarían, en su mayoría, penando en el Purgatorio, depurando hasta sus más livianas manchas de pecado para poder entrar por fin en el cielo; los familiares podían -y debían- ayudarles a acelerar esa entrada mediante misas, indulgencias, actos de devoción. En enero de este mismo año, el papa afirmó que la Iglesia no entiende ya el Purgatorio como un lugar, sino como un "fuego interior", siguiendo la vía de desmitificación del Limbo, así como del Cielo y del Infierno llevada a cabo en los últimos años. Es evidente que el discurso escatológico ha perdido el temible protagonismo de los siglos anteriores. ¿Cómo reinventar el ritual colectivo de honrar y recordar a los muertos después de todo ello? Es más, ¿cómo reinterpretarlo para los no creyentes? Mediante la caricatura festiva de Halloween, desde luego, no.
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