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Columna
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Así en el cielo como en la Tierra

Ahora resulta que otro satélite de proporciones descomunales va a impactar contra la Tierra y aquí nadie dice esta boca es mía. No doy crédito. La noticia apenas ha trascendido. La han contado sólo en algunos informativos y, además, un poco de aquella manera, como de puntillas. Yo lo escuchaba y me acordaba de esos anuncios-estafa en los que pasan la letra pequeña, la importante, en la parte inferior de la pantalla a toda velocidad para que nadie pueda leerla. "El satélite alemán Rosat se precipitará contra la Tierra durante los próximos días", decía el busto parlante de la tele con una sonrisa blanca y perfecta. "Las autoridades no saben precisar dónde, ni cuándo caerá. El satélite, que viaja a 28.000 kilómetros por hora, tiene 30 piezas que no se desintegrarán al entrar en la atmósfera. La lente, que pesa más de una tonelada, es una de las piezas más voluminosas que impactará contra la Tierra. Pasemos ya a otros asuntos". Y se puso a hablar de no sé qué concierto de rock. Ahí me quedé yo, agarrada al sofá con mis veinte uñas y la boca abierta.

De acuerdo, ha sido una semana tremenda. No pretendo que abran los informativos con este satélite, me hago cargo de la trascendencia de las otras cosas que han pasado estos días. Pero, de verdad, ¿a nadie más le preocupa un poco que 30 piezas de ingeniería de tamaño colosal vayan a volar por encima de nuestras cabezas a 28.000 kilómetros por hora, en una suerte de ruleta rusa terrorífica? Yo, perdonen la expresión, me cago de miedo.

Es curioso, parece que últimamente a los satélites les a dado por impactar contra la Tierra. Ya van tres en pocas semanas, pero éste es el más peligroso de todos. Hasta hace bien poco, yo ni siquiera sabía que esas cosas pasaban. La verdad es que nunca me había parado a pensado en ello. Supongo que me imaginaba que los señores que pulsaron un botoncito para ponerlo en órbita, sencillamente, pulsarían otro botoncito para traerlo de vuelta al garaje. No en vano son señores listísimos con batas blancas impecables. Pero se ve que esto no funciona así. Parece ser que los satélites dejan de funcionar y ahí se quedan, vagando. Se nos está llenando el cielo de basura high-tech que empieza a caérsenos encima de la cabeza como si esto fuera la peor pesadilla de Astérix y Olélix. No tenemos ya bastante basura tecnológica a ras de suelo, que ahora se nos viene la del cielo.

Sin soltar las veinte uñas del sofá, aún con la boca abierta, me acuerdo del documental Comprar, tirar, comprar que emitió TVE hace unos meses y de repente pienso con horror que sólo falta que acaben enviando los restos de los satélites muertos también a Ghana.

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