El sapo psicodélico
El sapo Leary llegó a mi vida una noche dura, para él. Unos chicos lo habían atrapado y estaban tratando de hacerlo fumar. Parecía Peter Lorre en manos de la Gestapo. El enorme y poco agraciado bicho, todo verruga, los miraba con cara de batracio y filosófica resignación. Les afeé la conducta, les hablé de los derechos de los animales y les compré el anuro por un puñado de euros. Estaba exultante. Leary llegaba en un momento oportuno. He convivido con muchos sapos en mi vida, alguno desde que era solo un renacuajo, el sapo quiero decir. Sacarlos adelante a lo largo de la metamorfosis me llenaba de satisfacción y me hacía pensar que algún día sería capaz de formar una familia, como así ha sido. Será una digresión, pero déjenme apuntar que mis hijas han salido guapas. Decía que estaba muy contento, después de tanto tiempo desprovisto de sapos, de haber dado justo entonces con Leary. Fui corriendo al bar a enseñárselo a Jani T.
Su dimensión simbólica es grande a causa, en parte, de la capacidad del veneno de varias especies de provocar estados alterados de la mente
Y es que hacía apenas un par de días habíamos tenido una interesante conversación sobre psicotrópicos naturales, a raíz de las incautaciones de estramonio, que parece una pimentera y en el jardín es que ni te lo miras, pero en realidad es una planta peligrosísima, una datura, que produce delirio alucinatorio incontrolable, algo letal, y más si confluye con el uso de la motosierra. En el curso de tan edificante charla, animada por varios gin-tonics, había sacado yo a colación el empleo de las exudaciones de sapo como alucinógeno y señalado que, es sabido, hay quien los chupa, literalmente, para colocarse (una inconsciencia). Mi interlocutor no daba crédito y observaba de reojo mi vaso. Así que al poco ahí estaba yo de nuevo, cargado de argumentos. Puse a Leary sobre la barra, lo que después de tantos años consiguió por fin atraer sobre mí la mirada del camarero, y me entregué a una pormenorizada explicación de cómo se ordeña a un sapo: empreñándolo un poco y masajeándole las parótidas, los bultos de la cabeza, para que exude el veneno. Hecha la demostración, me marché muy satisfecho, eso sí, sin que nadie me estrechara la mano.
Leary vive ilegalmente desde entonces en mi jardín en Viladrau, en un viejo depósito que he convertido en charca y laboratorio. En Cataluña nos está prohibido por ley a los privados tener en cautividad sapos autóctonos (el sapo común, Bufo bufo). Es porque son una especie protegida a causa de sus beneficios para el campo, y no porque se los equipare, de momento, con la tenencia de drogas. Pero en EE UU que te pillen los de narcóticos en posesión de un sapo puede meterte en serios líos. La ventaja es que, a diferencia de las papelinas, si lo tiras por la taza del váter sobrevive e igual hasta disfruta.
Bob Shepard, un maestro de 41 años de Calaveras County (California), tiene el dudoso privilegio de haber sido el primer detenido, en los años noventa, por posesión de sapos alucinógenos. En su caso eran cuatro sapos del río Colorado (Bufo alvarius), el apreciado sapo psicodélico del desierto de Sonora, que le fueron incautados y que llevaban los nombres (mucho menos imaginativos que el mío) de Hans, Franz, Peter y Brian. Mr. Shepard fue acusado por posesión de bufotenina (5-OH-DMT, una triptamina, por lo visto: no sé, yo aún tengo pendiente la química de bachillerato), el alcaloide alucinógeno que está en el veneno de esos sapos y que se equipara en la ley federal a la mescalina, lo que desde luego es un indicio. El tipo les extraía el veneno, lo secaba y luego se lo fumaba. Adujo que su objetivo era ayudar a la humanidad, aunque luego complicó su situación al declarar con entusiasmo que la diferencia entre el LSD y la bufotenina es como la que existe entre la leche y el whisky.
No se qué ha sido de Shepard ni de sus sapos psicoactivos -la última noticia es que aguardaban juicio (los segundos) en un terrario bajo custodia del Calaveras Narcotics Enforcement Team-, pero me he vuelto un apasionado (teórico) del asunto. En mi caso porque les tengo verdadero aprecio a los sapos. En mi atesorar conocimientos he sabido, por el etnobotánico Wade Davis, autor de la monumental El río (Pre-Textos, 2004), que el potente veneno de sapo marino (Bufo marinus) podría estar en la base del mito de los zombis (el trip te hace ceer que estás muerto de por vida). Por otra autoridad, Peter T. Furst (Alucinógenos y cultura, FCE, 1980), he conocido la extraordinaria dimensión simbólica del sapo en todo el mundo, relacionada en buena parte, señala, con la capacidad de su veneno de inducir estados alterados de la mente (y de ahí la asociación sapo-hongo). Furst alerta de que el asalto masivo al sistema nervioso que produce el veneno de Bufo es muy bestia y que para cualquiera que se halle fuera del mundo tradicional (chamanes, brujas, etcétera) experimentar con estas sustancias resulta "el pináculo de la estupidez". Advertido queda.
¿Y para qué les sirve a los sapos su veneno? Obviamente, para desanimar a los depredadores. Son muchos los amos de perros que saben la faena que es que el tuyo se trague un sapo: las intoxicaciones suelen acarrear la muerte. Pero alucinar... ¿para qué tendría un sapo que hacerte alucinar, aparte de para convertirse en un príncipe? Una de las hipótesis más, sí, alucinantes es que la bufotoxina desempeña un papel en el apareamiento: los sapos se agitan (como todos) y liberan la sustancia alucinógena, lo que induce a la pareja un orgasmo psicodélico (lo he leído, lo juro).
En cuanto al uso recreativo -por nosotros, los humanos, y no por los sapos-, parece que el veneno debe fumarse, como hacía Shepard. Lamerlos o restregarse con ellos no sería, pues, la manera. Sin embargo, Josep Maria Fericgla, que tanto sabe de estados alterados de conciencia, me ha dicho que a través de las mucosas, en el sexo (!) o en las axilas funciona, y así lo empleaban las brujas (no es extraño que creyeran volar). También sostiene que, pese a lo que algunos expertos afirman, el sapo común provoca efectos.
Así que ahí estamos Leary y yo en un impasse. Lo miro aprensivo en su charca mientras releo Las puertas de la percepción, y él me observa con sus profundos ojos de bronce, en los que creo atisbar un destello,no sé, un anhelo, acaso una romántica invitación...
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